Por Mario Vargas Llosa |
Pero lo más pintoresco del
lugar acaso sean unos cuervos sociables que posan con coquetería para las
fotografías de los turistas a cambio de un puñado de comida.
Al parecer este pedazo de tierra tiene la atmósfera más
diáfana de Europa y acaso del mundo y eso explica la existencia del
Observatorio, compuesto de enormes telescopios nocturnos y solares construidos
en esta cumbre por diversos países, y que, desde mediados de los años ochenta
del siglo pasado, atraen aquí astrónomos de todo el planeta. Son seres
extraños, que duermen de día y trabajan de noche, y que, como los vampiros,
operan en las sombras y la luz que los guía no es de este mundo sino la de allá
arriba, muy arriba, quiero decir la que emiten o emitieron hace millones de
años los astros que navegan (o navegaron antes de desaparecer) por el infinito
universo.
Si la belleza de esta isla, una de las más pequeñas de las
Canarias, con sus bosques, playas, cerros y parques naturales es grande durante
el día, el verdadero milagro se produce al caer la oscuridad, cuando el cielo
se va poblando de una miríada infinita de estrellas, constelaciones, planetas,
luces que chisporrotean y se apagan y se prenden y, como en el Aleph borgiano,
uno toma la tremenda conciencia de que allí, encima de su cabeza, tiene al
infinito universo. La cosa es todavía más espectacular cuando, con ayuda de las
lentes de los telescopios, se empieza a navegar por los espacios siderales y a
acercarse a aquellos bólidos y, por ejemplo, se tiene la sensación de ser un
astronauta que se pasea por el cielo rugoso de la Luna, entre cráteres
gigantescos, obra de los aerolitos que la han ido bombardeando a lo largo de
los millones de años de existencia que tiene aquella aglomeración de planetas.
Creo que en los dos días apenas que pasé allí he aprendido
más cosas que en todos los otros viajes que he hecho en mi vida. Por ejemplo,
que nada se parece tanto a la literatura como la astronomía porque en ambas la
imaginación es tan importante como el conocimiento y que, sin aquella, éste no
progresaría en absoluto. Los astrónomos que hay en el Observatorio y, en especial,
su director, el profesor Rafael Rebolo López, armados de paciencia y sabiduría,
dan elocuentes respuestas a todas mis preguntas, que siempre me suscitan nuevas
preguntas y, de este modo, la conversación salta la débil frontera que en esta
disciplina separa (y a menudo confunde) la física de la metafísica.
¿No es abrumador y paralizante trabajar en un dominio que
abarca el desmesurado infinito, el tiempo sin tiempo que es la eternidad? Sí,
tal vez. Pero, para evitar aquella parálisis, ha surgido la teoría del Big
Bang, que pone un punto de partida —una explosión de la materia ocurrida hace
más de trece mil millones de años y que prosigue su eterna expansión por el
espacio sin término— a esa eternidad y, aunque ambos conceptos sean
incompatibles, permite a los científicos trabajar con menos incertidumbre. ¿Y
si la teoría del Big Bang es popperianamente “falseada” en un momento dado?
Surgirá otra que rectificará lo alcanzado hasta el momento y permitirá
progresar por una vía distinta. ¿No es esa la historia de todas las ciencias,
sin excepción?
¿Han llegado los astrónomos a encontrar vida, o síntomas de
vida, en algún otro astro del universo? No, en ninguno. Pero esto no permite
afirmar de manera definitiva que sólo la Tierra tiene semejante privilegio,
entre otras razones porque los científicos sí han encontrado en astros
diseminados en distintos puntos del espacio casi todos aquellos constituyentes
necesarios para la vida. De modo que semejante descubrimiento —tener parientes
en algún rincón perdido del universo— podría ocurrir en algún momento del
futuro. ¡Y a ver si esos humanoides venusinos o marcianos se parecen a los de
la ciencia ficción o son más originales que los inventados por la fantasía
literaria!
¿Qué posibilidades hay de que el pequeño planeta Tierra
desaparezca por el impacto de un gigantesco aerolito que sería miles de veces
más grande que el que cayó por Siberia hace más o menos un siglo devastando un
enorme territorio? Muchas, si se tiene en cuenta que muy a menudo se registran
en el espacio sideral accidentes, es decir, hecatombes gigantescas que resultan
de desvíos de sus órbitas, o de falta de órbitas, en las trayectorias de
ciertas formaciones díscolas; y pocas si se considera que no ha ocurrido
todavía en la larguísima historia registrada del astro terráqueo. Pero, desde
luego que, como hipótesis, podría ocurrir mañana y devolver todo lo que existe
en nuestro entorno a la nada de la que salió hace algunos milloncitos de años.
Vistas desde la perspectiva de las estrellas, qué estúpidas y mínimas parecen
las guerras y todas las violencias de que está impregnada la historia de la
humanidad.
Pregunto al grupo que me rodea qué porcentaje de astrónomos
es creyente y, luego de cambiar pareceres, me dicen que probablemente un veinte
por ciento; los demás son agnósticos o ateos. Uno de estos amigos se apresura a
marcar la diferencia: “Yo soy creyente”. Y añade: “Y me siento perfectamente
cómodo compatibilizando mi religión con todo lo que descubre o descarta la
ciencia”.
Es cierto lo que dice, sin duda, y debe serlo también para
esa quinta parte de astrónomos cuya fe resiste a ese cotejo cotidiano a que
están sometidas sus creencias religiosas con las revelaciones —no sé si
llamarlas estupendas o terribles— que les hacen las estrellas. Pero yo entiendo
mejor a las otras cuatro quintas partes de científicos a los que su diario
trabajo sumerge en dudas y vacilaciones respecto a las ideas propagadas por las
religiones sobre el ser supremo que habría creado todas aquellas constelaciones
y todo lo que existe. Porque qué pequeñitos resultan los dioses que los seres
humanos adoran o han adorado enfrentados a este abrumador espectáculo
milyunanochesco de billones de billones de estrellas sembradas a lo largo de un
espacio sin fronteras, gravitando y sosteniéndose mutuamente, arrojando luz o
recibiéndola, y qué pobres las explicaciones de las religiones inventadas para
estas inexplicables preguntas: ¿cómo fue posible todo esto? ¿Pudo ser puro
azar, conjunciones y constituciones misteriosas como casualidades, las que, de
pronto, en ese universo helado hicieron brotar la vida, aquí, en ese planetita
sin luz propia que es el nuestro? ¿Es más o menos convincente que fuera no el
azar sino un ser superior, dotado de infinita sabiduría, el que, tal vez
aburrido de su eterna soledad, creara esta maravilla tenebrosa que es la
historia humana? Las mejores respuestas —las más bellas e imaginativas— a estas
preguntas, posiblemente no estén en las estrellas ni en la religión, sino en la
literatura.
© Mario Vargas Llosa, 2018
© El País (España)
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