Por Fernando Savater |
Tras las preguntas formularias sobre si iba cómodo, si tenía calor o frío,
etcétera, le convencí de que todo estaba perfecto (no añadí, como Manolete a su
mozo de espadas, “y en silencio, mejor”).
Entonces empezó su lección. “Como sé que a usted le interesa
la política...”. Descarté de inmediato tal suposición, pero continuó sin
hacerme caso. “Puedo decirle en confianza que yo soy liberal”. Lancé un sordo
gruñido que podía expresar aplauso, agravio o simple acidez de estómago.
Pareció satisfecho. “Ya sabe usted en qué consiste el liberalismo”. Ahora
preferí resoplar, lo que pareció animarle. “Se lo voy a explicar”. Gemí pero él
se portó como suelen los cielos: no me hizo caso.
“¿A usted le gustan los semáforos? A mí no. Imponen sus
parones rutinarios y coartan nuestra libertad de circulación. ¿Acaso cualquier
conductor no sabe cuándo debe ceder el paso, aminorar la marcha o acelerar? La
prudencia es responsabilidad de cada cual, ya somos adultos, ¿no? Si cruzan
niños o ancianitos, las personas normales les respetaremos: y los locos les
atropellarán aunque vean la luz roja. Que el que quiera ir despacio pise el
freno y que nos dejen a los buenos conductores sortear velozmente los obstáculos.
Las órdenes sólo sirven para producir atascos. Tanto frenar y arrancar estropea
los motores. Prefiero que cada uno, libremente...”. Dije en voz demasiado alta
que me gustan los semáforos y me parapeté tras un periódico.
© El País (España)
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