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sábado, 2 de junio de 2018

La política desbordada por la realidad

Por James Neilson
Es legítimo suponer que quienes han hecho de la política su actividad principal se creen más capaces que los demás de encontrar soluciones viables para los problemas que aquejan a la sociedad en que actúan. Con todo, aunque todos juran ser idealistas resueltos a hacer del mundo un lugar mejor, muchos, acaso la mayoría, están claramente más interesados en aprovechar en beneficio propio las dificultades que surgen que en hacer un esfuerzo inteligente por eliminarlas o, cuando menos, atenuarlas.

Lejos de querer ayudar a poner fin a crisis como las que se han hecho rutinarias en la Argentina, son demasiados los que prefieren agravarlas con la esperanza de obtener algunas ventajas.

Dijo una vez Rahm Emanuel, el operador favorito de Barack Obama: “Nunca hay que echar a perder las oportunidades que ofrece una buena crisis”. ¿Sabrán hacerlo Mauricio Macri y sus aliados? Parecería que no. Hasta ahora, los únicos beneficiados por la fase más reciente de la ya casi centenaria debacle nacional han sido aquellos peronistas que, desde hace un par de meses, tratan de asegurar que el Presidente pague todos los costos del ajuste que saben inevitable.

Con menos fervor, los acompañan radicales inquietos que creen que ha llegado la hora de obligar a sus socios de Pro a cederles más espacio en la coalición gobernante. Lo hacen asumiendo posturas afines a las adoptadas por sus rivales peronistas. Es que, para la UCR, conseguir más cargos políticos es una prioridad ya tradicional: un cuarto de siglo atrás, el viejo partido apoyó el pacto de Olivos que facilitó la reelección de Carlos Menem porque a cambio le sería dado ocupar más senadurías y, con ellas, disponer de centenares de empleos adicionales para los correligionarios.

Huelga decir que a los radicales no les gusta que Macri, María Eugenia Vidal y otros líderes de Pro hayan declarado la guerra contra gastos políticos que a su parecer son excesivos; últimamente no se han difundido datos sobre los costos para el contribuyente de las legislaturas provinciales, lo que puede entenderse ya que no hay motivos para suponer que son inferiores a los de sus equivalentes de comarcas norteamericanas o europeas mucho más ricas. Lo mismo sucede con la Biblioteca del Congreso con sus aproximadamente 1.600 empleados, un plantel que está absurdamente sobredimensionado en comparación con los de otros países con colecciones de libros cien veces mayor.

Macri, pues, se halla ante un panorama conflictivo. La corporación política se resiste a verse privada de privilegios como el de poder satisfacer las aspiraciones laborales de militantes y familiares, lo que hace más comprensible el escaso fervor de muchos oficialistas por el programa de reformas que está procurando impulsar. Incide en su estado de ánimo el que el presidente haya sido debilitado por la corrida cambiaria, las protestas callejeras contra los tarifazos energéticos, el regreso al escenario del Fondo Monetario Internacional y la sensación de que no cuenta con el respaldo de todas las facciones de Cambiemos.

También motivan malestar en las filas oficialistas las maniobras de peronistas, entre ellos personas que son consideradas sensatas y hasta realistas conforme a las pautas locales, como Miguel Ángel Pichetto y Juan Manuel Urtubey. Alentado por la baja de las acciones de Macri, el gobernador de Salta cree que, con un poco de suerte, podría mudarse a Casa Rosada el año que viene y no, como habían previsto antes, en 2023 o 2027.

Para alarma de los asustados por el espectro de un retorno triunfal peronista, aun cuando lo encabece alguien como Urtubey que, de quererlo, podría participar de la mesa chica gubernamental sin cambiar una sola opinión, la imagen de Macri se ha deteriorado mucho en las semanas últimas. La caída puede atribuirse no sólo a la decepción que tantos sienten al darse cuenta de que el país no está por protagonizar el milagro económico vaticinado o, si se prefiere, prometido por los voceros oficiales más entusiastas, sino también a la propensión colectiva, alentada por populistas y también por los macristas mismos, a subestimar la gravedad de la crisis estructural del país. Negarse a concentrarse en dicha realidad desde el vamos fue un gran error estratégico.

A más de dos años y medio de iniciar su gestión, Macri por fin está tratando de convencer a la ciudadanía de que la economía argentina sencillamente no está en condiciones de satisfacer las expectativas de quienes dependen por completo de su desempeño. Es muy poco productiva, nada competitiva y los déficits que se han acumulado son abismales. Por cierto, si el Gobierno – cualquier gobierno – diera lo que piden a quienes están reclamando más dinero para su sector particular, un tsunami hiperinflacionario no tardaría en barrer con buena parte de lo que aún queda en pie. Si bien los fieles a Cristina y los soldados de la izquierda dura sueñan con una convulsión de tal tipo por suponer que, además de hacer menos probable la eventual encarcelación de la señora, mostraría que lo que llaman “el neoliberalismo” no sirve para nada, otros opositores no pueden sino reconocer que no les convendría en absoluto tratar de gobernar un país arruinado.

Remodelar la economía para que un día lograra funcionar con un mínimo de eficiencia requeriría un esfuerzo mancomunado enorme, pero hasta ahora el gobierno no ha sabido persuadir a la mayoría de que realmente es así. Por el contrario, hasta hace un par de meses, intentaba brindar la impresión de que a su juicio sus deficiencias eran meramente coyunturales y que, gracias a la generosidad de inversores encandilados por el proyecto transformador de Macri, ni siquiera sería necesario que llevara a cabo un ajuste menor que podría molestar a los piqueteros.

Puede que en circunstancias determinadas convendría seguir los consejos de Jaime Durán Barba y dejar que la oposición se encargue de las malas noticias, pero, por desgracia, en las de la Argentina pos-kirchnerista, la voluntad de los macristas de dar a entender que les sería fácil desactivar las bombas de tiempo que Cristina había sembrado al batirse en retirada ya está teniendo consecuencias muy pero muy ingratas. Aunque tal actitud le permitió a Macri derrotar a Daniel Scioli en las elecciones de 2015, lo hizo a costa de impedirle emprender desde el vamos la reestructuración de una economía arcaica para adecuarla a los tiempos despiadados que corren, tiempos que, como los sucesos de las semanas últimas acaban de recordarnos, tenderán a hacerse cada vez más exigentes en los años venideros.

La Argentina es llamativamente vulnerable a los choques externos que amenazan con multiplicarse. La decisión nada sorprendente de la Reserva Federal estadounidense de aumentar levemente la tasa de interés de referencia la golpeó con más fuerza que a cualquier otro país, si bien a la larga algunos, como Turquía, podrían sufrir todavía más. De todos modos, aun cuando la mayoría entienda muy bien que la corrida y la voluntad demorada del gobierno de comenzar a reducir en serio el gasto público para que guardara cierta relación con los ingresos se debieron más a factores internos que a lo hecho en Washington, ello no ha sido óbice para que la oposición sacara provecho de una oportunidad para anotarse algunos puntos en desmedro de Macri.

Quienes aprueban en términos generales “el rumbo” que ha propuesto el Gobierno acusan a los peronistas presuntamente moderados de entregarse a la demagogia barata y rezan para que el electorado, aleccionado por una serie larguísima de desastres atribuibles a distintas variantes del populismo, los castigue por la falta de madurez así manifestada. Aún es demasiado temprano para saber cómo será la reacción a mediano plazo de la sociedad frente a la conducta de los adversarios más oportunistas del gobierno actual, pero ayudaría al macrismo que la mayoría entendiera que está en juego mucho más que el destino de ciertos integrantes de la clase política nacional.

En democracia, es normal que los políticos compitan entre ellos, pero si se dejan obsesionar tanto por sus propias ambiciones que pasan por alto los intereses de la sociedad en su conjunto, sus esfuerzos sólo serán destructivos. En muchos países democráticos, el internismo enfermizo de miembros de la clase o “casta” política que se comportan como si nada más importara que su propia ubicación en el organigrama del poder ha desprestigiado tanto a las elites que los demás se han alzado en rebelión, de ahí la llegada al poder de Donald Trump en Estados Unidos, la victoria del Brexit en el Reino Unido y lo que está ocurriendo en Italia, donde la mayoría apoya a partidos resueltos a dinamitar el statu quo.

De mantenerse vigente el tabú político en contra de “los ajustes”, el futuro del país sería complicado, por decirlo de algún modo; por razones bien concretas, es claramente imposible que se perpetúe el “modelo” corporativista de origen radical y peronista. Ya no es cuestión de optar entre dejar todo más o menos como está por un lado y, por el otro, hacer cuanto resulte necesario para eliminar los desequilibrios más nefastos, sino de elegir entre un ajustazo administrado por los representantes del pueblo y un colapso caótico, como el que tanto daño hizo en los días finales de 2001 y los primeros meses de 2002.

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