Por Isabel Coixet |
La cifra me impresiona y, como sé que impresiona también al que
tengo enfrente, procuro que quede claro que a mí misma me impresiona más. Sé que
sigo viva y despierta y abierta al mundo y que, en días buenos, alguien puede
echarme dos o tres años o cinco menos. Pero espero con inquietud el día que mi
edad real me alcance y ya no me suelte: sé que está ahí agazapado, sé que
llegará. Como ya dijo Montaigne en uno de sus más amargos ensayos, el
problema de envejecer es que uno continúa siendo joven. Y un día una
persona arrugada, encorvada, confusa y ajena nos devuelve la mirada reflejada
en un escaparate y nos damos cuenta de que no es un o una transeúnte, sino
nosotros mismos. Y cuesta conciliar esa imagen que de nosotros tenemos con ese
ser que se acerca peligrosamente a la fragilidad y al encogimiento.
Sin embargo, en algunos momentos, sin que lo
busquemos, aparece en nosotros el niño de cinco años, la adolescente de
catorce, el joven de veintitrés. Nos invade una rabia sorda que, si no fuera
porque sufrimos de las rodillas, nos empujaría a tirarnos al suelo en cualquier
lugar y empezar a patalear, como un niño cuyos padres se empeñan en llevar de compras
a un centro comercial el día que empiezan las rebajas. Otras veces, una
canción, un olor, una palabra nos llevan a otros momentos de la vida: al
momento en que descubrimos a Mahler o a Bioy Casares, o a Cezanne, o a los
Talking Heads. Por un momento, vemos y oímos el mundo con ojos nuevos y oídos
nuevos. Perdemos la molesta sensación de dejà vu, de que cuando los
otros van nosotros hemos ido y vuelto mil veces, dejamos de ser seres
cautelosos, resabiados, desconfiados, se nos repliega el rictus de la amargura,
se nos alisa el entrecejo. Nos elevamos por encima de los años y las maneras y
las convenciones: por unos instantes brillamos sin edad y sin límites.
En mí, confieso que son más comunes los momentos de
rabieta: cada vez que veo las caras de Trump, de Orban, de Salvini o de Torra,
me tiraría al suelo golpeándolo con los puños con furia. No lo hago, claro
está, y me limito a musitar para mí: «¿Pero qué mierda es esta?, ¿pero qué
clase de mierda es esta?». A esto nos reducen los tipos que mandan ahora mismo:
no hay resquicio posible para el sentido común, la decencia, la empatía, el
honor: todo lo que desearías es darles un puñetazo o varios. Supongo que la
manera en que controlo mi espanto sin soltar improperios y no alzo la voz ante
los extraños es la señal inequívoca de que he entrado en la madurez con muy mal
paso.
© XLSemanal
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