miércoles, 20 de junio de 2018

Por qué España debe desenterrar a Franco

En julio de 2003, se removió un busto del dictador Francisco Franco de la plaza
principal del municipio Puenteareas en Galicia. (Foto/Agence France-Presse)
Por David Jiménez (*)

Nunca faltan flores frescas sobre la tumba del general Francisco Franco. Sus restos descansan bajo una losa de granito de 1,500 kilogramos en el Valle de los Caídos, el mausoleo que el dictador se hizo construir en las afueras de Madrid. Un guardia vigila que los turistas no alcen la voz, regaña a los niños que pisan la lápida y recuerda que está “prohibido tomar fotografías”. Nada puede perturbar el descanso del hombre que dirigió los destinos de España con puño de hierro y que, cuatro décadas después de su muerte, continúa dividiéndola.

Los españoles llevamos desde 1975 discutiendo qué hacer con el caudillo. En municipios de todo el país se sigue debatiendo si mantener o retirar monumentos en su honor. El Ayuntamiento de Madrid cambió en abril las placas de calles con referencias franquistas en la ciudad. Y el parlamento, tras años de debates fútiles, aprobó finalmente el año pasado una resolución que pedía la exhumación del general, una medida que el nuevo gobierno socialista de Pedro Sánchez se ha mostrado decidido a cumplir. Nunca es tarde para dejar de honrar a un dictador: ha llegado la hora de que los españoles desenterremos a Franco, para enterrarlo de una vez por todas.

El Valle de los Caídos, donde se encuentra la tumba de Franco y de 34.000 fallecidos en la Guerra Civil española (1936-1939), ha sido durante décadas un símbolo para los vencedores del conflicto y del régimen autoritario posterior. El propio Franco confesaba, en el decreto que anunciaba su construcción, su aspiración de que sirviera para que las futuras generaciones “rindan tributo de admiración a los que les legaron una España mejor”. Esto es: a sí mismo. Pero las nuevas generaciones no necesitan que nadie les recuerde quién ganó una guerra que destruyó el país y enfrentó a hermanos, sino el precio que pagan las sociedades que se dejan llevar por la intolerancia y el sectarismo.

El Valle de los Caídos, una ofrenda a la dictadura en el corazón de Europa, debería ser convertido en un lugar de homenaje para todas las víctimas de la guerra, sin importar a qué bando pertenecieron, y en símbolo de una reconciliación que la presencia de Franco obstaculiza. Quienes se oponen a tocar la tumba del general alegan que exhumar su cadáver para darle una sepultura privada reabriría viejas heridas. La realidad es que nunca quedaron cerradas del todo.

Ocho décadas después del final del conflicto que supuso la antesala de la Segunda Guerra Mundial, el resentimiento sigue distanciando a las dos Españas que Goya ya retrató hace casi doscientos años en su cuadro Duelo a garrotazos. Hubo un tiempo, en mitad de la euforia de la democracia recién conquistada y el auge económico de los años ochenta que devolvió el país al club de naciones modernas, en que parecía que los españoles habíamos logrado salir de nuestras trincheras. Fue un espejismo. Hoy es imposible mantener una conversación sobre cualquier asunto de interés público —educación, sanidad, economía, pensiones o política exterior— sin terminar en recriminaciones ideológicas o referencias a la Guerra Civil. Jóvenes que por razones obvias no vivieron el conflicto siguen llamándose “fachas” y “rojos”, haciendo suyos los bandos que enfrentaron a sus tatarabuelos. La prensa, la judicatura, la policía, las instituciones y, por supuesto, los políticos están divididos en bandos irreconciliables.

Los españoles nos aferramos durante demasiado tiempo a la fantasía de que huyendo de nuestro pasado podríamos dejarlo atrás. Y, sin embargo, cada vez que miramos en el espejo retrovisor de nuestra historia reciente, comprobamos que sigue ahí. El “holocausto español“, como definió el conflicto el historiador Paul Preston, dejó 200.000 muertos y supuso el inicio de décadas de atraso. En ambos bandos de la Guerra Civil española se cometieron atrocidades, pero el régimen militar extendió el dolor más allá de su victoria con una campaña de represión que se alargó cuatro décadas.

La Ley de Memoria Histórica de 2007 fue un intento del entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero de compensar a los perdedores del conflicto. El gobierno imponía la retirada de símbolos franquistas de las calles y se comprometía a facilitar los fondos para que los familiares de los desaparecidos pudieran buscar, desenterrar y despedir a sus muertos, entre otras medidas. La llegada al poder de los conservadores del Partido Popular (PP) en 2011 supuso la cancelación de los fondos destinados a aplicar la ley y un cambio de política que tenía como prioridad no “remover el pasado”. El resultado es que Franco disfruta en España de una legitimidad impensable en cualquier otra democracia, incluyendo el reparto de subvenciones públicas a la fundación que lleva su nombre y promueve “su obra”.

Los defensores de dejar las cosas como están alegan que España vivió una transición a la democracia modélica tras la muerte del dictador. Tienen razón. Los intentos de deslegitimar aquel proceso, que incluyó la amnistía de los miembros del régimen, no tienen en cuenta que fue un compromiso nacional necesario en un momento donde ni la estabilidad ni la paz estaban garantizadas. Ambos bandos dejaron de lado sus eternas diferencias para construir un futuro mejor. Y, sin embargo, ningún acuerdo puede imponer el olvido a quienes pagaron su enfrentamiento con la dictadura con el exilio o la cárcel, impedir que las familias busquen a sus desaparecidos o legitimar a quienes los hicieron desaparecer.

La eliminación de calles con nombres franquistas, la retirada de monumentos que honran al dictador o la exhumación de sus restos del Valle de los Caídos, que pasaría a convertirse en un Centro Nacional de Memoria de todas las víctimas, no es una cuestión ideológica o de partidos. Se trata de una obligación moral que tiene la ventaja adicional de enviar el mensaje claro a los nostálgicos del franquismo de que los españoles hemos enterrado para siempre nuestro pasado autoritario.

La apertura de la tumba de Franco no será inminente y todavía tiene varios obstáculos por delante. El gobierno deberá pedir autorización a la Iglesia —la cripta está en la basílica del Valle de los Caídos y no puede abrirse sin su permiso—, acordar con la familia del caudillo un nuevo lugar de sepultura e incluso cambiar leyes en caso de que alguna de las partes se oponga. Solo entonces se podrá enviar a los operarios para que levanten la losa de granito bajo la que descansa el general y cerrar así el único mausoleo de un dictador entre las democracias europeas. España habrá enterrado ese día uno de los impedimentos en su largo camino hacia la reconciliación.

(*) Escritor y periodista. Su libro más reciente es “El lugar más feliz del mundo”.

© The New York Times

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