Por Arturo Pérez-Reverte |
La causa reside en cómo es. En su ingenio, su sentido del
humor, su bondad, su lealtad inquebrantable y su forma epicúrea de ver la vida
como un lugar donde, ya que venimos a estar sólo un rato, debemos procurar que,
al menos, ese rato sea lo más divertido posible.
Antonio es un genio. Es, posiblemente, el hombre
con más talento que conocí en mi vida. Su cuñado el actor Fernando Sancho lo
vinculó desde jovencito al cine, y no ha parado de trabajar en eso desde
entonces; pero consigue que cualquiera que se toma una copa con él –experiencia
que marca para siempre– llegue a pensar que no ha dado golpe en su vida. Todo
parece importarle un pito, y más desde que se retiró de las pantallas. Allí
donde está suenan sus carcajadas, como riéndose del mundo y de cuanto contiene.
Es alto, feo y tiene un ojo a la virulé, pero las mujeres lo adoran y los
hombres se disputan su compañía. En su juventud tuvo novias famosas y
espectaculares, y luego un amor triste –lo único triste en su vida– por una
mujer bellísima que lo marcó para siempre, y cuya muerte hizo que no se haya casado
jamás. Ama el cine y el fútbol, por ese orden. Y por encima de ambos, ama a sus
amigos.
Empezó publicitando películas ajenas, y a él se
deben, entre muchos otros, los espectaculares lanzamientos de Tiburón,
Grease, Jesucristo Superstar y La guerra de las galaxias, por
citar sólo cuatro. Metido después de lleno en la producción, hizo veinte
películas, los nombres de cuyos directores y actores son también una nómina
viva del cine español de ese tiempo: Uribe, Díaz-Yanes, Olea, Urbizu, Landa,
Sancho Gracia, Coronado, Carmelo Gómez, Aitana y casi todos los demás. En su
vida profesional, Antonio consiguió, aparte de Goyas para sus películas –uno lo
tuvimos juntos por El maestro de esgrima–, hazañas que parecían
imposibles en el cine español. Siempre fue un productor de verdad, de los que
arriesgaban su dinero en vez de vivir a costa de dinero ajeno, como hace la
mayor parte de la industria cinematográfica en España. Como productor contrató
a Roman Polanski para llevar al cine con Johnny Depp El club Dumas, que
se llamó La Novena Puerta, y logró que Viggo Mortensen
protagonizara Alatriste: dos películas enormes como nunca
antes había levantado un productor español. Con ellas hizo un taquillazo
espectacular; pero con la segunda logró también –cocina interna de productores–
ser el único que se la ha endiñado por detrás a Paolo Vasile, el capo de
Telecinco. Y cuando durante una cena le pregunté a Paolo por qué no se vengaba,
siendo como es un tipo duro, el italiano respondió: «Porque Antonio es una
buena persona». Lo que, dicho por semejante tiburón, dice mucho y bien de
ambos.
Con Antonio viví momentos maravillosos: horas
felices, películas en marcha, rodajes espectaculares, diez años yendo juntos al
festival de San Sebastián, cuando su mesa en el bar del María Cristina era
tertulia permanente de cine e ingenio, donde acudían los más importantes
productores, directores, actores y actrices. Porque Antonio Cardenal es
también, por currículum, buena parte de la historia del cine español de los
últimos treinta años. Jamás quiso brillar, salir en las fotos, quitar
protagonismo a sus actores y sus películas. Siempre se quedaba aparte, discreto
e invisible, apoyado en la barra del bar más cercano, con un whisky en las
manos y su sonrisa bondadosa y guasona, disfrutando del éxito público de los
demás. Contándote el último chiste.
Quizá por todo eso la gente del cine no solía
mencionarlo demasiado; e incluso ahora, quienes se dicen sus amigos lo olvidan
cuando hablan de las películas que gracias a él protagonizaron o dirigieron.
Por eso escribo hoy esta página, para recordárselo a todos ellos. Para decir
que Antonio Cardenal, aunque retirado del oficio, sigue vivo y es uno de los
últimos de aquella estirpe de grandes productores cinematográficos a quienes
tanto debe el cine español. Y la Academia de los premios Goya, siempre
olvidadiza con él en materia de homenajes, debería tenerlo presente.
© XLSemanal
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