Por Laura Di Marco
"Si el proyecto del aborto es rechazado en Diputados,
¿no será leído como un fracaso del Gobierno?", preguntó atinadamente un
ministro en la reunión de gabinete del último martes. Marcos Peña recogió el
guante y respondió con lo que de aquí en más será la nueva narrativa del
Gobierno: "Más allá de cualquier resultado, nosotros ya ganamos al haber
habilitado la discusión".
El resultado, después de una madrugada para el
infarto, fue un triunfo ajustado en favor de la legalización, con la inestimable
ayuda de dos votos del PJ pampeano.
Es decir, fue un triunfo a pesar del propio Macri y de las
principales espadas de Cambiemos que se habían manifestado públicamente en
contra. Muy cerca de Peña, en aquella reunión, Macri transformaba una debilidad
en virtud política. Se jactaba de que nadie en el oficialismo le había
consultado cómo votar. Pero ¿cómo habrían de consultarle un asunto que
atraviesa a la sociedad argentina, pero que él mismo se había negado a liderar?
La despenalización de la interrupción voluntaria del
embarazo no solo es una bandera del feminismo -y de un feminismo popular, como
#NiUnaMenos-, sino de un importante sector de la clase media, base de votantes
de Cambiemos. Es decir, Macri confinó a la orfandad política a una porción
importante de sus propios simpatizantes cuando optó por desligarse de la
principal bandera de una agenda de género que él mismo había fogoneado.
¿Alguien puede imaginar a un Alfonsín impulsando el proyecto del divorcio y, a
la vez, oponiéndose a él?
La narrativa de Marcos Peña habría sido difícil de creer, si
el proyecto fracasaba en Diputados. Por el contrario, más allá del núcleo duro
de Cambiemos, gran parte de la sociedad habría leído, con toda lógica, que la
derrota en el Congreso configuraba una derrota del propio Macri. Pero
paradójicamente fue la oposición peronista y kirchnerista la que, con su voto
positivo, acudió en su auxilio y, a su pesar, lo ayudó a abortar un papelón.
Más allá de estas incongruencias, haber habilitado una
deliberación cajoneada por décadas -sobre todo, por la década K, que se ufana
de haber generado una inédita ampliación de derechos- sigue teniendo un inmenso
valor político. Macri, a diferencia de Cristina, no se mimetizó con el Estado y
le dio luz verde a una iniciativa con que la que él no estaba de acuerdo. No
importa si lo hizo por recomendación de Durán Barba para tapar con una cortina
de humo las dificultades económicas. Lo importante es que lo hizo. La historia
suele juzgar hechos, no intenciones.
El desarrollo de un debate en la escena pública es, en sí
mismo, un proceso transformador. Luis Moreno Ocampo, que se crió en una familia
tradicionalista, suele contar que, mientras él era fiscal del juicio a las
Juntas, su madre era partidaria de Videla e, incluso, comulgaba con él. Sin embargo,
cuando ese juicio televisado llegó a su fin, la señora llamó a su hijo para
informarle que, después de haber visto tanto horror, había cambiado su posición
y ahora estaba convencida de que el dictador debía estar preso.
En el contexto de una cultura política verticalista,
colonizada por la obediencia debida del peronismo, también es innovadora la
diversidad dentro de la propia coalición oficialista. Las fotos con los
pañuelos verdes y celestes, de ambos bandos del Gobierno, oxigenó la escena de
la política. Claro que no todo es tan glamoroso: la grieta interna -que, en
algunos casos, dividió a los matrimonios del poder- dejó, por un lado, heridas
que habrá que suturar y, por otro, casos curiosos como las diferencias
conyugales entre Marcos Peña y su esposa, la escritora Luciana Mantero, que se
declaró a favor del aborto seguro. En Peña probablemente incida la influencia
familiar. Su madre, Clara Braun Cantilo, es catequista e hiperreligiosa y sus
cuatro hermanos son todos muy católicos. Incluso, uno pertenece al Opus Dei. En
el otro extremo, su familia política es cercana a la izquierda del Partido
Obrero. El jefe de Gabinete suele enorgullecerse de estos puentes de
convivencia.
Sin embargo, nada de esto parece alcanzar ante el hecho de
que Macri se perdió la oportunidad histórica de imprimir su huella poniéndose
al hombro un proyecto democratizador para la vida de los argentinos, a
diferencia de otros presidentes de la democracia. Por el contrario, evitó
intervenir en una sesión crucial, en la que su espacio votó mayoritariamente en
contra de la legalización (65 versus 42). Definitivamente, en la madrugada del
jueves, Cambiemos no le hizo honor a su nombre.
Un escenario que se potencia ante la dificultad que
seguramente encontrará la despenalización en el Senado, dominado por los
representantes del justicialismo federal, tradicionalmente más apegados al
statu quo.
La discusión en torno al aborto se metió, inesperadamente,
en la vida cotidiana de los argentinos y compitió, en el interés público, con
un evento que parecía imbatible: el Mundial. Toda una novedad política que, al
mismo tiempo, creó su propia grieta. La rigidez del fanatismo colonizó las
redes sociales y volvió a dividir a las familias y a los amigos. Retornó esa
violencia verbal bien argenta, maridada con escraches y aprietes a los
diputados de uno y otro lado del mostrador. Parece que ciertas pasiones tocan
nuestra fibra más oscura.
Pero, en el mar de esa intensidad, también aparecieron
transversalidades impensadas, como el aplauso que le arrancó Fernando Iglesias
-enemigo público número uno de los K- a la bancada del Frente para la Victoria.
O la coincidencia en favor de la legalización de Ginés González García,
exministro de Salud del kirchnerismo, y Adolfo Rubinstein, actual titular de
esa cartera. En medio de una polémica atravesada por la adrenalina, la grieta
se ensanchaba por un lado, pero se achicaba por el otro.
Desmarcado del espíritu mayoritario de su bancada, Iglesias
ofreció uno de los argumentos más interesantes de la discusión cuando observó
que, en los países avanzados, donde mayoritariamente el aborto es legal, la
tasa de la interrupción voluntaria del embarazo cayó, mientras que en aquellos
países donde continúa penalizado sucede todo contrario.
El forcejeo de los diputados proyectó escenas de la
Argentina explícita. En plena votación, Lilita se refugiaba en una Iglesia para
rezar; Monzó -destinado, a lo Cobos, para desempatar- mantenía un crucifijo
sobre su escritorio; una diputada antiabortista alertaba sobre el tráfico de
"cerebros e hígados de fetos"; su par correntina comparaba a las
mujeres con las perritas embarazadas, y la bancada del FPV enarbolaba pañuelos
verdes, cuando durante 12 años agachó la cabeza ante una jefa que se negó
siquiera a abrir la discusión. Todo eso mientras Pichetto, un histórico
peronista conservador, ya se había encargado de anunciar su sorpresiva reconversión
al feminismo, una vez que el proyecto ingrese al Senado. Postales de un país
desopilante.
La Argentina sigue dando muestras de su extravagancia
política. Sin demasiada convicción, un gobierno tildado de centroderecha logró
sacar del closet un tema tabú y hasta podría terminar, finalmente, con décadas
de clandestinidad.
© La Nación
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