Por Carlos Ares (*) |
Está viejo ya, Pendejo. Pero conserva el pelo ocre y las
mañas. Duerme ya. Resopla. Debe saborear algún huesito. Pongo, Keith Jarret, I
Loves You Porgy. Algo que acompañe su fantasía. Susurro: “Te quiero, Pendejo,
amigo”.
¿Será posible que siempre me coma el amague? Se hace el
dormido. De pronto abre los ojos con fastidio evidente. Me hace saber con la
mirada cuánto le molesta mi demostración pudorosa de cariño y el esfuerzo que
conlleva bancarme así, sensible. Pero calla, el muy turro. Escribe su sentencia
solo con los ojos. Me condena a ser un vulgar gil, uno más que no entiende de
qué va esto de vivir. Y no hay bola de lomo, ni correa, ni paseo, ni perra que
le presente, ni gesto mío que lo haga cambiar de opinión.
No me deja pasar una. Enciendo un cigarrillo y viene a
husmear. Le acerco el paquete como para que huela que no es asunto suyo. En el
paquete veo la foto de un moribundo, leo: “Fumar te da cáncer de pulmón”. Me
mira y se va, a paso lento, balanceando la cabeza y la cola como si negara,
como si dijera: “Les sacan fortunas en impuestos para perseguir el tráfico de
marihuana y les venden esto, no tienen arreglo. Con todo lo que podría hacerse
con esa guita, con tanta gente que espera”.
Debo admitir que a esta altura de la convivencia es mi otro
yo, mi versión animal. Somos uno de dos. Según quién habla, orienta las orejas
como si prestara atención. Cuando me siento a escuchar y ver las noticias en la
tele, sube al sillón, se sienta a mi lado y se mantiene erguido sobre sus dos
patas delanteras con la mirada fija en la pantalla. A veces, les ladramos juntos a todos,
políticos, empresarios, periodistas. En el último par de semanas les mostramos
los dientes especialmente a dos o tres mercenarios “deportivos”.
Hacia el fin del otoño y principio del invierno nos recorre
un escalofrío atávico. Como si temiéramos congelarnos en lo que somos y que
nada, nunca, cambie. Las últimas semanas fueron particularmente complicadas.
Estaba muy inquieto. Es lo que ves, le digo. Es lo que pasa, le explico. No más
que lo de siempre. Seguimos en el mismo lugar. Como vos, cuando te perseguís la
cola.
Hace algunas noches pensé, “ladrones”. Ladraba con ganas.
Tenía el cuerpo tenso, apuntado como una lanza a la pantalla. Hablaban de “la
familia” Moyano. Nada nuevo. Tranquilo, le dije. Pero me cuesta sacarlo de ahí.
Cuando en una foto o en la tele aparecen algunos tipos –los Moyano,
Barrionuevo, Cavalieri, De Vido, De Mendiguren, Felipe Solá, Scioli y otros–
muestra los dientes y la rabia le espuma la boca. ¿Por qué solo esos habiendo
tantos?, le pregunto. Me mira y calla.
Cuando lo dejo entrar nuevamente me mira, desconcertado. Le
reconozco que tiene razón, que somos humanamente pelotudos, incapaces de
construir un país posible. Nadie se hace cargo de nada. La culpa es siempre de
otro, todos tienen una supuesta verdad que los excusa y los justifica. Verdad
que no se revisa ni se toca.
Se revuelve. Se calma. Parece que me escucha y entiende. Se
queda ahí tirado, quieto, atento, con los ojos muy abiertos. De pronto, se
levanta, viene y se recuesta, pesado como es, sobre mi pecho. Me lengüetea, el
sobón, como si me compadeciera. Salí, Pendejo, le digo.
(*) Periodista
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