No se sabe
hasta dónde llega la crisis, pero la realidad
de la economía es menos tremenda.
Por Roberto García |
Parece que la consigna periodística fuera decir lo
contrario de lo que expresa el Gobierno. Durante casi tres años se intentaron
vender desde la Casa Rosada pajaritos de colores, flores aromáticas, brotes
verdes, el arte de vivir, sin considerar observaciones a cierto desatino
económico. Se tildaba de energúmenos a los simples voluntarios del avistaje.
Ahora, sucede al revés.
Mientras unos pocos advierten que en lugar de
choque hubo un traspié brutal e innecesario, en vías de recuperación, la
vocería oficial se muestra escéptica, cautelosa, prefiere jugar al pesimismo en
vez de aplicar aquella terquedad optimista que ofrecía promesas falsas.
Le costó caro ese repertorio a la administración. Aun así, aquellos
críticos de antaño son indeseables hoy cuando, a la inversa de la opinión
gubernamental, delatan mejoras inesperadas en los mercados o calamidades que
han sido evitadas.
Hace 15 días, en estas páginas de PERFIL, se
conjeturaba que los desbordes económicos parecían controlados y que nadie del
exterior, aun sin poner plata, podía suponer una escalada de la crisis antes
del G20 en noviembre. No se creía. Ahora, con más precisión, puede
decirse que la catástrofe anunciada no se produjo, que la corrida cambiaria se contuvo y sin aterrizar
en los bancos provocando una debacle, tampoco hubo default y el dólar jamás
trepó a 32 como se había anticipado (permanece estable hace casi un mes en una
breve franja, seguramente de corta duración).
Tampoco se desbarrancó la caída del empleo y las
exportaciones, a pesar de la sequía, continúan en cierto nivel. Macri
puede entonces dormir con menos sobresaltos, fantasear con la triple reelección
(Nación, Capital y Provincia de Buenos Aires) e insistir en lo que llama el
“camino correcto” por donde nunca anduvo. Alivio: también se disipó en parte
esa recurrente pesadilla judicial, tan común a sus antecesores en los finales
de mandato, de que un siniestro desenlace personal lo podía afectar si no se
cortaba la gangrena de los idus financieros y el huracán del tipo de cambio.
Escaldados tal vez, los funcionarios se han vuelto medrosos en
comparación al pasado, evitan recitar viajes al paraíso escriturado y hasta
usan corbata más a menudo respetando a los interlocutores. Son símbolos
atendibles por el temor de la paliza sufrida y debido a que aún resta descifrar el fantasma de la inflación y el peso de la deuda.
O, como sugiere un amigo, el Gobierno vive en delay
–si así no fuera, no hubieran sido sorprendidos en la crisis–, igual que los
medios proclives, tan beneficiados por la gestión, retardados para entender la
inundación y, luego, los mecanismos probables para superarla. Llegan retrasados
cuando ya empeoró y vuelven a retrasarse cuando empieza a mejorar. Y eso que se
dedican a divulgar noticias.
Destiempos. Igual que los políticos de la oposición, los que se
hicieron rulos ante cualquier novedad adversa al Gobierno, proclamando
candidatos a granel y, en el kirchnerismo en particular, apareciendo
figuras como D’Elía que en una exaltación trasnochada propuso la piadosa idea de fusilar a Macri en la Plaza de Mayo.
Nadie más agradecido con el fusilamiento que el
aparato de prensa del Gobierno: nunca encontraron una asistencia tan favorable
de un enemigo.
Y, se supone, a bajo costo. Teoría que sin duda debe compartir la ex mandataria, agravada por el dato de que D’Elía no figura entre sus preferidos. Ese delay contagioso, circulante, intoxicó al sindicalista Moyano, quien decidió volver al protagonismo y ocupar el cargo de su hijo Pablo como mastín de los Baskerville para ladrar contra el ego presidencial, olvidando que Macri nunca tolera esa ofensa (recordar que, al igual que Cristina, a empresarios o contertulios siempre se les reclama adhesión pública al Ejecutivo, misión que a pie juntillas y sin sonrojarse también cumplen todos los ministros cada vez que hablan).
Desafiante, la bestia negra que lanzaba fuego por
la boca según Conan Doyle, con su propio ego a cuestas sostuvo que en el Gobierno
lo odian porque frenó la reforma laboral y porque rompió la pauta salarial. Dos
afirmaciones falsas, autocomplacientes, ya que la reforma nunca fue prioridad y
el tope ya había sido quebrado por otros gremios.
Curioso: nunca habla de plata en estas declaraciones. Desplazar a su hijo, a Moyano le resultó fácil. Pero el
nuevo rol familiar se traba en el resto de su circuito sectorial: no pudo
destronar al triunvirato que preside la CGT para elevarse, único en su
lugar, creyendo que ese título nobiliario le podría endulzar la infinidad de
causas judiciales que lo persiguen con amenaza de presidio.
Ni sus colegas lo acompañan en ese proceso, sean
los gordos, Luis Barrionuevo u otros de pelaje semejante. Más
bien se fastidian con esas pretensiones a pesar de que uno de los triunviros
actúa como propio del camionero o vicario del Papa en la rama sindical
(Schmid).
Tampoco logró asistencia para una protesta salvaje
por la voluminosa multa que le impuso el Ministerio de Trabajo por violar una
conciliación obligatoria, aunque todos saben que esas medidas se congelan en
tribunales. Tanto que, en su momento, Moyano ya sorteó un castigo semejante e
incobrable que le impuso Cristina de Kirchner. A la que está
pensando en volver si la presión macrista se multiplica o si vislumbra que
puede “ir en cana”, como él mismo dice, aunque jura que esa contingencia no lo
altera. Hasta que suena el click de la puerta que lo encierra, claro.
Imágenes. Son muchas y variadas las fotografías de un país
estancado. O en retroceso. No solo con delay. Oficialismo y oposición como
sociedad, al revés del mundo, se salen del molde universal, en el que la
mayoría de las naciones progresa (siempre habrá de mencionarse a Norbert
Elias como uno de los divulgadores de esa tendencia evolucionista).
Basta comparar los patéticos resultados en economía o educación de
la Argentina para entender ese proceso decadente de los últimos 60 años. Si
hasta en algo más pedestre, los hábitos de la audiencia, se reiteran conductas.
Por ejemplo, el éxito de El Marginal, una serie de la TV local que
parece una secuela escabrosa de violencia en villas y cárceles como ocurriera
en el siglo pasado, en el mismo Canal 7, cuando se novelaba y arrasaba el
clima vandálico del luego derrumbado Albergue Warnes, con Alberto de
Mendoza como protagonista.
Se repite temática, público, ambiente,
hacinamiento, de aquel conjunto de edificios que no pudo convertirse en
hospital y que sin luz, agua ni desagüe, llegó a tener más de 600 familias con
almacén, peluquería y prostíbulo. Persiste el morbo en la pantalla, solo que
ahora los contingentes de miseria han multiplicado extraordinariamente su
número, no son una isla en un barrio, son algo más que un barrio, constituyen
casi una ciudad. Y no parece casual lo que ocurre.
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