Por Norma Morandini (*) |
Tras una serie de consideraciones entre el derecho y el poder
-palabra que sustituye por "fuerza"-, las vacilaciones en torno al
odio y el amor y la necesidad de establecer vínculos afectivos entre las
personas, el médico concluye: "Todo lo que impulse la evolución cultural
obra contra la guerra". O sea, no hay antídoto más eficaz contra la
violencia que los cambios culturales y el temor a las consecuencias de la
guerra futura. Una sentencia que inspiró y guio a la colombiana María Alejandra
Villamizar para promover esas modificaciones de actitudes y comportamientos en
su país, dominado por décadas de violencia.
Con el telón de fondo de los acuerdos de paz con las FARC
para que los guerrilleros abandonaran las armas y se insertaran en la vida
política, diseñó un programa tan fascinante como aleccionador para incentivar
la participación de los ciudadanos en ese proceso histórico que se negociaba en
La Habana. Ella sabía que los cambios culturales no se decretan, son a largo
plazo y, sobre todo, nacen en el corazón, que ordena a la razón y el sentido
común tener nuevos comportamientos. ¿Qué es el cambio cultural si no la
evolución humana en el sentido de la civilización y el progreso?
Por un lado, se debía contrariar la sentencia del inglés
Thomas Hobbes, para quien los acuerdos sin espadas son puras palabras, ya que
se eligió la palabra como el mejor y más eficaz instrumento de pacificación.
Pero la palabra limpia de la opacidad de las agresiones y la extorsión del
miedo. Ayuda a entender el valor y el significado de los acuerdos de paz, para que
incorporen en sus vidas cotidianas los hábitos civilizados del buen conversar,
sin agravios. Si las negociaciones con los guerrilleros fueron difíciles, el
otro gran desafío para los colombianos es reaprender a convivir sin el miedo y
la desconfianza de años de conflictos armados. Ese fue el cometido del gobierno
del presidente Santos a Villamizar, quien como periodista conocía muy bien el
conflicto con las FARC, pero como asesora pedagógica encaró esa conversación
con paciencia, para incentivar la participación ciudadana y que los colombianos
ganaran estima de sí mismos, sin el fatalismo de ver la violencia como un
destino histórico.
Bajo el paraguas del Alto Comisionado de las Naciones
Unidas, los expertos de Suecia, un país ejemplo de la convivencia pacífica, y
la ayuda de Noruega, Villamizar diseñó y dirigió un programa tan fascinante
como ejemplificador. "La conversación más grande del mundo", no como
una propuesta megalómana, sino como la mayor aspiración de la humanidad, la
paz.
Convencida, también, de que "somos lo que
hablamos" y de que las palabras construyen realidades, ella cuenta:
"Comenzamos una conversación de paz a la que se fueron uniendo más y más
colombianos: jóvenes, víctimas, militares, políticos, gremios, grupos sociales,
entre muchos otros, para hacer, literalmente, la conversación más grande del
mundo".
Al final, es un proceso de cambio cultural. Se necesita del
compromiso del Estado. Hay que hacer una educación para la paz que parta de la
enseñanza de las emociones, de educar en el respeto por el otro, de formar para
la convivencia y las diferencias. Sin embargo, las modificaciones culturales,
la incorporación de nuevos valores democráticos, trascienden los gobiernos y
deben contar con dos protagonistas claves, los maestros y la ciudadanía.
El programa cuenta hasta con un decálogo del buen conversar,
para poder convertir una conversación espinosa en una enriquecedora experiencia
de comunicación que puede sintetizarse en tres reglas básicas: escuchar, ser
honesto y no juzgar. Casi como una autoayuda colectiva para sufrir menos. Es lo
que me decía a mí misma desde que descubrí a Villamizar y su pedagogía del
encuentro, desde que pude acompañar el proceso y la firma de los acuerdos de
paz y el rechazo del plebiscito, que lejos de invalidar el programa lo tornaron
acuciante para sostener el proceso de paz ya iniciado.
Los argentinos también podemos reconocer que los que
efectivamente han sufrido, las víctimas reales de la violencia, son los
principales pacifistas. Tal vez, ingenuamente, aspiramos a que nuestro
testimonio sirva para proteger a las nuevas generaciones del sufrimiento que
padecimos por causa del odio y de la violencia. Ante el actual griterío
público, me inquietan las irresponsables expresiones de los que nos prometen
más dolor y sufrimiento para el futuro, sin reconocer todo el daño y el atraso
que nos trajo la cultura de la confrontación.
El corazón de los argentinos no late diferente al de los
sudafricanos, agraciados por ese hombre extraordinario, Nelson Mandela, ni al
del escritor israelí David Grossman, para quien "el dolor es más fuerte
que la ira", al que un misil en el sur del Líbano le mató un hijo de
veinte años y es un pacifista. Tampoco difiere del de Clara Rojas, secuestrada
seis años por los guerrilleros de las FARC, embarazada en la selva, separada de
su hijo y militante de la paz en su país; o al del escritor colombiano Héctor
Abad Faciolince, a quien los paramilitares le mataron a su padre, un médico
activista defensor de los derechos humanos que abogaba por la pacificación.
Abad Faciolince, que escribió el libro Ya somos el olvido que seremos, línea
del poema inédito que apareció en el bolsillo de su padre cuando murió,
explica: "Escribir sobre el crimen de un hombre bueno me curó de la
necesidad de aspirar una cárcel para los asesinos".
Los buenos argentinos, la mayoría, no somos diferentes a los
que en el mundo reconocieron que las crisis económicas se resuelven en años,
pero los conflictos de violencia se comen generaciones enteras. Si no, cómo
explicarnos que después del mayor consenso al que llegó nuestro país, el Nunca
Más, en la cuarta década democrática tras el último gobierno militar sobrevivan
el miedo y abunden los comisarios políticos que controlan cómo hablamos, que el
decir público sea tan agresivo, que los panelistas televisivos hagan del grito
un anzuelo para la audiencia y la palabra democracia, consagrada ampliamente
por nuestra Constitución, haya sido remplazada por la palabra patria, cuya
connotación no siempre es democrática ya que los que la invocan deciden quiénes
son los compatriotas y desprecian o descalifican a los otros.
En los últimos tiempos se escucha por doquier entre los que
tienen voz pública, en referencia a lo que dicen o escriben: "¡Oh, por
esto me matan!".
¿Quién mata? ¿Los que gritan más fuerte? ¿Los que nos
patrullan ideológicamente? Las palabras no son inocentes: la expresión revela
que entre nosotros decir lo que pensamos no es lo que debiera ser, un acto de
libertad y honestidad personal, sino una manifestación de coraje. Si pudiéramos
reconocer que el alma de nuestro país está profundamente herida por esa
intolerancia, que el odio enferma, que nadie vive bien las ofensas, las peleas
familiares y las descalificaciones personales, que la igualdad ante la ley no
es solo un ideal democrático, sino la obligación ciudadana para respetarnos y
reconocernos, tal vez, entendamos que nosotros también debemos desarmarnos del
odio y de la violencia que nos atraviesan. Y, al igual que los colombianos,
debemos aprender a conversar para que la palabra democrática recupere todo el
significado de igualdad, respeto y libertad que la alimenta. Y el futuro deje
de ser una amenaza.
(*) Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado
© La Nación
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