Por Andrés Malamud |
Levanto la mano antes
que nadie e inquiero si hay algún estado de Medio Oriente que no sea racista.
Su respuesta ensordece a un auditorio que ya estaba callado: "ése no es el
problema".
El 29 de noviembre de 1947, la asamblea general de las
Naciones Unidas decidió la partición del territorio llamado Palestina por 33
votos contra 13. Hubo 10 abstenciones, entre ellas la argentina. El proyecto
preveía la formación de dos estados, uno árabe y otro judío, e
internacionalizaba la ciudad de Jerusalén. A regañadientes, los judíos
aceptaron la mitad de lo que consideraban propio. Exitistas, los árabes fueron
por todo. No les salió tan mal: Egipto y Jordania se repartieron los restos del
nonato estado palestino, incluyendo media Jerusalén. Israel se quedó con el
resto.
En guerras subsiguientes, Israel absorbió al resto de
Palestina más la yapa: el Sinaí egipcio y el Golán sirio. Tampoco se privó de
bombardear reactores nucleares en Irak y Siria. Pero el costo fue alto.
Rechazado por el vecindario, Israel se ve obligado a participar en las
eliminatorias mundialistas europeas. Otra fatídica consecuencia de la mala
vecindad incluye su participación en Eurovisión, la competencia artística más
kitsch del sistema solar que se realiza cada año en el país del vencedor
anterior. Como este año, en Lisboa, ganó la israelí Netta Barzilai, en 2019 la
competencia se realizará en Jerusalén. O no. Habrá que consultar a la AFA.
El pasado 14 de mayo se celebró el 70 aniversario del estado
de Israel, y Donald Trump, como regalo, le mandó una embajada. Este gesto fue
mal visto por los palestinos, divididos entre los bantustanes de Cisjordania y
la enorme prisión al aire libre de Gaza. Las condiciones de vida del pueblo
palestino son catastróficas, sobre todo en Gaza. Ahí sufren el bloqueo
tripartito de Israel, Egipto y la comunidad internacional, que grita
solidaridad pero no se atreve a navegar hasta sus playas para llevarles ayuda
humanitaria o permitirles entrar y salir. Es más fácil culpar a Israel.
Benjamín Netanyahu da todo de sí para merecerlo.
El partido de la selección argentina en Jerusalén estuvo,
como corresponde, pensado con los pies. Que la diplomacia argentina no haya
encendido luces de alerta es un alivio: significa que la AFA está bien
acompañada en su incompetencia. La erosión del soft power argentino, ese
recurso intangible basado en la atracción en vez de la coacción, amenazaba
alcanzar honduras nunca anticipadas. Israel tiene derecho a existir; Palestina
también. El conflicto está en carne viva, y la sensibilidad de Messi acabó
salvando a los zapatos que desgobiernan el fútbol nacional.
Por suerte en una semana empieza el mundial y se acaban los
cuestionamientos políticos. Rusia, una democracia ejemplar donde los
homosexuales no son perseguidos ni los desertores envenenados, nos espera con
los brazos abiertos.
© La Nación
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