lunes, 16 de julio de 2018

Cuerpos presentes

Imposición. La ley de trasplante salió casi en silencio, carente
de información y de debate.
Por Sergio Sinay (*)

De quién es el cuerpo de una persona? Por detrás de una ley recientemente sancionada y de un proyecto que ahora se discute en el Senado, resuena esta pregunta, que tiene ecos políticos, filosóficos y morales. 

Y como las personas no son solo cuerpos, sino una integración física-psíquica-espiritual, el interrogante se extiende a la voluntad, a la necesidad, a las ideas, a las creencias, a la intimidad y a la ética del individuo humano. Tanto en la flamante ley de trasplante de órganos, tejidos y células, como en el proyecto de despenalización del aborto, asoman respuestas a la pregunta inicial.

De manera autoritaria la ley de trasplante determina que, apenas una persona muere, su cuerpo es propiedad del Estado, al tiempo que niega a sus familiares la potestad sobre el vínculo, su necesidad de atravesar el duelo en los tiempos y modos que necesiten y hasta la opinión y las creencias sobre el tratamiento y la honra a los muertos. La ley se inspira en una supuesta solidaridad que deja de ser tal en cuanto se convierte en obligatoria, y al mismo tiempo, por la forma en que fue presentada públicamente, puede ser sospechada de extorsión moral. ¿Cómo cuestionarla sin arriesgarse a ser señalado como egoísta, insolidario, y casi antihumano? Se dirá que existe la opción de manifestar en vida la voluntad contraria. Pero ésta es una nueva imposición, en cierto modo anacrónica y caprichosa. ¿Por qué someterme a un procedimiento burocrático (que además no está definido ni reglamentado) sobre una cuestión que, hasta esta imposición, no estaba en el horizonte de mis preocupaciones esenciales? Si fuese al revés, es decir si tuviera la posibilidad de elegir y optara expresamente por donar mis órganos, mi acción sería de veras solidaria y moralmente valiosa.

Llama la atención que ninguna de estas cuestiones se haya discutido pública y socialmente, que la ley haya salido casi en silencio y que la ciudadanía, carente de información clara y precisa y de la posibilidad de debatir sobre el asunto, quede embretada en una disposición tan grave. Disponer autoritariamente de un cuerpo es una manera de no respetar la huella del paso de esa persona por la vida. Como si se aguardara compulsivamente su último aliento para proceder a desmembrarla. Con lo poco que sabemos sobre la muerte, que es el momento más misterioso de cada vida, a pesar de siglos de filosofía.

Por otra parte, si el proyecto de despenalización del aborto fuese rechazado en el Senado, y aquel acto siguiera tratándose como un delito (irresponsablemente se tildó de “nazis” y “asesinos” a quienes viven este drama), una vez más el Estado aparecería como regente, y acaso propietario, del cuerpo humano. Y, con él, de la persona, ya que ésta no es, vale repetirlo, solo un cuerpo. La discusión sobre el proyecto tiene, además, facetas inmorales y obscenas. Presiones sobre senadores. Negociación de votos a cambio de beneficios políticos, personales, partidarios o provinciales. Internismos. Intervención de instituciones que, más allá de discursos morales y espirituales, desnudan crudos intereses terrenales. Y, mientras eso ocurre, miles de mujeres siguen muriendo en condiciones indignas y clandestinas, como potenciales delincuentes. Son seres reales, tangibles, sobre cuyas vidas y decisiones se especula y se manipula con pavorosa levedad, sin la menor empatía ni compasión, ignorando la hondura del drama que la experiencia significa.

La legalización del aborto no significa obligación de abortar. Parece mentira que sea necesario aclararlo, pero cierta necedad obliga a hacerlo. Y la donación obligatoria de órganos no es solidaridad. El cuerpo es un territorio sagrado, intransferible. No se trata de un conjunto de órganos y miembros, sino del cimiento de la identidad, de la confirmación del ser en toda su extensión, tangible e intangible. No debe ser violado, ni en la vida ni en la muerte. Y ninguna institución, llámese Estado o como fuera, debería erigirse como su propietaria y legisladora. La moral empieza con el respeto al otro. Al otro de cuerpo presente.

(*) Periodista y escritor

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