Por Martín Caparrós |
Cualquier explicación general es un abuso: para
intentarla hay que limar brutas diferencias entre, digamos, Brasil y México, Argentina y Colombia, Uruguay y Perú. Aún así, vale
la pena arriesgar un par de ideas.
Se suele hablar de la improvisación latina, pero
hay equipos cuyos procesos, honestos y ordenados, llevan años: Pékerman en
Colombia y Tabárez en Uruguay repitieron Mundial; Tite era, hasta hace unos
días, el salvador de Brasil con
su organización y su sapiencia técnica.
Se suele hablar de la corrupción de nuestros dirigentes
y el caos de nuestros campeonatos, pero siempre fueron así y las selecciones
ganaban.
Se suele hablar de diferencias físicas, pero la
mayoría de los jugadores trabaja en las mismas ligas europeas y tiene la misma
preparación que sus rivales. Aunque es cierto —¿mala suerte?— que, por
lesiones, Uruguay se quedó sin Cavani y Colombia sin James en sus partidos
decisivos.
Se suele hablar del método y el mimo con que los
europeos preparan a sus jóvenes, y es probable que influyan. Y se puede hablar
de estilos: varios
equipos sudamericanos tienden a jugar el fútbol que está perdiendo en este
Mundial. Los intentos de tener la pelota y manejar el juego y sostener la
ofensiva fueron derrotados casi siempre por equipos que prefieren amontonarse
atrás, defender como mastines y contraatacar como galgos. Pero Uruguay y México
lo intentaron y también perdieron.
Por eso creo que, más que fracaso latinoamericano,
lo que hubo fue un triunfo europeo: no es que los equipos sudacas fueran
menos que otras veces; es que los europeos fueron mucho más.
Hace tiempo que se acabó el monopolio regional del
fútbol bueno: ese reparto de roles según el cual los americanos jugaban bonito
y los europeos, enérgico. La televisión cambió las formas de aprender a jugar:
hasta hace unos años un chico de Bremen o Dakar o São Paulo solo podía copiar
lo que le veía hacer a su hermano y sus vecinos; por eso, los países con buena
escuela futbolística tendían a conservarla y los que no la tenían no la
conseguían. Ahora esos chicos de Brno o Uagadugú pueden ver en sus teles e
imitar lo mismo que ven e imitan los de Rosario o Río de Janeiro. Ya no hay
razones para que no sean parejamente buenos.
Pero creo que la causa central es —como suele—
cuestión de economía política. Sabemos que América Latina se convirtió, hace
dos o tres décadas, en gran exportador de
carne de futbolista. El proceso, que venía de lejos, se precipitó con la
apertura del mercado futbolero europeo y el aporte de fortunas de la televisión
y los jeques y otros mafiosos rusos.
Así que ahora el fútbol tiene su centro indiscutido
en cinco países de Europa occidental: Inglaterra, España, Italia, Alemania,
Francia. Cuando el mundo quiere ver fútbol ve al Madrid, el Barcelona, la Juve,
el Bayern, el PSG o los Manchester; los mejores quieren jugar allí. Y eso, por
supuesto, crea escuela.
Pero hasta ahora ese proceso de concentración de la
riqueza futbolística se daba en los privados. Eran los clubes los que podían
comprarse a los futbolistas que despuntaban en el sur e incorporarlos y
sacarles el jugo, pero el sector público —las selecciones nacionales— seguía
manteniendo sus jugadores de siempre. Esto también está cambiando. Por
distintos medios, las selecciones europeas ya hacen lo mismo que sus clubes:
concentrar la riqueza.
El método más brutal es la cooptación
directa: Sterling, el
delantero de Inglaterra, nació en Jamaica; Umtiti, el defensor de Francia, en
Camerún. Pero el más común es la migración de
los padres. Diecisiete de los 23 jugadores de la selección francesa descienden
de inmigrantes africanos. En Francia los migrantes no llegan al
7 por ciento: hay diez veces más en la selección que en el país. En la belga, son
casi el 48 por ciento de la selección y 12 por ciento del país: cuatro veces
más. En la inglesa, el 48 y 9 por ciento: más de cinco veces más.
Parece claro que esta sangre nueva ha renovado sus
equipos. Una mezcla feliz: la capacidad física de muchos africanos pobres
—cuyas selecciones nunca ganan— con la posibilidad de comer y educarse y
prepararse de los países ricos. Y una ventaja comparativa: los que emigran
suelen ser los más activos, los más decididos de sus lugares de origen. Ya
emigrados, mantienen ese impulso para progresar en sus lugares de destino —y el
fútbol es, para muchos, la única chance de cambio de clase—.
Sus presencias renovaron sus equipos y renovaron,
también, la idea de patria. La patria se ha vuelto más maleable, un absoluto
relativo: “Cuando todo va bien me llaman Romelu Lukaku, el artillero belga. Cuando
no va tan bien me llaman Romelu Lukaku, el artillero belga de origen congolés”,
sintetizó el artillero belga etcétera. Es, para muchos, una patria incómoda:
pocas cosas me dan más placer en estos días mundialistas, que ya no ofrecen
muchos, que imaginar a ciertos cerdos racistas gritando goles de Mbappé. Pardon
my french: c’est bien fait pour vos gueules.
No está claro que esto vaya a producir más
tolerancia en un momento de extrema intolerancia. En 1998, cuando empezaba la
tendencia y Francia ganó su Mundial gracias a su equipo “arco iris”, muchos
imaginaron que la integración racial había llegado; cuatro años después, un
partido racista consiguió casi cinco millones de votos.
Pero este Mundial consolida a estos futbolistas
europeos que contribuyen a redefinir la idea de europeo. Hay cambios,
sacudidas. Así debían sentirse los habitantes de Lutecia, los viejos
galorromanos de toda la vida, en el 389 o el 407 después de Cristo, cuando cada
vez más germanos y francos y otros salvajes seguían llegando a su ciudad, que
acabarían por llamar, para su horror, París. Así, supongo, tantos ingleses o
franceses o belgas desbordados por el miedo a lo nuevo.
La noticia no es que los equipos latinoamericanos
fracasaron y triunfaron los equipos europeos. La noticia es que Europa ya no
quiere decir lo mismo que hace treinta años. Y eso, mal que le pese a quien le
pesa, va mucho más allá que el fútbol.
© The New
York Times
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