Por Gustavo González |
El flamante
ministro Dante Sica es
el Voltaire del PRO, representante de un pesimismo filosófico que vino a
parodiar el optimismo macrista de la sonrisa permanente: “El segundo semestre
va a ser mucho más difícil”, “las pymes comenzarán a sufrir”, “somos el país de
América Latina más frágil”, “la cantidad de cheques rechazados genera alerta en
los bancos”, “la devaluación se está trasladando a los precios”, “no sabemos
todavía cuánto valen las cosas”.
No fueron frases
sacadas de contexto ni revelaciones inconvenientes de un off the record. Son
las afirmaciones que el ministro de la Producción realizó a lo largo de los
últimos días frente a distintos medios y empresarios.
Para confirmar que
no se trata de un outsider del oficialismo o de un opositor infiltrado, sus
dichos fueron ratificados con otras palabras por Dujovne, Vidal y el mismo
Presidente.
Quienes suponían
que antes no estábamos tan bien, a prepararse. Según el nuevo pronóstico
macrista, lo que viene será peor. ¿Será peor?
Hipertimia. El optimismo
no es solo un estado de ánimo, es una corriente filosófica que sostiene que
“vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Sus orígenes se remontan a la
religiosidad de principios del siglo XVIII, pero llegan al presente y hasta se
filtran en el “si sucede, conviene” que Tinelli y otros famosos repiten como un
mantra atribuido a Ravi Shankar, el gurú admirado por Macri.
Desde lo político,
el optimismo está asociado con el conservadurismo, por aquello de que los
únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, ya que para los
optimistas está OK.
Las sucesivas
campañas electorales del macrismo respondieron a la estética y a las consignas
de ese optimismo religioso y político. Frases esperanzadoras, mensajes
positivos, música alegre y clima festivo. Con un montaje similar al
que rodea a los pastores evangelistas, pero sin la carga de pecado.
Compartiendo el mensaje de que todo tiene solución tras algún tipo de ofrenda
(un diezmo o pagar el aumento del gas y la luz), pero en lugar de un Cristo
salvador, dirigentes que intentan parecer hombres comunes.
Es la actualización
posmoderna de esa corriente inaugurada por el teólogo Gottfried Leibniz. Para
el macrismo, el kirchnerismo era una anomalía en ese feliz devenir.
El PRO no fue solo
la sigla ganadora de un partido inexistente, sino el sello de un clima de
época. Incluso su último adversario presidencial, Daniel Scioli,
también es un adherente histórico de esa forma “pro” de ver la vida.
En los momentos de
mayor exaltación de optimismo de la campaña 2015, tanto Macri como Scioli
parecían poseídos por una hipertimia, esa patología que hace pensar a quien cae
de un avión que, un metro antes de estrellarse, las cosas aún están bastante
bien.
Hipomanía. Pero desde la
corrida cambiaria las sonrisas se apagaron. Uno de esos días oscuros de mayo,
tras visitar Casa Rosada, Carrió salió preocupada: “El problema de estos
muchachos es la depre”.
Después llegaría el
préstamo del FMI, el ascenso a grado de emergente, el adiós a Sturzenneger,
Aranguren y Cabrera y el reconocimiento de una mayor inflación, ya sin meta
capaz de ser incumplida.
Las novedades no
mejoraron el ánimo de los funcionarios ni de los mercados. Y se comenzó a
transparentar ese sentimiento oficial de que “las cosas no están saliendo como
habíamos pensado”.
En la reunión de
gabinete del martes, Marcos Peña debió intervenir para que sus colegas
aflojaran con las malas nuevas. Al día siguiente intentó transmitir algo
del viejo optimismo en el Senado. Pero ni su bancada se convenció.
Pasar de la
hipertimia al extremo contrario de la hipomanía representa otra patología, la
bipolaridad. Aunque algún funcionario alegue con triste ironía que no
ingresaron a la etapa de un pesimismo crónico, sino de un optimismo informado.
Lo cierto es que la
estrategia comunicacional positiva llegó a su fin junto con los últimos números
favorables de la economía del primer trimestre y la posterior corrida
cambiaria.
El neopesimismo
refleja el estado de ánimo de un gobierno shockeado, pero sobre todo
la necesidad de no quedar caricaturizados como exponentes de un optimismo bobo
ante una realidad preocupante. El clima social cambió y ni siquiera la
Selección pudo acercar una dosis de alegría.
El PRO es pro, pero
también es Cambiemos. Ni aquel optimismo iniciático macrista estaba
exento de estrategia electoralista, ni este neopesimismo es ajeno a la
necesidad de cambiar una herramienta que con el exceso de uso dejó de ser útil.
En cualquier caso,
el Gobierno necesita una nueva forma de relatar su gestión. Un nuevo realismo
que vuelva a generar confianza y que le encuentre una razón a lo que está
pasando. No es tarea de Dujovne, Caputo ni de los técnicos del gabinete.
Es una
responsabilidad política indelegable de Macri y Peña, en todo caso apoyados en
la mesa chica que integran Vidal y Larreta. Pero antes, deben terminar de
definir bien hacia dónde quieren llevar la economía en el último año y medio de
gestión. De eso dependerá su futuro y el de todos.
La mirada
economicista de que con un sello de emergente, el apoyo del FMI y un cambio de
nombres se regeneraría la confianza y los inversores ahora sí llegarían, se
enfrenta con la crisis real de un país que depende del consumo interno y de un
mundo turbulento. A los inversores no les suelen atraer las economías
recesivas, con empresarios locales que no invierten porque no saben si habrá
consumo para comprar sus productos.
Frente a la
razonabilidad monetarista del plan “baja de déficit-baja de
inflación-crecimiento”, los empresarios se dejan tentar más fácil por la secuencia
“consumo-baja de inflación-baja de déficit”. Algo no muy distinto a esto último
fue lo que sucedió en la segunda mitad de 2017, que finalizó con un PBI de casi
el 3%, y un descenso tanto de la inflación como del déficit.
Pero desde
diciembre, la reducción del déficit fiscal volvió a representar la mayor utopía
nacional y los nuevos tarifazos su herramienta más dolorosa. Entonces, no hubo
baja de inflación, sino todo lo contrario, y la proyección de crecimiento
tiende peligrosamente a cero.
El cambio de ánimo
que expresan los funcionarios es espejo del cambio de ánimo social y la pérdida
de confianza de cierta mayoría en que íbamos hacia “el mejor de los mundos
posibles”.
La economía parece
una ciencia exacta porque usa los mismos símbolos numéricos de las ciencias que
sí lo son. Pero es una ciencia absolutamente social para la
cual la psicología individual y colectiva es esencial para predecir o promover
comportamientos económicos. Recrear la confianza que lleva a unos a consumir
suponiendo que podrán pagarlo y a otros a producir imaginando que habrá
compradores, es la medida económica más importante que podría tomar el
Gobierno. Y es una medida política.
Optimismo racional. La batalla
comunicacional por implantar la épica social del déficit cero es difícil de
ganar. Más sencillo sería explicar la ventaja del dólar alto (porque las
desventajas son evidentes), que en estos días ya se nota en la derivación del
gasto turístico hacia el interior del país y en el mediano y largo plazo podría
significar el regreso a una balanza comercial positiva que provea el ingreso de
dólares genuinos.
Tampoco sería tan
complicado recrear un clima político que aporte cierta predecibilidad
institucional.
Si antes era atendible desde el egoísmo electoral no darle aire a rivales como Massa o Urtubey, y azuzar la amenaza Cristina; ahora, por el mismo egoísmo, un diálogo con ese peronismo no K podría sumar tranquilidad. Porque Macri seguiría apostando a la reelección, pero el metamensaje traduciría a los mercados que si no es él será alguien que garantizaría la continuidad de políticas de Estado.
Quienes gobiernan
tienen la dura misión de mantenerse ajenos a los abruptos cambios de ánimo del
ciudadano común. Y ser racionalmente optimistas porque, como decía Churchill,
no parece muy útil ser otra cosa.
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