Por Javier Marías |
Cómo
es que, por ejemplo, los alcaldes y alcaldesas tienen capacidad ilimitada para
transformar las ciudades que temporalmente gobiernan de manera irreversible, y
con total impunidad. Cómo es que no hay —o si lo hay, no se hace notar— algún
organismo complementario o superior que ponga freno a sus arbitrariedades,
sobre todo cuando afectan irremediablemente al paisaje, a la estructura y al
carácter del lugar. Por mucho que estemos en una democracia desde hace cuarenta
años, la manera de mandar de muchos sigue siendo la propia de los largos años
dictatoriales. No pocos individuos que acceden a un cargo se sienten no sólo
omnipotentes, sino facultados para realizar sus caprichos y ocurrencias sin
atender al daño que causan, a veces definitivo. No se sabe por qué, tanto Ana Botellacomo Manuela Carmena se
han dedicado a complacer al colectivo ciclista en un espacio más bien
contraindicado para la bici, por las largas distancias y las pronunciadas
cuestas. La prueba del disparate la tengo cerca: Botella acometió una obra de
meses para crear un inútil carril-bici en la calle Mayor, transitado, a lo
sumo, por una docena diaria de pedaleantes. Lo mismo ha
hecho Carmena con Santa Engracia, hoy destruida e intransitable,
Alcalá y otras vías. El cierre de la Gran Vía al tráfico es ya y va a ser un
descalabro monumental para comerciantes, hoteleros y la ciudadanía en general.
En este caso, además, como en el de la Plaza de España, la alcaldesa y su
cínico equipo organizaron referéndums-farsa para “quedar bien”, cuando ya
estaba todo decidido antes de que votaran los cuatro partidistas que se
prestaron a la pantomima. Y no olvidemos que Gallardón quiso pulverizar uno de
los más armónicos espacios urbanísticos de Europa, Recoletos y el Paseo del
Prado. Baronesa Thyssen aparte, sólo lo impidió la crisis, la falta de dinero
para consumar la tropelía. Y ahora a Carmena no se le ocurre otra majadería que
crear una “playa” —sí, con arena a raudales— en plena Plaza de Colón. Aún no sé
si nos hemos salvado de tal porquería, porque la señora y sus palmeros están…
eso, batiendo palmas ante el estropicio que preparan junto con unos
desaprensivos.
Así que también
resulta incomprensible y escandaloso que un solo individuo, recién llegado al
poder, tenga la potestad de cargarse en un solo día de fatuidad el trabajo de
cuatro años y la ilusión de muchos millones de españoles. Sí, claro, aquí hay
que contar con el egoísmo, y nunca con el interés de los demás: Florentino
Pérez es un constructor, y me imagino que suele ir a lo suyo. Era natural
que, al fichar a
Lopetegui como entrenador del Real Madrid, le trajera sin cuidado el
perjuicio que nos podía ocasionar a todos. Lopetegui ha ido asimismo a lo suyo
sin importarle su compromiso previo, aunque no le arriendo la ganancia: ojalá
me equivoque, pero no lo veo terminando la temporada en el puesto en que la
iniciará. Inoportuno, feo y desconsiderado lo hecho por el Madrid y el
exseleccionador. Pero mucho peor todavía la reacción autoritaria, chulesca,
engreída del novísimo Presidente de la Federación, Rubiales. Dos fechas antes
del comienzo del Mundial, lo sensato y generoso habría sido encajar con flema
el desmán ajeno y esperar al término del campeonato, poniendo por delante los
mencionados trabajo e ilusión. No podía ser tan ingenuo como para creer que
semejante rabieta no iba a desconcertar, desestabilizar y desalentar a los
jugadores, como sucedió. Tuvimos que soportar partidos narcotizantes, en los
que el balón iba de un lado a otro sin propósito, como si se hubieran olvidado
de que el fútbol consiste en meter goles para ganar. Infinitos pases
horizontales y hacia atrás, un equipo deprimido y sin la menor incisividad, con
un portero estático que contagiaba al resto. Era fácil prever que ocurriría
algo así. El cabreo del ofendido Rubiales se impuso sin cortafuegos, sin
consultar ni escuchar. Como a menudo acontece en España, en cuanto a alguien se
lo elige o nombra algo, se inviste de autoritarismo; es como si se dijera en el
acto: “Se van a enterar de que ahora mando yo. A mí nadie se me sube a las
barbas, y decapito a quien ose hacerlo, aunque con ello destroce el trabajo de
cuatro años y la ilusión de millones”. Así funciona todo aquí, por fortuna con
bastantes excepciones. Ese es el máximo legado silencioso franquista, la
verdadera pervivencia del dictador. El egoísmo de cada parte, que se ha de dar
por descontado, y la destemplanza y engreimiento de muchos al alcanzar el
poder, cualquier poder. Más alarmante que la permanencia de los restos de
Franco en su tenebroso mausoleo es el estilo de mando que de él han heredado
numerosos cargos democráticos de derechas e izquierdas, llámense Gallardón,
Botella, Carmena, Torra/Puigdemont, Villar, Rubiales o Colau. Por no hacer la
lista más larga.
© El País Semanal
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