En julio de 2003, se removió un busto del dictador Francisco Franco de la plaza principal del municipio Puenteareas en Galicia. (Foto/Agence France-Presse) |
Nunca faltan flores frescas sobre la tumba del
general Francisco Franco. Sus restos descansan bajo una losa de granito de
1,500 kilogramos en el Valle de los Caídos, el mausoleo que el dictador se hizo
construir en las afueras de Madrid. Un guardia vigila que los turistas no alcen
la voz, regaña a los niños que pisan la lápida y recuerda que está “prohibido
tomar fotografías”. Nada puede perturbar el descanso del hombre que dirigió los
destinos de España con puño de hierro y que, cuatro décadas después de su
muerte, continúa dividiéndola.
Los españoles llevamos desde 1975 discutiendo qué
hacer con el caudillo. En municipios de todo el país se sigue debatiendo si
mantener o retirar monumentos en su honor. El Ayuntamiento de Madrid cambió en abril las
placas de calles con referencias franquistas en la ciudad. Y el parlamento,
tras años de debates fútiles, aprobó finalmente el año pasado una resolución
que pedía la exhumación del general, una medida que el nuevo gobierno socialista de
Pedro Sánchez se ha mostrado decidido a cumplir.
Nunca es tarde para dejar de honrar a un dictador: ha llegado la hora de que
los españoles desenterremos a Franco, para enterrarlo de una vez por todas.
El Valle de los Caídos, donde se encuentra la tumba
de Franco y de 34.000 fallecidos en
la Guerra Civil española (1936-1939), ha sido durante décadas un símbolo para
los vencedores del conflicto y del régimen autoritario posterior. El propio
Franco confesaba, en el decreto que anunciaba su construcción, su aspiración de
que sirviera para que las futuras generaciones “rindan tributo de admiración a
los que les legaron una España mejor”. Esto es: a sí mismo. Pero las nuevas
generaciones no necesitan que nadie les recuerde quién ganó una guerra que
destruyó el país y enfrentó a hermanos, sino el precio que pagan las sociedades
que se dejan llevar por la intolerancia y el sectarismo.
El Valle de los Caídos, una ofrenda a la dictadura
en el corazón de Europa, debería ser convertido en un lugar de homenaje para
todas las víctimas de la guerra, sin importar a qué bando pertenecieron, y en
símbolo de una reconciliación que la presencia de Franco obstaculiza. Quienes
se oponen a tocar la tumba del general alegan que exhumar su cadáver para darle
una sepultura privada reabriría viejas heridas. La realidad es que nunca
quedaron cerradas del todo.
Ocho décadas después del final del conflicto que
supuso la antesala de la Segunda Guerra Mundial, el resentimiento sigue
distanciando a las dos Españas que Goya ya retrató hace casi doscientos años en
su cuadro Duelo a garrotazos.
Hubo un tiempo, en mitad de la euforia de la democracia recién conquistada y el
auge económico de los años ochenta que devolvió el país al club de
naciones modernas, en que parecía que los españoles habíamos logrado salir de
nuestras trincheras. Fue un espejismo. Hoy es imposible mantener una
conversación sobre cualquier asunto de interés público —educación, sanidad,
economía, pensiones o política exterior— sin terminar en recriminaciones
ideológicas o referencias a la Guerra Civil. Jóvenes que por razones obvias no
vivieron el conflicto siguen llamándose “fachas” y “rojos”, haciendo suyos los
bandos que enfrentaron a sus tatarabuelos. La prensa, la judicatura, la
policía, las instituciones y, por supuesto, los políticos están divididos en
bandos irreconciliables.
Los españoles nos aferramos durante demasiado
tiempo a la fantasía de que huyendo de nuestro pasado podríamos dejarlo atrás.
Y, sin embargo, cada vez que miramos en el espejo retrovisor de nuestra
historia reciente, comprobamos que sigue ahí. El “holocausto español“,
como definió el conflicto el historiador Paul Preston, dejó 200.000 muertos y
supuso el inicio de décadas de atraso. En ambos bandos de la Guerra Civil
española se cometieron atrocidades, pero el régimen militar
extendió el dolor más allá de su victoria con una campaña de represión que se
alargó cuatro décadas.
La Ley de Memoria Histórica de 2007 fue
un intento del entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero de compensar a
los perdedores del conflicto. El gobierno imponía la retirada de símbolos
franquistas de las calles y se comprometía a facilitar los fondos para que los
familiares de los desaparecidos pudieran buscar, desenterrar y despedir a sus
muertos, entre otras medidas. La llegada al poder de los conservadores
del Partido Popular (PP) en 2011
supuso la cancelación de los fondos destinados
a aplicar la ley y un cambio de política que tenía como prioridad no “remover
el pasado”. El resultado es que Franco disfruta en España de una legitimidad
impensable en cualquier otra democracia, incluyendo el reparto de subvenciones
públicas a la fundación que
lleva su nombre y promueve “su obra”.
Los defensores de dejar las cosas como están alegan
que España vivió una transición a la democracia modélica tras la muerte del
dictador. Tienen razón. Los intentos de deslegitimar aquel proceso, que incluyó
la amnistía de los miembros del régimen, no tienen en cuenta que fue un
compromiso nacional necesario en un momento donde ni la estabilidad ni la paz
estaban garantizadas. Ambos bandos dejaron de lado sus eternas diferencias para
construir un futuro mejor. Y, sin embargo, ningún acuerdo puede imponer el
olvido a quienes pagaron su enfrentamiento con la dictadura con el exilio o la
cárcel, impedir que las familias busquen a sus desaparecidos o legitimar a
quienes los hicieron desaparecer.
La eliminación de calles con nombres franquistas,
la retirada de monumentos que honran al dictador o la exhumación de sus restos
del Valle de los Caídos, que pasaría a convertirse en un Centro Nacional de
Memoria de todas las víctimas, no es una cuestión ideológica o de partidos. Se
trata de una obligación moral que tiene la ventaja adicional de enviar el
mensaje claro a los nostálgicos del franquismo de que los españoles hemos
enterrado para siempre nuestro pasado autoritario.
La apertura de la tumba de Franco no será inminente
y todavía tiene varios obstáculos por delante. El gobierno deberá pedir
autorización a la Iglesia —la cripta está en la basílica del Valle de los
Caídos y no puede abrirse sin su permiso—, acordar con la familia del caudillo
un nuevo lugar de sepultura e incluso cambiar leyes en caso de que alguna de
las partes se oponga. Solo entonces se podrá enviar a los operarios para que
levanten la losa de granito bajo la que descansa el general y cerrar así el
único mausoleo de un dictador entre las democracias europeas. España habrá
enterrado ese día uno de los impedimentos en su largo camino hacia la
reconciliación.
(*) Escritor y periodista. Su libro más reciente es
“El lugar más feliz del mundo”.
© The New
York Times
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