Por James Neilson |
También es de prever que
en Estados Unidos la “tolerancia cero” de Donald Trump hacia la inmigración
ilegal sobreviva a la contraofensiva furibunda de quienes quisieran permitir
que todos los pobres del mundo encuentren asilo en su país.
Mal que les pese a los que, sin admitirlo de manera
explícita, están en favor de la abolición de todas las fronteras, en el mundo
aún rico la mayoría está convencida de que ha llegado la hora de detener la
marejada inmigratoria por los medios que fueran ya que, caso contrario, sus
propias comunidades terminarán como los lugares de los que tantos están
procurando escapar.
¿Exageran los que piensan así? Es posible, pero la reacción
popular frente a lo que algunos califican de una invasión no carece de lógica
en un época como la nuestra en que muchos temen verse excluidos de los
beneficios del progreso económico que propenden a monopolizar sectores
minoritarios que raramente se sienten perjudicados por la proximidad de grupos
nutridos de cultura radicalmente distinta.
En el Occidente, la lucha centenaria entre la izquierda y la
derecha, entre quienes se suponen progresistas y sus adversarios conservadores,
se ha visto remplazada por una entre cosmopolitas que creen que, en el fondo,
todos queremos las mismas cosas y nativistas que subrayan las diferencias. A
juzgar por lo que está ocurriendo en América del Norte y Europa, están ganando
los decididos a hacer cuanto puedan para frenar la globalización.
En Estados Unidos, Trump se siente víctima de una campaña –
una que, como pronto se dio cuenta, ha sido bastante exitosa -, de chantaje
emocional basado en lo feo que es para muchos ver a niños separados de sus
padres. Sin equivocarse, los simpatizantes de Trump señalan que las leyes que
el magnate está tratando de aplicar fueron introducidas durante las
administraciones de Barack Obama y Bill Clinton, el que, entre otras cosas, en
1996 posibilitó la expulsión inmediata de ilegales sin la intervención de los
tribunales, pero pocos militantes de “la resistencia” se dejan impresionar por
tales detalles. Sea como fuere, no cabe duda de que el grueso de los
norteamericanos coincide con Trump en que es necesario poner fin a la anarquía
inmigratoria actual aun cuando simpatice con los habitantes de países
paupérrimos gobernados brutalmente por corruptos que sueñan con trasladarse a
Europa, América del Norte o Australia.
Con la ilusión de vivir mejor, estén dispuestos a atravesar montañas,
desiertos y mares para alcanzar la tierra de promisión que a diario ven en las
pantallas de su televisor, computadora o teléfono celular. Desgraciadamente
para ellos, están perdiendo vigencia los ideales generosos preconizados por los
representantes del establishment progresista internacional. Al hacer oír su voz
los resueltos a privilegiar los intereses inmediatos de la comunidad de la que
se sienten parte, les será cada vez más difícil escapar del lugar deprimente en
que el destino los ha puesto.
Si sólo fuera cuestión de una cantidad limitada de
aventureros ambiciosos, los europeos, norteamericanos y australianos
mantendrían abiertas las puertas, pero ya se cuentan por decenas de millones,
de los que muchos, demasiados, carecen de las aptitudes y conocimientos
necesarios para aportar algo útil a una sociedad tecnológicamente avanzada. Con
el propósito de resolver el problema así supuesto, los gobiernos de los países
receptores han empezado a discriminar nuevamente entre los considerados capaces
de valerse por sí mismo por un lado y, por el otro, los muchos que dependerán
de por vida de subsidios sociales.
Es lo que siempre han hecho Canadá y Australia. Dejan entrar
a médicos, ingenieros, científicos, académicos destacados y otros, además de
disidentes políticos bien conectados, mientras excluyen a los que no están en
condiciones de satisfacer sus exigencias. No les inquieta el que, al actuar
así, priven a los países atrasados de los únicos que podrían permitirles
desarrollarse. Al repartir visas entre los más talentosos y más emprendedores,
ayudan a hacer aún más sombrías las perspectivas frente a los atrapados en
sociedades disfuncionales.
En la segunda mitad del siglo pasado, no sólo los defensores
de los regímenes poscoloniales subsaharianos y musulmanes sino también muchos
occidentales atribuían al imperialismo la condición desastrosa de muchas
sociedades que se habían independizado luego de la Segunda Guerra Mundial,
dando a entender que, de no haber sido por la conducta predatoria de los británicos
y franceses, sus comunidades serían tan ricas y tan democráticas como las
europeas. Aunque algunos siguen insistiendo en que todo es culpa de los
imperialistas de otros tiempos, en la actualidad la mayoría entiende que los
problemas enfrentados por sociedades pobres y pésimamente manejados son mucho
más profundos de lo que los enemigos tardíos del expansionismo europeo intentan
hacer pensar. Por cierto, no comparten sus opiniones los millones que, más que
nada, quisieran vivir en países gobernados por los hijos o nietos de los nunca
adecuadamente denostados imperialistas o por quienes se adhieren a los mismos
principios.
Los argumentos esgrimidos por los partidarios más fervorosos
de un mundo sin fronteras suelen basarse en conceptos éticos. Afirman que es
deber de los ricos acoger a los pobres y, de todos modos, que sería inhumano
negarse a socorrer a los que corren peligro de ahogarse en el mar o morir de
hambre en el desierto. Para contestarles, Salvini y muchos otros
responsabilizan por la muerte de miles de migrantes indocumentados a quienes en
efecto los han invitado a venir a Europa, asegurándoles que les aguardaría una
bienvenida calurosa, como hizo Merkel en agosto de 2015, y a las ONG que, a
escasos kilómetros de la costa de Libia, rescatan a quienes viajan a bordo de
embarcaciones precarias, que pronto se hunden, para entonces llevarlos a
Italia. Por antipático que suene, no se equivocan Salvini y compañía; en las
circunstancias actuales, la buena voluntad mata.
Además de distinguir entre los refugiados auténticos que
huyen de zonas de guerra o de persecuciones feroces y los que por razones
socioeconómicas dejan atrás países sumidos en la miseria, los preocupados por
la inmigración multitudinaria quieren construir centros de recepción fuera de Europa
donde podrían seleccionar a aquellos que tendrían el derecho a entrar y excluir
a quienes a su juicio merecerían ser devueltos a su país de origen. A pesar de
las ofertas de financiarlo con mucho dinero, el plan no ha motivado mucho
entusiasmo en África del Norte. En Libia, el gobierno formal controla sólo una
parte del territorio nacional; el resto se ve dominado por señores de la
guerra, islamistas, esclavistas y “mafias” que se especializan en el tráfico de
personas que es un negocio casi tan lucrativo como el de las drogas. En
Argelia, las autoridades solucionan, por decirlo así, el problema planteado por
el ingreso de contingentes numerosos de subsaharianos forzándolos a regresar de
pie a su propio país, lo que para miles equivale a una condena a muerte.
La idea de que les corresponda a los vecinos de la Unión
Europea encargarse del problema migratorio tiene connotaciones colonialistas.
Lo mismo podría decirse de otra propuesta que se discute, según la cual es
preciso intentar resolverlo en los países de origen para que, por fin, se
produzca la tan demorada convergencia del “tercer mundo” con el “primero”.
Exactamente cómo lo harían los europeos y norteamericanos
sin violar la soberanía nacional de los países africanos y musulmanes permanece
un misterio; hasta ahora, han fracasado todos los intentos de implementar
medidas que podrían brindar los resultados deseados. Entre otras cosas, los
reformistas occidentales tendrían que eliminar muchas tiranías feroces que han
prosperado merced al saqueo sistemático de sus feudos y, una vez completado
dicho operativo, impulsar programas educativos destinados a cambiar la
mentalidad de poblaciones enteras. Los resultados de los esfuerzos por
“modernizar” Afganistán, Irak y Libia hacen pensar que las potencias
occidentales no están en condiciones de emprender una tarea tan ardua.
Cuando de la inmigración masiva, legal o no, se trata, los
dilemas ante los norteamericanos son menores en comparación con los enfrentados
por los europeos. Andando el tiempo, casi todos los mexicanos, hondureños,
salvadoreños, guatemaltecos y otros latinoamericanos que logren cruzar la
frontera se convertirán en estadounidenses cabales, pero sólo una minoría de
los africanos, árabes, paquistaníes y bangladeshíes que quieren hacer la Europa
manifiesta interés en adoptar las costumbres y las formas de pensar de su nuevo
país de residencia. Como para su desazón han aprendido los británicos y
franceses, una proporción significante tiende a aferrarse a sus propias
tradiciones que, a juzgar por el estado de los países que esperan abandonar,
son incompatibles con las europeas.
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