Por Arturo Pérez-Reverte |
En este sentido dije alguna vez –éste es mi
artículo 1.300 en XLSemanal, así que casi todo lo he dicho
alguna vez– que tal como está el paisaje, incluido el familiar, los buenos
maestros son nuestra última esperanza. Y que debería hacerse con éstos una
profesión de élite, rigurosamente seleccionada, con buena paga, respetada,
mimada por la sociedad a la que sirve y cuyo futuro, en buena parte, de ella
depende.
Pienso en eso al recibir carta de un profesor del
instituto Mariano José de Larra de Madrid: uno de los que todavía creen que el
combate vale la pena. Me cuenta que hace salidas con los alumnos por el barrio
de las Letras de Madrid, lugar mítico donde, en pocas calles, vecinos unos de
otros, odiándose como españoles, volcando en filias y fobias su talento y su
grandeza, Quevedo, Lope de Vega, Góngora, Calderón, Cervantes y otros autores
vivieron y murieron durante el Siglo de Oro, el más fecundo y asombroso de
nuestra cultura. Pasea por tales calles con sus alumnos, cuenta el profesor,
mostrándoles todo eso: la casa de Lope, la placa donde estuvo la vivienda que
compró Quevedo para echar a Góngora, el convento donde enterraron a Cervantes y
la casa en la esquina de la calle del León –o lugar en el que estuvo–, donde
vivió sus últimos años y murió el autor de El Quijote.
Llegado a ese punto de su carta, el profesor, como
buen héroe solitario y quijotesco, hace una sugerencia deliciosamente ingenua.
Usted que está en la Real Academia y sus compañeros, señor Reverte –dice–, en
una formidable institución que en otro tiempo compró y puso a salvo la casa de
Lope de Vega, situada en la misma calle, ¿no han pensado hacer lo mismo con la
de Cervantes? En estos tiempos en que tanto se derrocha en gastos efímeros,
¿imagina que en vez de una tienda de calzado, como la que hay en la planta
baja, se reconstruyera la vivienda del mayor genio de las letras universales, y
pudiera visitarla el público? Piense usted –prosigue– en la recreación del
ambiente en que pasó sus últimos días Cervantes, los interiores, la calle vista
desde las ventanas enrejadas. ¡Lope y Cervantes de nuevo cara a cara,
frente a frente, en la misma calle en la que vivieron! ¿Imagina lo que harían
ingleses, franceses o alemanes si tuvieran eso?… Y concluye con un
párrafo cuyo tierno candor casi llena los ojos de lágrimas. «¿El
dinero? No faltarían mecenas. ¡Qué gran publicidad! Eso quedaría para el
futuro».
¿Qué responderle al buen profesor? ¿Que la Real
Academia Española, que con las otras 22 academias hermanas –la última, Guinea
Ecuatorial– gestiona la delicada diplomacia de la unidad lingüística de 550
millones de hispanohablantes, lucha prácticamente sola, olvidada por el Estado,
asfixiada económicamente por la mala voluntad del gobierno de Mariano Rajoy,
que en dos legislaturas –a diferencia de sus predecesores– no ha encontrado
media hora para visitar el edificio de la calle Felipe IV? ¿Que el poco dinero
con que cuenta la RAE se destina a mantener las complejas y caras estructuras,
la plantilla de personal contratado y los medios técnicos que hacen posible que
un estudiante mexicano, un abogado argentino, un profesor colombiano, un médico
cubano, utilicen el mismo Diccionario, la misma Ortografía y la misma
Gramática? ¿Que entre españoles capaces de llamar a don Pelayo mito
franquista, facha al almirante Cervera o democracia de baja
calidad a la que disfrutamos, en este disparate donde cualquier
imbécil analfabeto, cualquier pedorra sin cualificar, osan discutirle un
concepto a Juan Pablo Fusi, Sánchez Ron, Gregorio Salvador, Javier Marías o
Vargas Llosa, o sea, en este antiguo lugar hoy en plena demolición, la casa
donde murió Cervantes importa menos que una final de liga o el resultado de
Operación Triunfo?
Lo siento, querido profesor, es la respuesta. Su
noble sugerencia sólo conmueve a cuatro gatos, y ninguno tiene medios para
llevarla a cabo. Seguirá usted luchando solo, como aquí es costumbre. Y cuando
lleve a sus alumnos ante el lugar donde murió Cervantes, frente al portal de la
zapatería, tendrá que suplir con sus palabras, en la soledad de su voluntad, su
lucidez, su imaginación y su coraje, lo que la desidia y la incompetencia dan
al olvido en esta España miserable, desmemoriada e ingrata.
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