Por Juan Manuel De
Prada
Allá por 1939, el Tercer Reich desarrolló un plan para el
asesinato de enfermos incurables denominado ‘Aktion T4’. Varias decenas de
miles de alemanes aquejados de enfermedades terminales hallaron así una ‘muerte
misericordiosa’.
Aunque este programa de eutanasia de Hitler ha sido calificado
erróneamente como ‘prueba piloto’ para los campos de exterminio masivo, lo
cierto es que fue concebido como un recurso compasivo; pues los jerarcas nazis
consideraban que una vida estragada por el dolor no merecía la pena ser vivida.
Para perpetrar estas eutanasias no se solicitaba el consentimiento del enfermo,
sino que bastaba con que un ‘examen médico crítico’ dictaminara que el paciente
padecía una enfermedad incurable (y hay que señalar que casi todos los médicos
alemanes se adhirieron con entusiasmo a este plan eutanásico). Pero, en lo
demás, era un plan que estaba guiado por presupuestos muy similares a los que
la sensibilidad contemporánea admite tan tranquila.
Así, por ejemplo, la expresión ‘vidas indignas de ser
vividas’, que el régimen nazi convirtió en muletilla justificadora de sus
desmanes eutanásicos, guarda una inquietante proximidad semántica a nuestro
‘derecho a una muerte digna’. Hemos aceptado que los padecimientos tornan
indigna nuestra vida; cuando lo cierto es que el dolor, la decadencia, el
sufrimiento, el menoscabo paulatino de nuestras facultades también forman parte
de la vida (y parte tan constitutiva que una vida que no incorporase tales
experiencias no merecería, en puridad, el calificativo de humana). Aunque desde
algunas tribunas se nos pretenda imbuir la creencia de que la vida es un
infinito páramo de bonanzas, lo cierto es que, si hay una circunstancia por
encima de cualquier otra que enaltece la vida, es el sufrimiento (como prueba
el hecho de que la mayor parte de las más altas creaciones artísticas se hayan
producido bajo su influencia). Llamar ‘muerte digna’ a la que uno se administra
para evitar el dolor es, en realidad, una expresión muy taimadamente
paradójica; y es también una expresión que contribuye a desanimar a quienes,
padeciendo alguna enfermedad dolorosa, desean sin embargo seguir viviendo (que
es, por otro lado, lo que desea el enfermo que no ha sido infestado por la
desesperación). Vemos, pues, que una expresión de apariencia compasiva encubre,
en realidad, un meollo de cruel impiedad que desalienta a los enfermos.
Del mismo modo que el plan ‘Aktion T4’ consideraba que
ciertas vidas eran indignas de ser vividas, la sensibilidad contemporánea
considera que debe evitarse la ‘prolongación innecesaria’ de una vida
maltrecha. Pero ¿cuáles son los criterios que se esgrimen para determinar que
la prolongación de una vida es ‘innecesaria’? ¿No acabarán siendo los que
convengan a la sensibilidad contemporánea? ¿No podría ocurrir que una sociedad
que ya no quiere cuidar de sus viejos en familia y los amontona en residencias
de ancianos recurra a la eutanasia para liberarse ‘piadosamente’ de un
problema? ¿No podría ocurrir también que la eutanasia facilite las picarescas
de herederos ansiosos, o de gobernantes que desean cuadrar los presupuestos
públicos? La única diferencia entre el plan ‘Aktion T4’ del Tercer Reich y la
eutanasia que hoy se pretende imponer legalmente es el consentimiento del
paciente. Pero, en realidad, el consentimiento del paciente es casi siempre
dudoso. Un enfermo ofuscado por el sufrimiento puede prestar hoy un
consentimiento que no prestaría mañana, como sabemos por muchos suicidas
frustrados que luego se han arrepentido de una decisión afortunadamente fallida
que adoptaron en circunstancias de enajenación pasajera. Y se plantearán muchos
casos en los que el paciente no podrá ratificar el consentimiento que prestó en
un pomposo ‘testamento vital’ firmado en otro tiempo. ¿Quiénes lo suplirán entonces?
¿Sus familiares, que en muchos casos tendrán también cegada la capacidad de
discernimiento, incapaces de soportar la postración del ser querido (o, por el
contrario, deseosos de quitárselo de encima, para no tener que sufrirlo más o
ahorrarse el pago de la residencia)? ¿O tal vez los médicos cada vez más
agobiados por las circunstancias penosas en que desarrollan su trabajo, cada
vez más acuciados por la necesidad de dejar camas libres en los hospitales? ¿O,
en último extremo, el Estado asfixiado por la insostenibilidad creciente de las
pensiones?
Con razón nos advertía Cicerón que, entre todas las formas
de pervertir el Derecho, la más alevosa es la que se envuelve con argumentos
compasivos.
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