Por Javier Marías |
En 1956, sin embargo, le dice Lolita a Soledad: “Pensamos con
pena en tu día de la Virgen y en el otro que pasaste aquí sin la niña ya, pero
con tu padre. Deseo que Palomita tenga alegría y que eso te ayude a ti. Nos dan
mucha tristeza los rincones sorianos llenos de recuerdos”. Las dos mujeres
habían perdido, respectivamente, un hijo y una hija pequeños. Un año más tarde
le dice: “Te deseamos mañana un día con felicidad, junto a las penas”. Los
textos son tan breves que lo más destacable sea quizá la mención, un par de
veces, de un collar que al parecer mi padre le había traído a Soledad de Nueva
York. En un post scriptum él le anuncia:
“Tu collar va de camino; como verás, te da tres vueltas. Pendientes que
igualaran no encontré”. Y más adelante Lolita y Julián insisten en que se trata
de un mínimo, modestísimo regalo; supongo que Soledad se ofrecía a pagarlo, o
que acaso era un encargo suyo. En esos años mis padres no tenían una perra, así
que me imagino que en efecto era modesto.
En una cartita,
fechada el 3 de agosto de 1958, mi madre explica: “No me cogieron aquí los
fríos: la temperatura y una leve varicela de Álvaro” (mi hermano pequeño) “me
retuvieron en Madrid hasta el día 13. Pronto me metí en la varicela doble
—fuerte y muy fuerte— de Fernando y Xavier” (mi hermano inmediatamente mayor y
yo mismo, que me llamé con X largos años). “Ya están completamente bien y
Julián de vuelta”. Y aquí, claro, me ha acudido el recuerdo. Me he visto
guardando cama durante un montón de días, o a mí se me hicieron eternos, en la
habitación que compartíamos en los veranos de Soria. En efecto, Fernando y yo la
padecimos al mismo tiempo, él con menos de nueve años y yo con menos de siete
(más aguda, me entero ahora). El picor era insoportable, pero estábamos bien
advertidos de que no podíamos rascarnos, ni siquiera tocarnos, las feas
vesículas repartidas por el cuerpo. Algo debí de tocármelas, porque, aunque
feas, sé que eran lisas y suaves al tacto. Supongo que por entonces no había
aún vacuna. Sí la habría para la mucho más peligrosa viruela, pariente suya,
porque no sentíamos su amenaza. No mucho antes no la habría para la
poliomielitis, porque durante el curso 1954-55, que pasamos en New Haven (mi
padre iba de un lado a otro para ganar lo que el régimen de Franco le había
prohibido ganar en España), mi madre no quiso que fuéramos allí al colegio, por
temor al contagio.
Es asombroso que
ahora haya tantas personas —una corriente de irresponsables que rayan en la
criminalidad— dedicadas a poner en cuestión
las vacunas, y resueltas, en muchos casos, a no administrárselas a
sus criaturas. Sin el menor fundamento, hay individuos “influyentes” — actores
y gente por el estilo, sin ninguna autoridad en la materia— que han lanzado una
campaña aseverando no sólo la inutilidad de las vacunas, sino denunciando sus
perjuicios… para la salud, santo cielo. Y como toda necedad y toda superstición
tienen hoy eco y prosperan, hay una legión de tontos “naturales” que les hacen
caso. El resultado de esta moda no puede ser más desastroso, porque esos padres
no sólo desprotegen a sus hijos contra buena cantidad de enfermedades para las
que hoy hay prevención y remedio, sino que ponen en peligro a los demás críos
(a los demás no vacunados, pero el mundo es ancho). Y aún es más: están reapareciendo
dolencias que se daban ya por casi extinguidas. Hace nada ha habido en Europa
un brote de sarampión incomparable con el de anteriores años. Los niños de mi
época contábamos, si la memoria no me falla, con que debíamos “pasar” casi por
fuerza (y cuanto antes mejor) tres o cuatro enfermedades no graves: el
sarampión, la rubeola, las paperas y la comentada varicela. Pero ya éramos
inmunes a la mayoría de las más graves. Las muertes por viruela (que no era de
las obligadamente funestas) se cuentan por millares a lo largo de la historia,
no digamos las causadas por las más malignas. Mi abuela, de la que hablé aquí
hace poco, dio a luz a once vástagos, de los que dos murieron pequeños y otros
dos muy jóvenes (bien es verdad que a uno de éstos le pegaron un tiro en la
sien, por nada, los chequistas madrileños del asesino Agapito García Atadell, a
los dieciocho años). Durante siglos y siglos las proles eran diezmadas, la
mortandad era espantosa entre niños y jóvenes. Hoy está espectacularmente
reducida, pero como cada vez hay más sujetos deseosos de regresar al medievo en
todos los aspectos, y proliferan las imbecilizadas nostalgias del primitivismo
más aciago, se ataca uno de los mejores inventos de la humanidad y se prescinde
de sus beneficios. Quienes rechazan las vacunas propagan y resucitan las
enfermedades, lo cual no debería estarles permitido en nuestra sociedad tan
sanitaria.
© El País (España)
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