Por Julieta Venegas (*) |
El jinete, por supuesto, es muy noble, pues en realidad
se trata de José Alfredo, el compositor de la canción. En mi imaginario
infantil se trataba de alguien que estaba huyendo de alguna situación
complicada. Me imaginaba cualquier cosa: que se había robado a la novia, o que
lo andaban persiguiendo por haber hecho algo.
Lo bueno de los corridos es que te cuentan una
historia y te puedes imaginar cualquier cosa, sin necesidad de saber si es
verdad o no. En el caso del “Caballo Blanco”, un clásico en nuestro repertorio
familiar, en realidad se trata de un auto que José Alfredo usó para cumplir con
una gira en el norte del país. Se ve que lo quería mucho, porque lo inmortalizó
en la forma de un caballo en esa canción. Pienso ahora en lo divertido que
debió haber sido para él escribir un corrido para su auto, donde pudo plasmar
todas las aventuras que debió vivir en su compañía, en una historia simple y
tan memorable como la de la canción.
José Alfredo viajaba mucho. Cuando su carrera
arrancó, ya no se detuvo más. Todos querían cantar sus canciones, y hasta
películas hizo. No sé lo que era trasladarse en esas épocas, lo pienso viajando
con todo el glamour, cuando los aviones eran elegantes y se fumaba sin parar.
Ahora las cosas son muy distintas, viajar es un tipo de tortura moderna a la
cual todo el mundo se entrega con felicidad.
He viajado siempre, y cada vez me gusta menos. El
trámite, las horas de espera, las líneas de aduana, el salir, el tráfico. Para
cuando llegamos al hotel no tengo ganas más que de meterme a la habitación a
esperar a que llegue la hora del show mientras leo un libro o escucho algo de
música. Nunca fui una gran viajera, y en todos estos años no me he vuelto más
curiosa por conocer lugares nuevos, ni es algo que agregaría a los viajes que
ya me toca hacer por la profesión que elegí. Nunca me lo cuestioné: siempre
estuve dispuesta a cualquier cosa con tal de subirme a un escenario a tocar mis
canciones. No era algo que me molestara, pero con los años se va convirtiendo
en lo que menos me interesa sobre todas las otras cosas hago para tocar música.
Si lo piensas un poco, moverte de un lugar a otro
es un poco antinatural. No estamos hechos para subirnos al cielo y movernos de
una ciudad a otra; en todo caso, hacerlo naturalmente sería por tierra. Como el
caballo blanco, recorreríamos los kilómetros de este mundo, en barco, en tren,
o en auto, porque nuestro cuerpo está en un lugar nuevo, pero nuestra mente
sigue en casa, en donde tiene sus rutinas y sus amores.
A mí lo que me gusta es vivir cada lugar como si
fuera mi casa. Si llego a una ciudad nueva, me gusta vivirlo de la manera más
natural posible. Ir al súper, caminar por las calles, como si fuera una de esas
personas que veo por ahí. Hasta me gusta ver la ropa que traen las mujeres en
cada ciudad, en cada país, según la temporada y según las modas, y es mi manera
de mimetizar con ellas. Sentirme, como si pudiera, una de ellas. Vivir esas
vidas desconocidas, que me imagino aburridas o entretenidas, pero en todo caso
distintas a la mía. Esa normalidad es algo que siempre me gustó. Siempre he
visto a las personas como a través de una pecera, y me gustaría ser como ellas.
Me pregunto lo que deben estar planeando por el día, lo que hacen de sus horas.
Si conviven con alguien, si trabajan, si están en casa, cuáles son sus
pasatiempos.
Cuando les digo a mis amigos músicos que ya no
quiero viajar, se ríen de mí abiertamente. Otras veces se hace un silencio
incómodo, en donde nadie sabe cómo decirme la verdad: de esto vivimos, inocente
amiga, no hay manera de ganar dinero si no haces una gira. Y eso es en cada
disco, y un disco cada tres años como mínimo. A mí me encanta hacer canciones,
y me encanta hacer discos, pero el paquete completo me empieza a pesar, lo
siento como una sentencia. Cada dos años: disco, gira. Terminas, para hacer más
canciones. Otro disco, otra gira. Eso es más o menos lo que llevo haciendo
durante casi dos décadas. Un poco más, un poco menos, porque llevo más años
donde puedo decir que la música es mi profesión. Y antes de hacerlo
regularmente, eso de las giras y los discos, era mi único sueño.
Ahora veo a todos mis amigos sin ninguna envidia
cuando los veo viajando sin parar, una noche en Madrid, una noche en Buenos
Aires, y a lo que sigue. Además, ahora estamos tan presentes en las redes
sociales que no hay tiempo para desconectarnos. Contamos nuestros días, como si
de eso dependiera el vivir.
Hace poco leí a Luciano Concheiro, un historiador
mexicano, que escribió un libro muy lindo llamado Contra el Tiempo.
Ahí habla acerca de apreciar y defender los instantes, esos instantes en donde
cada momento vale por lo que es, y detenemos todo. Habla de este mundo en donde
ahora todos somos comerciables, productos, y en donde la rapidez tiene que ver
con el capitalismo. De alguna manera el vivir a través de las redes sociales es
parte de lo mismo, porque voluntariamente quitamos toda posibilidad de imaginar
a los demás, o que nos imaginen a nosotros. Estamos presentes todo el tiempo.
Me gusta la idea de salirte del todo de la
vorágine, aunque eso te haga sentirte excluido. Es una manera de frenar, y eso
da más tiempo para hacer reflexión sobre la vida. En mi caso, necesito un poco
de ese tiempo. Estoy desarmando todo lo que conocía hasta hace muy poco. Todo
empezó con un pequeño empujón, y de la mejor manera posible. Eso ha traído una
gran necesidad de cambiar cosas de mi vida. Hace solo unos meses, no lo habría
imaginado.
(*) Compositora y cantante mexicana
© Eterna
Cadencia
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