Un texto de José
Ingenieros
Así como hay una gama de intelectos, cuyos tonos
fundamentales son la inferioridad, la mediocridad y el talento -aparte del
idiotismo y el genio, que ocupan sus extremos-, hay también una jerarquía moral
representada por términos equivalentes. En el fondo de esas desigualdades hay
una profunda heterogeneidad de temperamentos.
La conformación a los catecismos
ajenos resulta fácil para los hombres débiles, crédulos, timoratos, sin grandes
deseos, sin pasiones vehementes, sin necesidad de independencia, sin
irradiación de su personalidad; es inconcebible, en cambio, en las naturalezas
idealistas y fuertes, capaces de pasiones vivas, bastante intelectuales para no
dejarse engañar por la mentira de los demás. Aquéllos no sufren por la coacción
moral del rebaño, pues la hipocresía es su clima propicio; éstos sufren,
luchando entre sus inclinaciones superiores y el falseado concepto del deber
que impone la sociedad. Se ajustan a él los hombres honestos, pero nunca se le
esclaviza el hombre moralmente superior. "Puede acordársele -dice Remy de
Gourmont- el valor de una moda a la que uno se resigna por no llamar la
atención, pero sin interesar el ser íntimo y sin hacerle ningún sacrificio
profundo". En esa disconformidad con la hipocresía colectivamente
organizada consiste la virtud, que es individual, a la contra de sus
caricaturas colectivas: en la caridad y en la beneficencia mundanas la miseria
de los corazones tristes alimenta la vanidad de los cerebros vacíos.
Los temperamentos capaces de virtud difieren por su
intensidad.
El primer germen de perfección moral se manifiesta en una
decidida preferencia por el bien: haciéndolo, enseñándolo, admirándolo. La bondad
es el primer esfuerzo hacia la virtud; el hombre bueno, esquivo a las
condescendencias permitidas por los hipócritas, lleva en sí una partícula de
santidad. El "buenismo" es la moral de los pequeños virtuosos; su
prédica es plausible, siempre que enseñe a evitar la cobardía, que es su
peligro. Algunos excesos de bondad no podrían distinguirse del envilecimiento;
hay falta de justicia en la moral del perdón sistemático. Está bien perdonar
una vez y sería inicuo no perdonar ninguna; pero el que perdona dos veces se
hace cómplice de los malvados. No sabemos qué hubiera hecho Cristo si le
hubiesen abofeteado la segunda mejilla que ofreció al que le afrentaba la
primera: los escolásticos prefieren no discutir este problema.
Enseñemos a perdonar; pero enseñemos también a no ofender.
Sería más eficiente. Enseñémoslo con el ejemplo, no
ofendiendo. Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia; pero creamos
que la segunda suele ser por villanía. El mal no se corrige con la complacencia
o la complicidad; es nocivo como los venenos y debe oponérsele antídotos
eficaces: la reprobación y el desprecio.
Mientras los hipócritas recetan la austeridad, reservando la
indulgencia para sí mismos, los pequeños virtuosos prefieren la práctica del
bien a su prédica; evitan los sermones y enaltecen su propia conducta.
Para el prójimo encuentran una disculpa, en la debilidad
humana o en la tentación del medio: "tout comprendre c'est tout
pardonner"; sólo son severos consigo mismos. Nunca olvidan sus propias
culpas y errores; y si no justifican las ajenas, tampoco se preocupan de
atormentarlas con su odio, pues saben que el tiempo las castiga fatalmente, por
esa gravitación que abisma a los perversos como si fueran globos desinflados.
Su corazón es sensible a las pulsaciones de los demás, abriéndose a toda hora
para adulcir las penas de un desventurado y previniendo sus necesidades para
ahorrarle la humillación de pedir ayuda; hacen siempre todo lo que pueden,
poniendo en ello tal afán que trasluce el deseo de haber hecho más y mejor.
Aprueban y estimulan cualquier germen de cultura, prodigando su aplauso a toda
idea original y compadeciendo a los ignorantes sin reproches inoportunos: su
cordialidad sincera con los espíritus humildes no está corroída por la
urbanidad convencional.
Esas pequeñas virtudes son usuales, de aplicación frecuente,
cotidiana; sirven para distinguir al bueno del mediocre y difieren tanto de la
honestidad como el buen sentido difiere del sentido común. Importan una
elevación sobre la mediocridad; los que saben practicarlas merecen los elogios
que tan pródigamente se les tributan. Desde Platón y Plutarco está hecha su
apología; ello no impide su asidua reiteración por escritores que glosan en
estilo menos decisivo la socorrida frase de Hugo: "Il se fait beaucoup de
grandes actions dans les petites luttes. Il y a des bravoures opiniatres et
ignorées qui se défendent pied á pied dans l'ombre contre l'envahissement fatal
des nécessités. Noble et mistérieux triomphe qu'aucun regard ne voit, qu'aucune
renommée ne paye, qu'aucune fanfare ne salue. La vie, le malheur, l'isolement,
l'abandon, la pauvreté, sont des champs de bataille que ont leurs héros; héros
obscurs plus grands parfois que les héros ilustres"(1).
No olvidemos, sin embargo, que esas virtudes son pequeñas;
es grave error oponerlas a las grandes. Ellas revelan una loable tendencia,
pero no pueden compararse con el asiduo celo de perfección que convierte la
bondad en virtud. Para esto se requiere cierta intelectualidad superior; las
mentes exiguas no pueden concebir un gesto trascendente y noble, ni sabría
ejecutarlo un carácter amorfo. A los que dicen: "no hay tonto malo",
podría respondérseles que la incapacidad de mal no es bondad. Aún está por
resolverse el antiguo litigio que proponía elegir entre un imbécil bueno y un
inteligente malo; pero está seguramente resuelto que la imbecilidad no es una
presunción de virtud, ni la inteligencia lo es de perversidad. Ello no impide
que muchos necios protesten contra el ingenio y la ilustración, glosando la
paradoja de Rousseau, hasta inferir de ella que la escuela puebla las cárceles
y que los hombres más buenos son los torpes e ignorantes.
Mentira. Burda patraña esgrimida contra la dignificación
humana mediante la instrucción pública, requisito básico para el enaltecimiento
moral.
Sócrates enseñó -hace de esto algunos años- que la Ciencia y
la Virtud se confunden en una sola y misma resultante: la Sabiduría. Para hacer
el bien, basta verlo claramente; no lo hacen los que no lo ven; nadie sería
malo sabiéndolo. El hombre más inteligente y más ilustrado puede ser el más
bueno; "puede" serlo, aunque no siempre lo sea. En cambio, el torpe y
el ignorante no pueden serlo nunca, irremisiblemente.
La moralidad es tan importante como la inteligencia en la
composición global del carácter. Los más grandes espíritus son los que asocian
las luces del intelecto con las magnificencias del corazón. La "grandeza
del alma" es bilateral. Son raros esos talentos completos; son
excepcionales esos genios. Los hombres excelentes brillan por esta o aquella
aptitud, sin resplandecer en todas; hay asimismo talentos en algún género
intelectual, que no lo son en virtud alguna, y hombres virtuosos que no
asombran por sus dotes intelectuales.
Ambas formas de talento, aunque distintas y cada una
multiforme, son igualmente necesarias y merecen el mismo homenaje. Pueden
observarse aisladas; suelen germinar al unísono en hombres extraordinarios.
Aisladas valen menos. La virtud es inconcebible en el imbécil y el ingenio es
infecundo en el desvergonzado. La subordinación de la moralidad a la
inteligencia es un renunciamiento de toda dignidad; el más ingenioso de los
hombres sería detestable cuando pusiera su ingenio al servicio de la rutina,
del prejuicio o del servilismo; sus triunfos serían su vergüenza, no su gloria.
Por eso dijo Cicerón, ha muchos siglos: "Cuanto más fino y culto es un
hombre, tanto más repulsivo y sospechoso se vuelve si pierde su reputación de
honesto". ( De offic., II, 9). Verdad es que el tiempo perdona algunas
culpas a los genios y a los héroes, capaces de exceder con el bien que hacen el
mal que no dejaren de hacer; pero ellos son excepciones raras y en vida habría
que medirlos con el criterio de la posteridad: la trascendente magnitud de su
obra.
Esas nociones suprimen algunos problemas inocentes como el
de fallar si son preferibles los que crean, inventan y perfeccionan en las
ciencias y en las artes, o los que poseen un admirable conjunto de energías
morales que impulsan a jugar el porvenir y la vida en defensa de la dignidad y
la justicia. Entre los talentos intelectuales y los talentos morales, estos
últimos suelen ser preferidos con razón, conceptuándolos más necesarios.
"El talento superior es el talento moral", ha escrito Smiles,
glosando al inagotable Mr. de la Palisse. De este parangón está excluido a
priori el hombre mediocre, pues sólo tiene rutinas en el cerebro y prejuicios
en el corazón.
La apoteosis del tonto bueno encamínase, evidentemente, a
protestar, como lo hacía Cicerón. contra los que pretenden consentir al ingenio
un absurdo derecho a la inmoralidad. El sistema es equívoco; igualmente injusto
sería desacreditar a los santos más ejemplares fundándose en que existen
simuladores de la virtud.
Es capcioso oponer el ingenio y la moral, como términos
inconciliables. ¿Sólo podría ser virtuoso el rutinario o el imbécil? ¿Sólo
podría ser ingenioso el deshonesto o el degenerado? La humanidad debiera
sonrojarse ante estas preguntas. Sin embargo, ellas son insinuadas por
catequistas que adulan a los tontos; buscando el éxito ante su número infinito.
El sofisma es sencillo. De muchos grandes hombres se cuentan anomalías morales
o de carácter, que no suelen contarse del mediocre o del imbécil; luego,
aquéllos son inmorales y éstos son virtuosos.
Aunque las premisas fuesen exactas, la conclusión sería
ilegítima.
Si se concediera -y es mentira- que los grandes ingenios son
forzosamente inmorales, no habría por qué otorgar a los imbéciles el privilegio
de la virtud, reservado al talento moral.
Pero la premisa es falsa. Si se cuentan desequilibrios de
los genios y no de los papanatas, no es porque éstos sean faros de virtud, sino
por una razón muy sencilla: la historia solamente se ocupa de los primeros
ignorando a los segundos. Por un poeta alcoholista hay diez millones de
lechuguinos que beben como él; por un filósofo uxoricida hay cien mil
uxoricidas que no son filósofos; por un sabio experimentador, cruel con un
perro o una rana, hay una incontable cohorte de cazadores que le aventajan en
impiedad. ¿Y qué dirá la historia? Hubo un poeta alcoholista, un filósofo
uxoricida y un sabio cruel; los millones de anónimos no tienen biografía.
Moreau de Tours equivocó el rumbo; Lombroso se extravió; Nordau hizo de la
cuestión una simple polémica literaria. No comulguemos con ruedas de molino; la
premisa es falsa. Los que hemos visitado cien cárceles podemos asegurar que
había en ellas cincuenta mil hombres de inteligencia inferior, junto a cinco o
veinte hombres de talento. No hemos visto un solo hombre de genio.
Volvamos al sano concepto socrático, hermanando la virtud y
el ingenio, aliados antes que adversarios. Una elevada inteligencia es siempre
propicia al talento moral y éste es la condición misma de la virtud. Sólo hay
una cosa más vasta, ejemplar, magnífica, el golpe de ala que eleva hacia lo
desconocido hasta entonces, remontándonos a las cimas eternas de esta
aristocracia moral: son los genios que enseñan virtudes no practicadas hasta la
hora de sus profecías o que practican las conocidas con intensidad
extraordinaria. Si un hombre encarrila en absoluto su vida hacia un ideal,
eludiendo o constatando todas las contingencias materiales que contra él
conspiran, ese hombre se eleva sobre el nivel mismo de las más altas virtudes.
Entra en la santidad.
(1) "Se hacen
muchas grandes acciones en las pequeñas luchas, hay muchas intrepideces
obstinadas e ignoradas que se defienden palmo a palmo en la sombra contra la
invasión fatal de las necesidades. Noble y misterioso triunfo que ninguna
mirada ve, que ninguna fama paga, que ninguna fanfarria saluda. La vida, la desgracia,
la soledad, el abandono, la pobreza, son campos de batalla que tienen sus
héroe; héroes oscuros algunas veces más grandes que los ilustres".
De El hombre mediocre (CAPÍTULO III-V – LOS VALORES MORALES)
Selección y
transcripción: Agensur.info
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