Por Martín Caparrós |
Mirar fútbol es sentirse parte. Nada más aburrido
que ver un partido y mantenerse neutro. El fútbol también consiste —¿consiste
sobre todo?— en identificarse, en querer “que ganen los míos” o, mejor, “que
ganemos nosotros”: armar plurales imposibles. Así que cuando uno está lejos de
esos equipos en la cancha tiene que armar afinidades, y es un arte.
Es fácil cuando, aunque no juegue tu país, juega
uno vecino o querido, uno donde viviste o querrías vivir, uno que te interesa.
Pero cuando no hay nada de eso la afinidad es una construcción laboriosa,
caprichosa.
¿Cuántos argentinos, por ejemplo, querían hoy que
ganase Bélgica sin tener la menor relación con Bélgica, solo porque detestan a
Inglaterra? ¿Cuántos que ganara Inglaterra porque es el país de los Beatles o
los Stones o porque vieron últimamente Downton Abbey? ¿Cuántos,
como yo, que ganara Bélgica porque su mejor jugador, Eden Hazard, es, como
yo, fan confeso de
Juan Román Riquelme? ¿Cuántos, como yo, que ganara Inglaterra porque el otro
día leí la historia de la vida difícil de Raheem
Sterling y me emocionó?
Unos quieren que pierda el equipo que le ganó a su
equipo por venganza, otros quieren que gane el equipo que le ganó a su equipo
por soberbia; unos quieren que gane tal país porque hay un jugador que juega en
el club que le gusta, otros quieren que no gane porque hay un jugador que juega
en uno que no —y así de seguido y así hasta el infinito—. Las razones son
variadas, impredecibles y volátiles: no es raro que alguien quiera que gane uno
y al rato el otro y después quién sabe. A veces es solo para que el partido se
mueva, se ponga más sangriento; a veces, como hoy, para que siga.
Porque valía la pena. Creo que no había visto nunca
un partido “por el tercer y cuarto puesto”. Su nombre ya lo hace sospechoso:
nunca nadie llamó a una final “un partido por el primer y segundo puesto”, y en
cambio este se llama así: por el tercero y cuarto. Es, lo sabemos, el partido
que nadie querría jugar, la pesadilla. ¿Y usted, señor, qué es lo que más teme
en este Mundial? No sé, llegar casi, estar a punto de jugar la final y terminar
jugando por el tercer puesto. Es, sin duda, una crueldad: obligación de sábado
para dos docenas de muchachos que acaban de perder la gran oportunidad dominguera
de sus vidas.
Pero suelen ser buenos partidos. En las cuatro
finales de este siglo se metieron cuatro goles en los noventa minutos de
partido; tres de ellos terminaron empatados, uno 1-1 y dos 0-0. O sea: partidos
atenazados, difíciles, miedosos. En los cuatro partidos por el tercer puesto
hubo ganador y se metieron 17 goles. Para ver fútbol, parece, el tercer puesto
es mejor que el primero. Lo juegan, supongamos, más tranquilos.
Y el de hoy no defraudó. Ya a los tres minutos
Bélgica dio una clase práctica de contraataque y en tres toques larguísimos
construyó un gol con la menor cantidad de elementos posibles, un gol donde no
sobró nada. Hay quienes dicen que la perfección de cualquier producción humana
—un poema, un colador, un coche, un gol de contragolpe— es que cada una de sus
partes esté justificada, que ninguna parezca superflua, todas necesarias.
Pero hemos vivido años de barroquismo: el tiki-taka
hispano-catalán se basaba en el despilfarro, la pelota que va y viene y nos
marea y marea hasta que, de pronto, ese mareo se transforma en gol. Y el
barroquismo hispano-catalán ganó partidos y torneos y se convirtió en la
aspiración de muchos. Pero los estilos van y vienen, se suceden y se
contradicen: siempre fue así, en la historia del arte y de las malas artes.
Solo que, a diferencia de otras disciplinas, lo que
marca el dominio de un estilo deportivo no es un cambio en el gusto general
sino el triunfo. Decíamos: esa ficción de orden que el deporte ofrece implica
que en él, a diferencia de la vida, se sabe quién gana y quién no gana. Y ahora
parece que el estilo que gana partidos es el más directo,
menos cargado, así que quizá se imponga en los próximos años.
El gol belga obligó a los ingleses a intentarlo
desde muy temprano. Bélgica se dispuso a esperar y contraatacar pero a
Inglaterra le pasó lo mismo que contra Croacia: no
supo cómo reaccionar porque —parece que— no tiene con qué. Inglaterra hasta
ahora había hecho 12 goles y solo tres llegaron por jugada,
o sea: no tiene gran idea de cómo hacer un gol. Faltaba un armador,
precisamente, alguien que condujera y ordenara; mi querido Sterling fracasaba.
Bélgica, en cambio, amenazaba en cada contragolpe.
Y poco a poco se fue quedando con el partido, que Inglaterra no sabía
controlar. No metía más goles porque Lukaku estaba torpe —pero los pases de De
Bruyne y de Hazard eran “tomá, metelo”—. El partido tenía un secreto no muy
bien guardado: los belgas son mejores jugadores. Y tienen ese 10. En este
Mundial juegan dos 10 de verdad, a la sudaca —de esos que
están para armar juego mucho más que para rematarlo—, y uno es croata, el otro
belga.
En el segundo tiempo los ingleses salieron
dispuestos a cumplir con su parte: atacar, aunque no supieran exactamente cómo.
Rondaban el arco belga pero no terminaban de meterla por problemas técnicos:
sus muchachos no resolvían como debían porque no paraban o pateaban o centraban
como habrían debido. A veces las cosas son así de simples. Dominaban, parecía
que, en alguna confusión, podrían conseguirlo.
Y en esas estaban cuando los belgas produjeron la
mejor jugada del Mundial, que no fue gol porque Pickford, espléndido, le sacó la volea a Meunier después de
un recital de paredes y tacos en velocidad, tan precisos, perfectos. Y en la
jugada siguiente Eden Hazard hizo el gol que merecía y lo grité, confieso. ¿Se
acuerdan de todo ese rollo sobre la identificación? Yo entré como un caballo y
lo grité —y eso es lo que hace que el fútbol sea el fútbol—.
Bélgica es tercero. Hoy debe ser una resaca rara;
en unos años se volverá un orgullo. Mañana podemos discutir si es mejor o peor
que ser segundo.
© The New
York Times
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