Por Javier Marías |
Mi perplejidad era mayor que
la de Montse, porque recuerdo su contestación, y además he visto, a lo largo de
las décadas, cuánta razón tenía. Esto vino a decir, más o menos: “En realidad
no es muy extraño. Yo estoy convencida de que si alguien dedica toda su
voluntad, todo su empeño y su esfuerzo a un fin determinado; si pone en ello
los cinco sentidos y centra sus energías en un objetivo, acaba casi siempre
alcanzándolo, independientemente de su ineptitud, sus limitaciones, su absoluta
falta de talento y de perspicacia. No importa cuán obtusa sea esa persona: si posee
cierta habilidad social, pero sobre todo una voluntad que jamás se distrae ni
desvía, antes o después conseguirá sus propósitos. Todo es cuestión de tesón y
de poner el ojo en una meta”.
No me quedé muy conforme, pero sí callado. Andaría por los veinticinco
años, y todavía creía en una vaga justicia universal, que situaba a cada uno en
el lugar que merecía. Pero, como resulta evidente, registré aquella opinión de
Montse, y desde que se la escuché he detestado y temido, a partes iguales, a
los insistentes, acaso los individuos más peligrosos de la tierra. Y quien dice
los insistentes dice los tercos, los voluntariosos, los empecinados, los que
antiguamente se llamaban “inasequibles al desaliento”. Los detesto y me guardo
de ellos. Son esa gente que nunca admite un “No” por respuesta. Pretenden que
uno vaya a un sitio al que no tiene interés en ir, o que escriba un artículo
insulso, o que lea un libro, o que dé una entrevista reiterativa (hablo de las
peticiones que suelen llegar a los escritores; según el oficio de cada cual,
serán de otra índole). Uno responde civilizadamente que no le es posible, evita
decir la pura verdad (“No me apetece o no me compensa”) porque eso se considera
una grosería, y aduce excusas aceptables, verdaderas o aproximadas (“Estoy
escribiendo una novela, me espera un periodo de viajes y compromisos, estoy de
trabajo hasta las cejas” —esta es la fórmula que le oí a mi padre mil veces—,
“le ruego que me disculpe”). Pero el insistente no se da por vencido, insiste y
persiste. Si no de inmediato, al cabo de unos meses. Jamás se olvida de sus
presas, no renuncia a ellas y vuelve a la carga. Y, claro está, consigue a
menudo derribar las resistencias. A uno le acaba dando apuro negarse tantas
veces, o bien cree ingenuamente que, cediendo, se quitará al pesado de encima.
“Me dejará en paz si me avengo a lo que quiere. Cualquier cosa con tal de
perderlo de vista”, piensa. Así que acaba aceptando algo que le viene fatal, o
que le sienta como un tiro, o que es solamente un engorro, por hartazgo.
Conviene señalar rápidamente lo erróneo de esta creencia, porque el insistente
nunca se da por satisfecho con lo arrebatado. Todo lo contrario: una vez
obtenido un botín, una vez comprobada la eficacia de su táctica, retorna al
cabo del tiempo con una nueva solicitud abusiva y con su terquedad a prueba de
bombas.
Trasladen estos
ejemplos menores a asuntos políticos y por lo tanto más graves y colectivos.
¿Cuántas veces no han sentido el impulso de desistir ante la obstinación de los
independentistas catalanes, pongo por caso, que llegan a negar la
realidad y a falsearla? ¿Cuántas veces no han pensado, por saturación y
agotamiento, “Pues que se vayan y nos dejen en paz”, olvidando que con esa
postura abandonaríamos a su negra suerte a más de la mitad de la población
catalana, que no quiere verse bajo el yugo y las flechas de Torra, Puigdemont y
compañía, los cuales no rendirían cuentas a nadie y harían lo que les viniera
en gana? La política está plagada de sujetos así, que no cejan, fuerzan e
imponen, y no son pocas las ocasiones históricas en que gentes tan ineptas como
aquella mujer de mi conversación con Montse Mateu consiguen hacerse con el
poder y regir naciones, a veces durante interminables decenios. Esto no anda
muy lejos de la famosa frase de Burke (cito de memoria): “Para que el mal
triunfe, solamente se precisa que los hombres buenos no hagan nada”. Es decir,
que desistan por extenuación o indiferencia, que admitan su carencia de tozudez
para oponerse a la inagotable de los individuos-apisonadora. Y éstos, hoy en
día, son millares. Ya han triunfado en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, en
Rusia, Polonia, Hungría, Eslovaquia, Eslovenia e Italia, por supuesto en Egipto
y las Filipinas. Si no queremos ser arrasados por ellos en todas partes,
empiecen a resistirse —a ejercitarse— también en lo personal, en la vida
cotidiana. En cuanto alguien les insista en que se presten a algo que no
quieren, y a lo que pueden negarse, aléjense de ese alguien y manténganse en
sus trece; en su “No”, contra viento y marea.
© El País Semanal
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