Por Roberto García |
Esa ocurrencia del puntano fue hace pocos meses, sin
ninguna consistencia en números de encuestas, un desvarío de la vejez según
algunos.
Macri, para colmo, engolosinado con el doble premio de la fortuna –el
vacío opositor y su cómoda flotación en la superficie política–, se permitía
adorarse en el espejo con la reelección propia y la de sus principales émulos,
Vidal y Rodríguez Larreta:
era el Cielo en la Tierra, solo él distinguía entre buenos y malos, determinaba
preferidos y descensos. Pero aquel fantasioso vaticinio de Rodríguez Saá de
improviso se volvió vigente a pesar de que su autor no pueda pasar por la
boletería para reclamar el cobro: ni su hermano lo acompaña como aspirante
presidencial el año próximo. Uno menos.
Esta extravagancia del hospicio político argentino tampoco es nueva: al
día siguiente del triunfo enceguecedor de Raúl Alfonsín, en las paredes
porteñas aparecieron carteles anticipando en seis años la candidatura presidencial
de Carlos Menem, una anécdota visual que arrancaba piadosas sonrisas
y aviesas burlas. Ni vale recordar que luego el riojano llegó a la Casa Rosada
incluso antes de que el radical finalizara su mandato.
Delicias de la ciencia. Nadie sabe aún si la última refriega en el Senado
por las tarifas, ganada por un peronismo atado con hilo de coser, determinará
cambios sustanciales para los comicios del año próximo. Sí obliga a precipitar
liderazgos, encabezar una campaña interna, tarea que ninguno deseaba asumir por
la evidencia aritmética de que Macri era invencible aun si su capital político
se reducía a un cheque sin fondos. Si hasta su padre Franco, consciente de los
actuales traspiés de su hijo en la Presidencia, hace cuatro días en una cena
con empresarios quejosos les advirtió: “No protesten tanto. A ver si se lo
tienen que fumar cuatro años más”. Oráculos y previsiones familiares
aparte, lo cierto es que el peronismo se lavó el rostro esta semana, incorporó
esteroides a su derrengado cuerpo y, si ninguno deseaba asomar antes del
Mundial de Fútbol, ahora son varios los que revisan esa estrategia: de Cristina
de Kirchner a José Manuel de la Sota,
de Sergio Massa a
Juan Manuel Urtubey,
de Miguel Pichetto a Felipe Solá. No mucho más queda en la cacerola. Son,
claro, un ejemplo de supervivencia extrema, la maravillosa creación de vida que
impone la Casa Rosada, un pulmotor con la leyenda “Macri lo hizo”. El
encumbrado Pichetto les debe la ley a dos veteranos del Senado: Carlos Menem,
al que guardaron en una pieza para desempolvarlo a la hora del quórum mínimo,
como tiro de gracia, y a Guillermo Pereyra, sindicalista del petróleo tan viejo
como el fósil, al que le imputan traición porque un par de días antes le había
prometido el voto al mismo Presidente y procedió al revés en el momento de la
verdad. Típico, vedado para aprendices.
A la cola. Pero la contribución mayor para la norma provino de la Casa Rosada: no
pudo cambiar ningún voto (los cuatro o cinco inservibles que se pasaron, como
Reutemann, lo hicieron por gestión de ajenos), tampoco le sirvió la zanahoria,
menos el látigo, y otorgó al tratamiento de la ley una repercusión inaudita
cuando ya todos sabían que se iba a vetar. Hasta el veto provocó escándalo,
como si nunca hubieran existido en el país. De paso, ofendieron a Pichetto
diciendo que era un colaboracionista, quien sin territorio propio y en
apariencia sin posibilidades ciertas se lanzó como candidato presidencial peronista
con un discurso apañado en aquella lógica dialoguista de Balbín en el velorio
de Perón, “vengo a despedir a un amigo, no a un adversario”. Claro, ya estaba
muerto.
Le ganó Pichetto en oratoria a Cristina, dama con notoria falta de
entrenamiento en el atril, desordenada, y copiando al Duhalde que
siempre habla del pasado y de lo exitoso que fue su gobierno.
Ambos ya en la largada, sobre todo ella, quien ha recibido intendentes
bonaerenses en cinco o seis oportunidades, prometiéndoles la entrega de su 30%
en las encuestas para que renueven en sus distritos, respaldando a Felipe Solá
como contendiente a la Gobernación más que a la Presidencia: ahora ella se ha
reservado para esa instancia, promete estar en segunda vuelta, aunque nada
predice sobre el resultado de esa alternativa posterior. Para los intendentes,
y también para gobernadores, lo que importa es la primera: apoyarán al que
mejor les rinda.
Por supuesto, tanto Massa como De la Sota –ambos a la sombra por
distintas motivaciones, como si los dominara el miedo escénico– empiezan a
rever sus existencias silenciosas: observan que otros, con menos cartel o averiada
fama, pueden más que ellos. También, en la epopeya que se tornaba imposible
se anotó el gobernador Urtubey, quien se quedará como Pichetto, sin territorio,
el año próximo. Entonces, salta o salta. De la provincia, obvio.
Macri se enorgullece de este revival peronista que su producción
artística ha creado. Una artificialidad deliberada. Supone, como siempre, que
al final esos rivales peronistas se presentarán divididos y que esa escisión le
garantizará a Cambiemos otro triunfo en 2019.
Esa escena no ocurrió esta semana en el Senado, cargada de simbologías.
Y además, si bien es cierto que los peronistas son menos que el resto en la
población –teoría del ballottage que introdujo Arturo Mor Roig–, las conductas
del electorado varían de acuerdo con las condicionalidades económicas o
sociales. Ya hubo experiencias arrasadoras de Perón, Menem o Cristina, lecturas
que deberían ser obligadas en la craneoteca de Macri. Allí, mientras, dicen que
nadie de la oposición ofrece un perfil nítido, apreciado, para competir con el Presidente o
Vidal, consideran a los aspirantes rezagos, disminuidos, o como que no dan la
talla suficiente.
Solo la esposa creía y conocía al Macron de Francia seis meses antes de
las elecciones. Ni hablar de Néstor Kirchner,
que era un perro muerto con 5% de votos –como lo retrató el intendente Curto en
la previa– antes de los comicios. Y ni hablar del propio Macri, que juntaba
tantas opiniones en contra para jefe de Gobierno porteño, según los sondeos,
que Kirchner y asesores levantaban apuestas para sostener que nunca sería
alcalde de la Capital. También él se equivocó.
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