José Saramago |
Hace poco, el mismo día en que se cumplían ocho años de la muerte de José Saramago y mientras
escuchaba una deslumbrante lectura de textos suyos en la fundación de Lisboa
que lleva su nombre, recordé la primera vez que conversé privadamente con él.
Fue en 1991 en la ciudad de Estrasburgo, durante un encuentro literario llamado
Carrefour de Literaturas Europeas.
Yo estaba allí como enviado de la
revista Cambio 16 y coincidí con otro periodista, el portugués
Torcato Sepúlveda, que conocía a Saramago. Los tres compartimos un par de horas
de charla en un café cercano a la plaza Klèber. Torcato y Saramago hablaban un
excelente español. Yo apenas si era capaz de balbucear alguna frase de cortesía
en la lengua portuguesa y estaba muy lejos de imaginar que un día terminaría
viviendo en Lisboa. Nuestras edades nos situaban en tres generaciones
diferentes. La historia de nuestros dos países conspiraba
contra nosotros, haciendo planear desde los cielos del pasado
fantasmas de violencias, desdén y resentimiento. Pero allí estábamos, en un
país extranjero para todos, en una plaza de nombre germánico, en una ciudad que
en numerosas ocasiones ha cruzado, sin moverse de lugar, la frontera que separa
Francia y Alemania. Y hablábamos con la satisfacción de quien se reconoce en
sus contertulios. Compartíamos la misma indignación ante las injusticias del
mundo, la misma pasión por la Historia y por el lenguaje que es memoria,
también una misma sensación de marginalidad, de habitar extramuros de la
realidad oficial del mundo…
Unos años antes de aquel encuentro personal, en
1986 y durante el almuerzo profesional con periodistas en un restaurante de
Madrid que siguió a la presentación de su novela La balsa de piedra, ya había escuchado a José Saramago
contar una historia que venía a ilustrar humorísticamente esa sensación de
marginalidad tan certeramente que nunca se ha borrado de mi memoria. “Hace unas
semanas viajaba yo en tren por Francia”, comenzó Saramago, “había una gran
huelga por aquellas fechas, seguro que se acuerdan, y nuestro tren quedó
detenido durante horas en pleno campo. No sabíamos cuánto tiempo íbamos a pasar
allí, así que los ocho viajeros del compartimento en que yo estaba decidimos
jugar a las adivinanzas como mejor manera de combatir el aburrimiento. El juego
era sencillo. Se trataba de adivinar de qué país europeo era cada uno de los
allí presentes. Se hacían preguntas y por fin se decía el nombre del país.
Enseguida averiguamos que había franceses, por supuesto, y alemanes, pero
cuando llegó el turno de adivinar de qué país era yo, el interrogatorio se
volvió más difícil. Tan difícil que mis compañeros de compartimento terminaron
por dejarse de preguntas sutiles y empezaron a enumerarme los posibles países
de mi origen. Irlanda. Yo negaba con la cabeza. Italia. Una nueva negativa.
Hungría. No. Yugoslavia… Uno a uno, enumeraron los países de Europa, recorriendo
mentalmente su geografía. Por fin se rindieron sin haber nombrado a Portugal.
Entonces comprendí que los portugueses no existimos: somos una ficción”.
Quizá por eso la figura de Fernando Pessoa,
autor convertido él mismo en ficción por sus heterónimos, ejerce tal
fascinación en autores y lectores no sólo portugueses sino de todo el mundo.
Quizá también por eso había imaginado Saramago, en su novela La balsa de piedra, que un prodigio de la geografía
desgajaba a la Península Ibérica del resto de Europa y la lanzaba al mar, con
rumbo a las otras tierras de África y América. En todo caso, durante la
conversación que mantuvimos en Estrasburgo yo me sentía habitante de esa balsa
pétrea. En ella, por encima de la secular tradición hispano-portuguesa de vivir
dándose mutuamente la espalda, sentía una proximidad que triunfaba sobre las
diferencias de edad, nacionalidad o lengua. Una proximidad que no me sorprendía
pues ya la había sentido antes, al leer las novelas de Saramago y también las
de otros autores que, como él, por más que hundan bien hondo sus raíces en la
lengua y la cultura de sus países de nacimiento, tienen la virtud de hacer paradójicamente de su escritura una literatura
apátrida. Autores como el vasco Bernardo Atxaga o el chileno Luis
Sepúlveda, por ejemplo.
Quizá sea necesario ese sentimiento de
marginalidad, de inexistencia, del que hablaba Saramago, para escribir una
literatura que escape, en su alcance y en la misma elección de las historias
que cuenta, de las rejas de la cultura patriótica. En estos tiempos en que se
supone que un autor asturiano debe escribir de Asturias; un vasco, del País
Vasco; un andaluz, de Andalucía; un gallego, de Galicia; y, más allá de las
fronteras españolas, un cubano, de Cuba; o un mexicano, de México (porque esa
es la ley de la marginalidad, volvernos exóticos a los ojos de quienes están en
el centro, y obligarnos a exhibir nuestro exotismo) resulta un verdadero
bálsamo para el alma leer Ensayo sobre la ceguera,
esa metáfora terrible sobre la libertad humana situada en ninguna parte y en
todas al mismo tiempo, los relatos de Obabakoak, que
tienen a Hamburgo o a la selva amazónica por escenario, o Nocturno hindú, de Antonio Tabucchi, ese viaje que
tiene tanto de alucinación y cuyo verdadero territorio no es el de la
gigantesca India sino el del escritor en busca de su propio tema, un territorio por definición universal. Al recordar el
uso metafórico que en aquella conversación hizo Saramago de lo portugués como
patria de los inexistentes (los que no cuentan), de la ficción y de la mirada
marginal sobre la realidad, no me parece exagerado afirmar que hay una
literatura, de las que los autores citados son muestra, que bien podríamos
llamar portuguesa —mutando el sentido geográfico de la palabra por un sentido
de pertenencia más profundo y universal—, aunque esté escrita en otras
lenguas y por autores nacidos en otros países. Una literatura apátrida para la
cartografía del mundo porque responde a la geografía del corazón.
Hablando con Saramago y Torcato Sepúlveda, como
luego en otras conversaciones con Atxaga, Tabucchi, Ana María Matute, Luis
Sepúlveda, Antonio Sarabia, Santiago Gamboa, Jean-Claude Izzo, Bruno Arpaia o
Antonio Muñoz Molina, fui consciente de pertenecer a ese país
imaginario, que no entiende de fronteras y que es la única patria posible para
los apátridas.
Aquella conversación de Estrasburgo no terminó al
cabo de las tres horas de reloj en que estuvimos juntos, sino que me ha
acompañado desde entonces, como acompañan siempre las palabras que ayudan a
vivir, y la tuve muy presente algunos años después, durante la escritura de mi
novela Carta del fin del mundo. Ya
hacía tiempo que había comprendido que Portugal, además de materializarse
política y económicamente como un país más de la Unión Europea, se había
convertido, dentro de la geografía mental de los escritores de otros países, en
un territorio libre de la imaginación. Vistos ahora en perspectiva, libros
como El invierno en Lisboa, de Muñoz Molina y Sostiene Pereira, de Tabucchi, son expresiones de esa irresistible atracción hacia la ficción que
ejerce Portugal. Una atracción que también sentí yo mientras
escribía mi novela.
De entre los treinta y nueve españoles que Colón
había dejado en el Nuevo Mundo en su primer viaje, elegí a un vasco como
protagonista de mi relato. Me pegué a él, le seguí de cerca, buscando en sus
sentimientos y en sus posibles recuerdos esas emociones que no saben de
pasaportes ni de épocas. Di vida a un indio fascinado por aquellos hombres
blancos y terribles, hasta el punto de secundarlos en sus desvaríos. Imaginé
una mujer indígena (encarnación de una doble otredad, cultural y sexual) capaz
de encarnar un amor sin palabras, sin toda esa telaraña de promesas y mentiras
en que se enredan y ahogan las pasiones. Pero me faltaba una voz que
nombrara el mundo desde la distancia escarmentada que da el haber tenido todo y
haberlo todo perdido, desde la marginalidad del apestado o del dios,
que a fin de cuentas vienen a ser la misma. Paseando imaginariamente por la
selva, en el mismo batel en que mis personajes remontaban un río lleno de
misterios, me vino la idea de un hombre que hubiera sido dios y que, por tanto,
todo lo supiera de sí y de los otros: el personaje del Yucemí, el Espíritu
Blanco de los indios, un pobre infeliz que había llegado hasta aquel confín del
mundo como náufrago y que se había transformado allí en una divinidad a los
ojos de sus habitantes. Un hombre abrumado por la búsqueda del oro y por la
soledad, víctima de su propia quimera, que agonizaba en una cueva que era
metáfora de los infiernos de la condición humana.
Cuando mis personajes llegaban al fin ante el lecho
miserable en que agonizaba el Yucemí y éste les revelaba su verdadero nombre,
el que evocaba su país de origen, su vida pasada en ese Otro Mundo que era la
lejana Europa para los indios taínos, el nombre que hablaba de una vida que era
ya una ficción para él mismo, se me vino a los labios un nombre portugués:
Alvaro Almeyda.
Esa balsa de piedra metafórica, de la que había
oído hablar a Saramago, era en cierto modo la que había llevado tanto a Alvaro
Almeyda como a los españoles de Colón hasta una tierra nueva para ellos, aún
sin nombre, una tierra todavía al margen de las ficciones con que los poderes
políticos y económicos habían construido los reinos europeos: el territorio de
sus propios sueños, por tanto el de sus propias pesadillas también. Y
precisamente por adoptar ese punto de vista, desde la distancia de los siglos y
alejándome de mis supuestas señas de identidad (escritor español nacido en
Granada en 1957), la ficción de Carta del fin del mundo me
permitía hablar de la realidad de hoy con una libertad embriagadora. Al término
de la novela tuve la certeza de haberme adentrado, en la medida de mis fuerzas,
en ese territorio de literatura apátrida en que escriben los autores que
estimo, y de haberlo hecho arrastrado por una irresistible atracción hacia la
otredad que sólo puedo calificar de portuguesa.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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