Por Cristian Vázquez
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Volver de la muerte es, desde tiempos inmemoriales, una de las mayores
fantasías de los seres humanos. Lo fabularon los mitos, lo prometen las
religiones, lo imaginan los poetas. Mucho menos se ha hablado, sin embargo, de
los eventuales problemas que plantearía el retorno desde el más allá. Problemas
de índole jurídica, fisiológica, ética y moral. El argentino Alejandro Dolina
suele referirse a la cuestión en su programa de radio.
“Si usted se muere y resucita enseguida, en una o dos horas, digamos,
fenómeno, no pasa nada —explicó en una ocasión—. Pero si
resucita a los seis meses o al año… Imagínese: la sucesión ya se hizo, la guita
la repartieron, la casa la vendieron, los papeles suyos ya los tiraron. Y usted
aparece de nuevo. Se tiene que volver atrás algo que es irreversible. Segundo
principio de la termodinámica. El pasado es irreversible”.
Lo terrible es que esto a veces sucede. Nadie vuelve literalmente de la
muerte, pero muchas personas sí regresan tras haber sido declaradas muertas. La
guerra es, desde luego, un escenario muy propicio para estos episodios. El
soldado japonés Shiro Shimoda volvió a casa en 1946, tras la Segunda Guerra
Mundial. Dos años antes, sus padres habían recibido la noticia de que estaba
muerto. En el documental Le
Japon sous les décombres (Japón bajo los escombros),
de Serge Viallet (Francia, 2005), Shimoda cuenta las recomendaciones que en
aquel momento recibieron él y otros en su situación:
“No vuelvan a casa
de noche. Ustedes murieron. Murieron en la guerra, y su familia pensará que son
fantasmas, así que no lleguen de noche. Explíquenle su situación al jefe de
estación, pasen la noche en la comisaría y esperen a que amanezca antes de
volver a casa”.
Aún más extravagante aún fue la indicación para los hombres casados:
“Les aconsejamos
que den unas cinco o seis vueltas discretamente por los alrededores de su casa.
Ustedes han cambiado. Puede que no los reconozcan a primera vista. Si alguno
cree que su esposa ha vuelto a contraer matrimonio, regrese de inmediato al
centro de tránsito. Han fallecido muchos hombres en la guerra y hay muchas
mujeres solteras. Vuelvan y les buscaremos a alguien”.
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Son historias extrañas, pero no solo ocurren en tiempos de guerra. Hace
unos pocos meses se conoció el caso de Constantin Reliu, un rumano de
63 años que pasó casi veinte en Turquía sin decir nada a nadie y fue dado por
muerto en su país. Ahora volvió y, aunque las autoridades confirmaron su
identidad, la burocracia se niega a anular el certificado de defunción y
devolverle su entidad legal de persona viva. “Soy un fantasma viviente. Estoy
oficialmente muerto, pero estoy vivo y, dado que consto como muerto, no puedo
hacer nada”, explicó el hombre.
En Estados Unidos sucedió algo parecido en 2013. Once años antes, Brenda Heist, una mujer que vivía en
Lancaster, Pensilvania, y se estaba separando en buenos términos de su esposo,
desapareció una mañana, sin dejar rastros, después de dejar a sus hijos en la
escuela. Fue considerada muerta al cabo de los años. Su marido cobró el seguro
de vida y se volvió a casar. Más de una década después, ella volvió. Había
pasado todo aquel tiempo en Florida, viviendo en la indigencia, con otras
personas en la misma situación. ¿Era válido el nuevo matrimonio del hombre? El
dinero del seguro, ¿lo tenía que devolver?
Además de los problemas legales y económicos derivados de la
“resucitación” de una persona, hay otros aún peores. ¿Qué se hace con los años
de sufrimiento y angustia de los seres queridos de alguien que “desaparece”? La
larguísima esperanza de que finalmente vuelva, el interminable proceso de
hacerse a la idea de que no lo hará… Si el retorno de alguien que estuvo
ausente de razones ajenas a su voluntad —guerras, secuestros, accidentes (el
personaje de Tom Hanks en Náufrago)— es tremendo, el de quien faltó
por decisión propia incorpora toda una cuota de indignación, reproches y
rencor.
¿De cuál de ambos casos forma parte el caso real en que se basó
Guillermo González Arenas para componer, en 1965, “El
muerto vivo”?
Una semana de juerga y perdió el conocimiento
Como no volvía a su casa todos le daban por muerto […]
Pero un día se apareció lleno de vida y contento,
Diciéndole a todo el mundo: ¡Eh, se equivocaron de muerto!
El lío que se formó, eso sí que es puro cuento,
Su mujer ya no lo quiere, no quiere dormir con muertos.
No estaba muerto, estaba de parranda…
3
El regreso después de una larga ausencia también ha dado mucho juego,
sin duda, a los impostores. El caso más célebre es el del francés Martin Guerre. Mejor dicho, el de Arnaud du
Tilh, quien se presentó en 1556 asegurando ser Guerre, ocho años después de que
este fuera acusado por un robo y huyera de su casa. Du Tilh convenció a todos
de que era el verdadero Guerre, incluso a la esposa: hasta tuvo dos hijas con
ella. La fraude le duró cuatro años. En 1560, con el retorno del Guerre
original, se descubrió la verdad y Du Tilh fue ejecutado.
La historia de Martin Guerre fue mencionada por Montaigne en sus Ensayos y
narrada por, entre otros, Alejandro Dumas y Rubén Darío. Fue llevada al cine:
en 1982 se estrenó Le retour de Martin Guerre, con Gérard Depardieu
en la piel del farsante. Y diez años después llegó su remake hollywoodense, Sommersby,
con Richard Gere y Jodie Foster en los papeles centrales. El caso también fue
parodiado por Los Simpson, en el capítulo que revela que Seymour
Skinner, el director de la escuela de Springfield, es en realidad un impostor
(episodio que recibió muchísimas críticas y que algunos señalan como el final
de la “era dorada” de la serie).
El reverso de la moneda también es un clásico: el verdadero ausente
regresa, pero no sus seres queridos no lo reconocen. El caso paradigmático es
el de Ulises, a quien, cuando llega por fin a Ítaca después de la guerra de
Troya, solo lo identifica su perro. El “Romance de la esposa fiel” (también
llamado “Las señas del esposo”) adaptó el tema en la tradición
hispanoamericana.
4
Hay una forma de volver del otro barrio que implica un dramatismo más
siniestro: la gente que, tras ser enterrada viva por causa de la catalepsia,
logró volver para contarlo. Y es que esas inhumaciones anticipadas, antes de
que la ciencia desarrollara métodos para saber con precisión si todavía estamos
de de este lado o si ya cruzamos la frontera, eran bastante frecuentes; no así
su rescate. Edgar Allan Poe, en las primeras páginas de su cuento “El entierro
prematuro”, describe algunas de esas excepciones. El narrador de su relato es
un hombre que sufre periódicos ataques de catalepsia y está obsesionado con el
temor de que lo entierren vivo. Describe una alucinación:
Entre aquellos que
parecían reposar tranquilamente, vi que muchos habían cambiado, en mayor o
menor grado, la rígida e incómoda postura en que habían sido sepultados. Y la
voz me volvió a decir mientras yo miraba: ‘¿No es una visión desgarradora?’.
Salir con vida del propio sepulcro se me ocurre lo más cercano a volver
de la muerte que podemos experimentar en esto que llamamos el mundo real. Si
nos adentramos en el universo de la ficción, enseguida llegaremos al
extraordinario cuento “La pata de mono”, de W. W. Jacobs, a su vez fuente de
inspiración para Stephen King y su Pet Sematary (Cementerio
de animales). Auténticas visiones desgarradoras. Esos sí que son problemas
de volver de la muerte.
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Un último problema. El más poético, quizás el más abrumador. Lo enuncia
María Magdalena en El Evangelio según Jesucristo, la novela de José
Saramago. Cuando Jesús se acerca al cuerpo muerto de su amigo Lázaro y está a
punto de darle una de las órdenes más famosas de la literatura universal, ella
le pone una mano en el hombro y le dice:
—Nadie en la vida tuvo tantos pecados para que merezca morir dos veces.
Entonces, cuenta Saramago, Jesús dejó caer los brazos y salió para
llorar.
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