Por Arturo Pérez-Reverte |
Las veo a menudo, como digo, pues ese actor y sus películas me
provocan un estado próximo a la felicidad. Y no sólo porque muchas de esas historias
dirigidas por Monicelli, Fellini, Risi, Zampa, Steno y otros sean obras
maestras, sino porque con el tiempo, gracias a ellas y a su intérprete,
comprendí mejor Italia y a los italianos. Mi amor por ese país, mi afecto por
sus gentes, mi envidia por sus virtudes y mi indulgencia ante muchos de sus
defectos, también se los debo a ellas. No exagero si digo que Alberto Sordi me
hizo amar Italia.
Hace poco vi por sexta o séptima vez mi película
favorita entre las suyas: Una vita difficile (1961). Y unos
días antes dediqué una tarde a un magnífico programa doble, Il marchese
del Grillo (1982) y Tutti a casa (1960), que rematé
por la noche con L’arte di arrangiarsi (1955). Y no es sólo
que Sordi, con su voz prodigiosa, con su extraordinaria capacidad para protagonizar
desde la más hilarante comedia –Il vedovo (1959)– hasta la tragedia
más sobrecogedora –Un borghese piccolo piccolo (1977)–, sea un
actor inmenso, sino que conjugó como nadie el peculiar verbo ser
italiano. Albertone, así lo llamaban cariñosamente sus compatriotas
–su muerte hace quince años fue un duelo nacional–, interpretaba con
naturalidad, a veces en un mismo personaje, lo más admirable y también lo más
detestable de su patria. Sus vicios y sus virtudes. Podía asquear y conmover de
una secuencia a otra, arrancar carcajadas o lágrimas. Y es significativo que,
en una famosa encuesta sobre cine y actores, los italianos dijesen que querrían
parecerse a Mastroianni, Gassman y De Sica; pero que, a la hora de la verdad,
con quien se identificaban de verdad era con Alberto Sordi, que los había
encarnado como nadie. Por algo la biografía que le escribió Giancarlo Governi
se tituló simplemente Il italiano.
Conozco también el cine español del tiempo en que
Sordi hizo sus mejores películas, y eso acrecienta mi admiración por él y por
quienes lo dirigieron en la pantalla. Durante esos años, en España tuvimos
grandes actores: Fernán Gómez, José Luis Ozores, Tony Leblanc, Manolo Morán,
Mayo, Closas, López Vázquez, Alfredo Landa y otros que encarnaron, a su manera,
al español de entonces. La diferencia es que ese español, por divertido y
tierno que fuese –pocas veces fue trágico–, era más falso que un duro de plomo,
filtrado siempre por el franquismo y su censura. Aquel compatriota nuestro
interpretado en el cine apenas tenía que ver con la realidad; y la pareja
encarnada por cualquiera de esos buenos actores con Concha Velasco –quizá la
más enorme y versátil de nuestras actrices– o alguna otra chica de la Cruz
Roja, con su pisito y su casta vida de novios con final feliz, nada tenía que
ver con la realidad de una España que sólo apuntaba su verdadero rostro gracias
al talento y sutileza de unos pocos directores, en obras maestras como Atraco
a las tres (1962), La caza (1966) o Calle
Mayor (1956). De modo que, a diferencia de aquella Italia con su cine
ácido y libre, capaz de burlarse de sí misma con audacia y talento, al
verdadero español sólo era posible vislumbrarlo en esa época muy de lejos,
leyendo entre líneas, en la blanda picaresca –tolerada por políticamente inofensiva–
de Antonio Garisa, Gómez Bur, Pepe Isbert o el gran Tony Leblanc de El
tigre de Chamberí (1957) o Los tramposos (1959).
Por eso, cuando hay cosas que llegan a niveles poco
soportables –lo que con los años ocurre a menudo–, a veces busco analgésicos en
las viejas películas y recurro a Alberto Sordi: me reconcilia con el ser humano
la extraordinaria secuencia final de La grande guerra (1959),
repaso una y otra vez la escena de Una vita difficile en la
que se aleja de su mujer escupiendo entre los coches, y cada vez pienso que los
españoles, tan firmes en nuestros fanatismos, tan tenaces en nuestros odios,
seríamos mejores personas de haber tenido un cine que, como a los italianos,
nos hubiera hecho compartir risas y lágrimas, mostrándonos sin complejos lo que
somos y lo que podríamos ser. Enseñándonos, sobre todo, l’arte di
arrangiarsi. El arte de, frente a un Estado casi siempre infame,
arreglárnoslas con humanidad entre nosotros.
© XLSemanal
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