Por James Neilson |
Lejos de querer ayudar a poner fin a crisis como las que se han hecho rutinarias en la Argentina, son demasiados los que prefieren agravarlas con la esperanza de obtener algunas ventajas.
Dijo una vez Rahm Emanuel, el operador favorito de Barack
Obama: “Nunca hay que echar a perder las oportunidades que ofrece una buena
crisis”. ¿Sabrán hacerlo Mauricio Macri y sus aliados? Parecería que no. Hasta
ahora, los únicos beneficiados por la fase más reciente de la ya casi
centenaria debacle nacional han sido aquellos peronistas que, desde hace un par
de meses, tratan de asegurar que el Presidente pague todos los costos del ajuste
que saben inevitable.
Con menos fervor, los acompañan radicales inquietos que
creen que ha llegado la hora de obligar a sus socios de Pro a cederles más
espacio en la coalición gobernante. Lo hacen asumiendo posturas afines a las
adoptadas por sus rivales peronistas. Es que, para la UCR, conseguir más cargos
políticos es una prioridad ya tradicional: un cuarto de siglo atrás, el viejo
partido apoyó el pacto de Olivos que facilitó la reelección de Carlos Menem
porque a cambio le sería dado ocupar más senadurías y, con ellas, disponer de
centenares de empleos adicionales para los correligionarios.
Huelga decir que a los radicales no les gusta que Macri,
María Eugenia Vidal y otros líderes de Pro hayan declarado la guerra contra
gastos políticos que a su parecer son excesivos; últimamente no se han
difundido datos sobre los costos para el contribuyente de las legislaturas
provinciales, lo que puede entenderse ya que no hay motivos para suponer que
son inferiores a los de sus equivalentes de comarcas norteamericanas o europeas
mucho más ricas. Lo mismo sucede con la Biblioteca del Congreso con sus
aproximadamente 1.600 empleados, un plantel que está absurdamente
sobredimensionado en comparación con los de otros países con colecciones de
libros cien veces mayor.
Macri, pues, se halla ante un panorama conflictivo. La
corporación política se resiste a verse privada de privilegios como el de poder
satisfacer las aspiraciones laborales de militantes y familiares, lo que hace
más comprensible el escaso fervor de muchos oficialistas por el programa de
reformas que está procurando impulsar. Incide en su estado de ánimo el que el
presidente haya sido debilitado por la corrida cambiaria, las protestas
callejeras contra los tarifazos energéticos, el regreso al escenario del Fondo
Monetario Internacional y la sensación de que no cuenta con el respaldo de
todas las facciones de Cambiemos.
También motivan malestar en las filas oficialistas las
maniobras de peronistas, entre ellos personas que son consideradas sensatas y
hasta realistas conforme a las pautas locales, como Miguel Ángel Pichetto y
Juan Manuel Urtubey. Alentado por la baja de las acciones de Macri, el
gobernador de Salta cree que, con un poco de suerte, podría mudarse a Casa
Rosada el año que viene y no, como habían previsto antes, en 2023 o 2027.
Para alarma de los asustados por el espectro de un retorno
triunfal peronista, aun cuando lo encabece alguien como Urtubey que, de
quererlo, podría participar de la mesa chica gubernamental sin cambiar una sola
opinión, la imagen de Macri se ha deteriorado mucho en las semanas últimas. La
caída puede atribuirse no sólo a la decepción que tantos sienten al darse
cuenta de que el país no está por protagonizar el milagro económico vaticinado
o, si se prefiere, prometido por los voceros oficiales más entusiastas, sino
también a la propensión colectiva, alentada por populistas y también por los
macristas mismos, a subestimar la gravedad de la crisis estructural del país.
Negarse a concentrarse en dicha realidad desde el vamos fue un gran error
estratégico.
A más de dos años y medio de iniciar su gestión, Macri por
fin está tratando de convencer a la ciudadanía de que la economía argentina
sencillamente no está en condiciones de satisfacer las expectativas de quienes
dependen por completo de su desempeño. Es muy poco productiva, nada competitiva
y los déficits que se han acumulado son abismales. Por cierto, si el Gobierno –
cualquier gobierno – diera lo que piden a quienes están reclamando más dinero
para su sector particular, un tsunami hiperinflacionario no tardaría en barrer
con buena parte de lo que aún queda en pie. Si bien los fieles a Cristina y los
soldados de la izquierda dura sueñan con una convulsión de tal tipo por suponer
que, además de hacer menos probable la eventual encarcelación de la señora,
mostraría que lo que llaman “el neoliberalismo” no sirve para nada, otros
opositores no pueden sino reconocer que no les convendría en absoluto tratar de
gobernar un país arruinado.
Remodelar la economía para que un día lograra funcionar con
un mínimo de eficiencia requeriría un esfuerzo mancomunado enorme, pero hasta
ahora el gobierno no ha sabido persuadir a la mayoría de que realmente es así.
Por el contrario, hasta hace un par de meses, intentaba brindar la impresión de
que a su juicio sus deficiencias eran meramente coyunturales y que, gracias a
la generosidad de inversores encandilados por el proyecto transformador de
Macri, ni siquiera sería necesario que llevara a cabo un ajuste menor que
podría molestar a los piqueteros.
Puede que en circunstancias determinadas convendría seguir
los consejos de Jaime Durán Barba y dejar que la oposición se encargue de las
malas noticias, pero, por desgracia, en las de la Argentina pos-kirchnerista,
la voluntad de los macristas de dar a entender que les sería fácil desactivar
las bombas de tiempo que Cristina había sembrado al batirse en retirada ya está
teniendo consecuencias muy pero muy ingratas. Aunque tal actitud le permitió a
Macri derrotar a Daniel Scioli en las elecciones de 2015, lo hizo a costa de
impedirle emprender desde el vamos la reestructuración de una economía arcaica
para adecuarla a los tiempos despiadados que corren, tiempos que, como los
sucesos de las semanas últimas acaban de recordarnos, tenderán a hacerse cada
vez más exigentes en los años venideros.
La Argentina es llamativamente vulnerable a los choques
externos que amenazan con multiplicarse. La decisión nada sorprendente de la
Reserva Federal estadounidense de aumentar levemente la tasa de interés de
referencia la golpeó con más fuerza que a cualquier otro país, si bien a la
larga algunos, como Turquía, podrían sufrir todavía más. De todos modos, aun
cuando la mayoría entienda muy bien que la corrida y la voluntad demorada del
gobierno de comenzar a reducir en serio el gasto público para que guardara
cierta relación con los ingresos se debieron más a factores internos que a lo
hecho en Washington, ello no ha sido óbice para que la oposición sacara
provecho de una oportunidad para anotarse algunos puntos en desmedro de Macri.
Quienes aprueban en términos generales “el rumbo” que ha
propuesto el Gobierno acusan a los peronistas presuntamente moderados de
entregarse a la demagogia barata y rezan para que el electorado, aleccionado
por una serie larguísima de desastres atribuibles a distintas variantes del
populismo, los castigue por la falta de madurez así manifestada. Aún es
demasiado temprano para saber cómo será la reacción a mediano plazo de la
sociedad frente a la conducta de los adversarios más oportunistas del gobierno
actual, pero ayudaría al macrismo que la mayoría entendiera que está en juego
mucho más que el destino de ciertos integrantes de la clase política nacional.
En democracia, es normal que los políticos compitan entre
ellos, pero si se dejan obsesionar tanto por sus propias ambiciones que pasan
por alto los intereses de la sociedad en su conjunto, sus esfuerzos sólo serán
destructivos. En muchos países democráticos, el internismo enfermizo de
miembros de la clase o “casta” política que se comportan como si nada más
importara que su propia ubicación en el organigrama del poder ha desprestigiado
tanto a las elites que los demás se han alzado en rebelión, de ahí la llegada
al poder de Donald Trump en Estados Unidos, la victoria del Brexit en el Reino
Unido y lo que está ocurriendo en Italia, donde la mayoría apoya a partidos
resueltos a dinamitar el statu quo.
De mantenerse vigente el tabú político en contra de “los
ajustes”, el futuro del país sería complicado, por decirlo de algún modo; por
razones bien concretas, es claramente imposible que se perpetúe el “modelo”
corporativista de origen radical y peronista. Ya no es cuestión de optar entre
dejar todo más o menos como está por un lado y, por el otro, hacer cuanto
resulte necesario para eliminar los desequilibrios más nefastos, sino de elegir
entre un ajustazo administrado por los representantes del pueblo y un colapso
caótico, como el que tanto daño hizo en los días finales de 2001 y los primeros
meses de 2002.
© Noticias
No hay comentarios:
Publicar un comentario