Por Martín Caparrós |
Ya no lo buscan ni siquiera los medios —los
metidos— habituales. Quizá porque no vende o, si acaso, por cierto respeto por
su pérdida: días de duelo que nadie perturba porque el duelo es sagrado. El
símil es ridículo: a Messi solo se le murió cierta idea de sí mismo. O cierta
idea de él que tenían millones de otros y que él, de algún modo, terminó por
tener: que para ser quien era debía ser, también, campeón mundial. Que debía
conseguir que una docena de muchachos hiciera lo necesario para eso; que él,
para eso, debía “cargárselos al hombro”. Y no lo hizo —porque, quizá, no podía
hacerse— y ahora pena.
Messi es un raro personaje y, sobre todo, un raro
jugador. El fútbol de más alto nivel consiste en engañar: los mejores son los
que te hacen creer que van a hacer tal cosa y en realidad hacen tal otra. Neymarcuando amaga
con una bicicleta y termina en triciclo, Mbappé cuando cambia de piernas y las
alarga más aún, Cristiano cuando parece que va a ser humano. Messi es distinto:
hace siempre más o menos lo mismo, sus marcadores saben qué va a hacer —y no
consiguen impedirlo—.
Por eso, supongo, habla tan poco. Hablar es hacer
fintas, gambetear: decir cosas para que otro las crea. Es lo que hacemos, por
definición, los argentinos, y es lo que hace tanto, sin las dudas, el otro
argentino globalizado, Jorge Mario Bergoglio.
El otro globalizado habla y habla y habla en nombre de un jefe inasequible, que
él llama dios y que lo habría nombrado su enviado en la Tierra y que todos
deberíamos obedecer pero nadie entiende del todo si él no lo traduce. El señor
Bergoglio habla en nombre de otro para que muchos se crean lo que dice, tan
inverosímil; Messi calla en su nombre, deja que sus hechos hablen por él,
vuelve una y otra vez al mismo movimiento, al mismo gesto: no engaña a nadie
pero nadie sabe detenerlo. Bergoglio vive de lo que dice; Messi, de lo que
calla. Messi es el antipapa o algo así.
Y fue, además, el capitán de la selección más
agnóstica que tuvo nunca la Argentina. Camino a Rusia, sus muchachos desdeñaron
las dos ciudades más sacras de Occidente: no quisieron pasar por Roma a
ver al papa, como estaba previsto, y no quisieron viajar a Jerusalén a
jugar al fútbol, como estaba anunciado. Evitaron a un dios en sus dos
capitales, se negaron: en pleno ejercicio de su derecho al capricho se
plantaron contra sus dirigentes y les dijeron que ni locos. Lo bueno de ser
futbolista es que si haces con los pies lo que te dicen, puedes hacer con la
cabeza lo que quieras.
En un país supersticioso como el mío, tanto desdén
por lo sobrenatural permitía proclamar que habíamos perdido por castigo divino.
Despistados me dicen no, cómo se te ocurre, nadie dice esas cosas. Olvidan que
la institución global más influyente está basada en esas cosas: así se
construyó durante siglos —y en muchos casos todavía— la verdad religiosa.
Pasaba algo que nadie sabía justificar y algún sacerdote lo explicaba como
efecto de algo que no le había gustado o convenido. Pestes terribles caían
sobre una población porque no adoraban lo suficiente a un dios, inundaciones
los ahogaban porque personas se acostaban con quienes preferían, un rey ganaba
su batalla porque había rezado siete veces siete noches entre siete vírgenes,
digamos. Esas eran las explicaciones serias: verdades reveladas.
La selección argentina fue la peor en muchos años.
Pero fue, por lo menos, racionalista, a-tea. O sea que no le puede echar la
culpa a nadie. Es una lástima: siempre es más fácil, más barato creer que las
cosas te pasan porque otro, un dios, un perro, el mal de ojo, la vecina de
enfrente. Pensar que te pasan por tu responsabilidad, por lo que hiciste o
dejaste de hacer, es el privilegio y el precio de no creer en tonterías. Y la
gran condición para empezar, alguna vez, a mejorarlas.
© The New
York Times
0 comments :
Publicar un comentario