Por Loris Zanatta
Reunidos en Managua, los gobiernos de Nicaragua, Venezuela y
Cuba han celebrado la revolución sandinista: tienen buen estómago, para hacerlo
en estos días. Interesante: quedan tres y se abrazan para no caerse. ¿Les
convendrá? Ojo a no ahogarse juntos.
Quien está peor es Caracas, quien más flota es La Habana, la
más cercana a hundirse es Managua. No digo que suceda y no recomendaría
apostar, pero no lo excluiría. Sé que muchos piensan: si son impopulares,
caerán. Bendita inocencia. En realidad, la pregunta correcta es la contraria:
tienen todo el poder: ¿por qué deberían caer? Esos tipos de régimenes caen
porque pierden una guerra: como el fascista; o porque colapsan: como el
soviético. En América Latina, corre mucho riesgo quién se pelea con la Iglesia:
pregúntenle a Perón. Y Daniel Ortega tomó ese camino.
Qué personaje, Ortega: Margaret Randall, feminista y revolucionaria,
lo recuerda en la Cuba de los años 70, un colegial en la corte de Castro. Hacía
fotocopias para el jefe, se expresaba en monosílabos: hasta cuando el régimen
de Somoza colapsó, los sandinistas triunfaron y se encontró catapultado dentro
la historia; una exageración. Ahora repite con vehemencia y como un loro las
consignas revolucionarias que ya sonaban anacrónicas hace treinta años: "Y
que el imperialismo no pasará, y patria o muerte, y que el pueblo es heroico, y
que el destino, y que la historia, y que la fe", toda la parafernalia de
cristianos viejos que desenvainan la espada contra los infieles. Dicen que
están dispuestos a morir pos su causa: quiere decir que también están
dispuestos a matar. Y lo hacen. De hecho, ya ha matado a más de 300; compite
con Maduro, a ver quién es más asesino.
Pero, ¿en qué clase de mundo viven? En un mundo muy extenso,
desgraciadamente. Un mundo donde la ideología es fe, la política es religión,
la opinión es dogma; un mundo sin secularización, donde se bendice al amigo y
castiga al enemigo. La culpa la tienen la pobreza y la injusticia, se
justifican esos personajes. La coartada habitual. ¿Y si fuera al revés? ¿No
será precisamente esta forma de entender la política la causa principal de la
pobreza y la injusticia? Anteponer la fe o la ideología al respeto por la ley,
por las instituciones, por la libertad de los individuos, es la mejor manera
para reproducir a lo infinito la inestabilidad y la facciosidad que tanta
pobreza e injusticia causan.
Ortega atacó a la Iglesia, como Maduro: usaron palabras
ultrajosas, la acusaron de golpista, de ser enemiga del pueblo, vendida a la
"oligarquía", porque "oligarquía" llaman a todo lo que no
pertenezca a su "pueblo"; al infiel, en resumen, al marrano. Quién
sabe qué opina el Papa de todo esto: de Nicaragua habló muy poco, de Venezuela
menos. Son crisis embarazosas: no hay gobiernos "neoliberales" para
poner en la cruz, sino movimientos nacionales y populares. El espectro del
conflicto entre Perón y la Iglesia lo persigue. Debe ser por eso que aceptó la
renuncia del Arzobispo de Caracas, que hizo tanto contra Maduro: no había tanta
prisa, apuntaron muchos, que en el gesto vieron la enésima mano extendida al
régimen. Es curioso: Ortega realizó su ardiente discurso en la Plaza La Fe; así
se llama. Ninguna paradoja: el presidente invoca la Biblia como fundamento de
su política; siempre lo hizo. En el nombre de Dios, él mata a aquellos a
quienes la Iglesia, en nombre del mismo Dios, defiende: el estado de derecho no
cuenta y las instituciones políticas son como corderos gimoteantes a la sombra
de la cruz.
Aún más simbólico es que la Plaza La Fe donde Ortega agitó
el garrote contra la Iglesia, se llame así en honor a Juan Pablo II. Esto nos
obliga a un salto hacia el pasado y nos recuerda que Nicaragua es inmersa en
este tipo de guerra religiosa desde hace cuarenta años: el Papa polaco visitó
Managua en 1983 y tuvo enfrentamientos épicos con la dirigencia sandinista, que
organizó una celebre silbatina durante su misa. Al Papa no le gustaba el
marxismo cristiano del gobierno, o más bien su cristianismo marxista. A Ortega
no le importaba: se creía más católico que el Papa y en el gobierno tenía tres
ministros sacerdotes. Pero sacerdote, arzobispo además, era también su mayor
enemigo, Miguel Obando y Bravo, y lo fue hasta la derrota electoral de 1990;
cuando, olfateando lo peor, Ortega y su gente se repartieron la piñata de los
bienes públicos. Desde entonces, Obando y Ortega hicieron las paces, el trono y
el altar volvieron a cantar al unísono y a reinar juntos. Hasta hoy, cuando la
sangre en las calles impide que todos sigan desconociendo lo que se conoce
desde hace años: Nicaragua sandinista, prima de Venezuela e hija legítima de
Cuba, no es una democracia. Más vale tarde que nunca.
El conflicto de Ortega con la Iglesia es, mutatis mutandis,
similar al visto mil veces en la historia: el régimen aspira a reunir poder
político y poder espiritual, el sandinismo pretende encarnar el verdadero
mensaje cristiano; como una vez, y para algunos aún hoy, el peronismo. La
Iglesia no puede aceptar la usurpación de su rol y función, y reacciona. ¿Pero,
si la causa del conflicto es similar, cuál será el resultado? Cuando, espero
muy pronto, Ortega caiga, ¿será una victoria para la democracia o para la Iglesia?
En el primer caso, Nicaragua podrá dar vuelta la página, lamerse las heridas y
dedicarse a construir un sistema institucional sólido; en el segundo caso, se
puede estar seguros de que la guerra religiosa se reanudará antes o después,
porque la Iglesia es parte del problema, más que de la solución. Harían bien en
tenerlo en cuenta aquellos obispos y sacerdotes que en Argentina usan el
púlpito para erigir todavía hoy una parte política en vehículo de la fe:
perjudican a la democracia, a su país, a la Iglesia. ¿Cuánto tiempo y cuantos
ejemplos más necesitan para entenderlo?
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario