Por Arturo Pérez-Reverte |
Llegué a Tiro en autobús, y me bajé mochila al hombro en
el puerto, del que recuerdo los viejos muros y las barcas de pescadores junto
al mar azul, bajo un cielo luminoso y cegador.
Al rato empecé a tener problemas. Hacía mucho que allí no se
veían tipos con apariencia occidental, y los Mirage israelíes bombardeaban casi
a diario los campos de refugiados cercanos. Mi aspecto –joven en edad militar,
pelo corto– despertó sospechas, y al poco rato tuve a dos individuos tocados
con kufiya y con muy mala catadura siguiéndome por las callejas medievales de
la ciudad vieja. Y cuando, al pararme a beber un refresco, oí a un muchacho
decirle a otro «Yahud» –judío– mientras me miraba de reojo, comprendí que
aquello no iba a terminar bien.
Había cerca del puerto un cuartelillo de policía, y me metí
dentro. El jefe, un grasiento bigotudo, miró con indiferencia mi pasaporte,
encogió los hombros y dijo que el próximo autobús hacia Sidón y Beirut salía a
media tarde, y que me aconsejaba subir en él, si es que para entonces aún podía
hacerlo. Que nada iba a hacer por mí. Después me ofreció un cigarrillo y señaló
la puerta. Volví a la calle, y a los pocos pasos vi que los dos fulanos seguían
detrás. Me detuve en un puesto callejero a comprar un cuchillo, más que nada
por chulería, para que me vieran hacerlo, pues ni siquiera estaba afilado
–todavía lo conservo, y sigue sin estarlo–, y con él en la mochila seguí
camino, bastante acojonado, sin saber a dónde diablos ir. Y entonces vi la
iglesia.
Era de la misma piedra dorada que el resto de las
construcciones locales, con pórtico medieval y cruz en lo alto. Así que sin
pensarlo, por simple instinto de alguien perteneciente a una civilización donde
las iglesias fueron refugio, me acogí a sagrado. Quiero decir que me metí
dentro y me senté en un banco, reflexionando en cómo salir de aquel lío. Estaba
en eso cuando apareció una monja, que se sorprendió al verme, y a la que conté
mi situación. Entonces ella avisó al párroco, un sacerdote libanés anciano, de
pelo blanco y rostro amable. Se llamaba padre Isard, tenía una voz dulce y
hablaba un francés impecable que parecía sacado de un texto de Bossuet. Cuando
lo puse al corriente, censuró con mucho tacto mi imprudencia y luego salió a
explicar la cosa a los dos fulanos. Cuando volvió, me dijo que eran palestinos,
que en efecto me habían tomado por un espía israelí, y que mejor me quedaba con
él un rato mientras se aclaraban las cosas.
Siguieron cuatro horas inolvidables. El sacerdote me invitó
a comer –vivía en una dependencia de la misma iglesia– y me estuvo contando la
historia del lugar, de cuando la ciudad bizantina fue ocupada por los árabes y
luego conquistada por los cruzados, siendo una de las más importantes del reino
latino de Jerusalén. Tiro, me dijo, había caído en manos de los mamelucos en
1291, al mismo tiempo que San Juan de Acre, situada una treintena de kilómetros
al sur. Los caballeros templarios y hospitalarios se habían batido allí hasta
el fin, terminando así el siglo y medio de presencia cristiana de la primera
Cruzada. Y entonces –estábamos ya en el café–, como si recordara algo, el padre
Isard alzó un dedo, sonrió y dijo: «Acompáñeme».
Lo seguí por una escalera hasta una cripta pequeña,
circular, apenas iluminada por cuatro estrechas saeteras. Y allí, en el centro,
en una penumbra dorada y casi mágica, había un antiguo sarcófago: la estatua
yacente de un cruzado, desfigurada a martillazos hasta hacerla irreconocible,
reducida la cabeza a piedra machacada, pero en cuyo torso aún era posible
advertir la armadura, y también los brazos y los guanteletes que en otro tiempo
reposaron sobre el mango de una espada.
«Un caballero templario», dijo el padre Isard. Entonces,
sobrecogido, toqué lo que había sido un rostro mientras pensaba que el azar
tenía interesantes ángulos. Y ahora sé con certeza que fue ese mismo azar
–hecho de reglas perfectas– el que guió mis irresponsables pasos hasta allí
para que, cuarenta y cuatro años después, yo pudiera contarles a ustedes que
una vez vi a un templario durmiendo el sueño de los siglos entre la luz
polvorienta de una cripta medieval, en la ciudad de Tiro.
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