Por Manuel Vicent |
Seguíamos al día el lento proceso de las obras de la
misma forma que se va construyendo un sueño, el altillo donde iría el
proyector, el patio de butacas en ligera pendiente, el escenario bajo la
pantalla, todo iba tomando realidad fuera ya de la imaginación, y aunque el
cura decía que el cine era un invento del diablo, eso no hacía sino excitarme
aun más. Por Navidad, el nombre del cine en grandes letras romanas dentro de
una orla acabó de completarse. Se llamaría Cine Rialto y en su pantalla, muy
pronto, comenzarían a cabalgar, a disparar, a bailar, a besarse los héroes que
veía en los pasquines y en los prospectos de mano.
Como en la primera
secuencia de la película Cinema Paradiso,
de Giuseppe Tornatore,
hace unos días recibí una llamada de un familiar del pueblo para decirme que
aquel niño del que iba cogido de la mano en fila de dos cuando pasábamos frente
al Cine Rialto, aquel niño que luego sería panadero, al que ayudaba a amasar
pan de madrugada durante las vacaciones, con el que de chavales en su moto
Lambretta íbamos a la playa y a las verbenas de verano por los pueblos, aquel
niño que me fue fiel siempre con su amistad incondicional, aquel niño que se
llamaba Sebastianito Ballester, había muerto. A lo largo de la vida, cuando
hace muchos años que uno ha abandonado el pueblo, se producen unas llamadas que
te golpean el corazón. Un día te dicen: "¿Te acuerdas de Totó, aquel que
llevaba la máquina en la cabina del cine? Ha muerto". O tal vez el que ha
muerto es el maestro de escuela que te enseñó la ortografía o aquel entrañable
tonto del pueblo que tanto te quería y te saludaba con aspavientos al cruzarse
contigo en la calle.
Tenía nueve años
cuando mi padre, después de rezar el rosario, permitió que fuera por primera
vez al cine en compañía de aquel niño. Ponían la película El gorila, con Bela Lugosi. El espanto que me produjo
aquel monstruo en la pantalla se ha diluido en la memoria; en cambio me perdura
con toda intensidad el pánico que al salir del cine a medianoche mi amigo
comenzó a correr, gritando que el gorila nos perseguía. Al perderlo de vista me
quedé solo en un oscuro callejón, paralizado bajo la luna llena que creaba la
sombra siniestra de un gorila a mi espalda. El terror de aquella noche de
invierno aún lo conservo muy vivo.
A partir de
entonces, a lo largo de la vida, he deconstruido ese terror con la experiencia
frente a tres gorilas de carne y hueso. En 1964, en el zoo de San Diego de
California, a la hora de cerrar el parque, cuando todos los visitantes ya lo
habían abandonado, me vi solo sin ningún guardián alrededor ante la jaula de un
gorila agarrado a los barrotes. Me quedé unos minutos ante ese animal cuya
mirada me sobrecogió porque trasportaba un pensamiento que creí entender. Ambos
nos miramos hasta el fondo de los ojos y el gorila parece que quería decirme:
te conozco desde aquella noche de invierno y sé lo que te pasa. Ningún
psicólogo argentino me había hablado así.
Muchos años
después, en 1994, acabada la matanza entre hutus y tutsis ruandeses con un
millón de muertos, en el aeropuerto de Kigali había quedado en pie un gorila
disecado en cuyo cuerpo acribillado conté hasta veintitantos impactos de bala,
pero el animal tótem del país permanecía aún en pie entre los restos de la urna
destrozada por el tiroteo, como símbolo de la crueldad de los humanos.
Hace poco, durante
un viaje a la selva de los Virunga, en Ruanda, nuestro guía nos llevó después
de una hora de camino a ver una familia de gorilas. Eran 17 ejemplares bajo la
autoridad de un macho alfa que al ver nuestra pequeña expedición se golpeó el
pecho en un alarde de dominio. Después sucedió un hecho insólito, según el
guía. Una gorila se desprendió del grupo y al pasar por mi lado me dio con el
dorso de la mano un toque en la entrepierna. Consulté este hecho con un
psicólogo argentino, quien me dijo: "Tal vez deberías escribirle una carta
de amor. En algún lugar del subconsciente encontrarás la respuesta".
Todo empezó a los
nueve años una noche de invierno en el pueblo, cuando después de la
película El gorila, en el Cine Rialto, vi con terror que mi
amigo se alejaba corriendo en la oscuridad, aquel amigo de la infancia, que ha
muerto.
© El País (España)
0 comments :
Publicar un comentario