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lunes, 4 de junio de 2018

La casa que nunca será

Por Arturo Pérez-Reverte
Hay héroes solitarios, guerreros aislados cuyo tesón admira e incluso enternece: gente que lucha a contracorriente incluso cuando, tarde o temprano, comprueba que la victoria estaba descartada desde el principio, y que lo de verdad necesario era luchar. Eso es decisivo en el caso de los padres, de los maestros, de todos aquellos que, de una u otra forma, influyen en niños y jóvenes.

En este sentido dije alguna vez –éste es mi artículo 1.300 en XLSemanal, así que casi todo lo he dicho alguna vez– que tal como está el paisaje, incluido el familiar, los buenos maestros son nuestra última esperanza. Y que debería hacerse con éstos una profesión de élite, rigurosamente seleccionada, con buena paga, respetada, mimada por la sociedad a la que sirve y cuyo futuro, en buena parte, de ella depende.

Pienso en eso al recibir carta de un profesor del instituto Mariano José de Larra de Madrid: uno de los que todavía creen que el combate vale la pena. Me cuenta que hace salidas con los alumnos por el barrio de las Letras de Madrid, lugar mítico donde, en pocas calles, vecinos unos de otros, odiándose como españoles, volcando en filias y fobias su talento y su grandeza, Quevedo, Lope de Vega, Góngora, Calderón, Cervantes y otros autores vivieron y murieron durante el Siglo de Oro, el más fecundo y asombroso de nuestra cultura. Pasea por tales calles con sus alumnos, cuenta el profesor, mostrándoles todo eso: la casa de Lope, la placa donde estuvo la vivienda que compró Quevedo para echar a Góngora, el convento donde enterraron a Cervantes y la casa en la esquina de la calle del León –o lugar en el que estuvo–, donde vivió sus últimos años y murió el autor de El Quijote.

Llegado a ese punto de su carta, el profesor, como buen héroe solitario y quijotesco, hace una sugerencia deliciosamente ingenua. Usted que está en la Real Academia y sus compañeros, señor Reverte –dice–, en una formidable institución que en otro tiempo compró y puso a salvo la casa de Lope de Vega, situada en la misma calle, ¿no han pensado hacer lo mismo con la de Cervantes? En estos tiempos en que tanto se derrocha en gastos efímeros, ¿imagina que en vez de una tienda de calzado, como la que hay en la planta baja, se reconstruyera la vivienda del mayor genio de las letras universales, y pudiera visitarla el público? Piense usted –prosigue– en la recreación del ambiente en que pasó sus últimos días Cervantes, los interiores, la calle vista desde las ventanas enrejadas. ¡Lope y Cervantes de nuevo cara a cara, frente a frente, en la misma calle en la que vivieron! ¿Imagina lo que harían ingleses, franceses o alemanes si tuvieran eso?… Y concluye con un párrafo cuyo tierno candor casi llena los ojos de lágrimas. «¿El dinero? No faltarían mecenas. ¡Qué gran publicidad! Eso quedaría para el futuro».

¿Qué responderle al buen profesor? ¿Que la Real Academia Española, que con las otras 22 academias hermanas –la última, Guinea Ecuatorial– gestiona la delicada diplomacia de la unidad lingüística de 550 millones de hispanohablantes, lucha prácticamente sola, olvidada por el Estado, asfixiada económicamente por la mala voluntad del gobierno de Mariano Rajoy, que en dos legislaturas –a diferencia de sus predecesores– no ha encontrado media hora para visitar el edificio de la calle Felipe IV? ¿Que el poco dinero con que cuenta la RAE se destina a mantener las complejas y caras estructuras, la plantilla de personal contratado y los medios técnicos que hacen posible que un estudiante mexicano, un abogado argentino, un profesor colombiano, un médico cubano, utilicen el mismo Diccionario, la misma Ortografía y la misma Gramática? ¿Que entre españoles capaces de llamar a don Pelayo mito franquista, facha al almirante Cervera o democracia de baja calidad a la que disfrutamos, en este disparate donde cualquier imbécil analfabeto, cualquier pedorra sin cualificar, osan discutirle un concepto a Juan Pablo Fusi, Sánchez Ron, Gregorio Salvador, Javier Marías o Vargas Llosa, o sea, en este antiguo lugar hoy en plena demolición, la casa donde murió Cervantes importa menos que una final de liga o el resultado de Operación Triunfo?

Lo siento, querido profesor, es la respuesta. Su noble sugerencia sólo conmueve a cuatro gatos, y ninguno tiene medios para llevarla a cabo. Seguirá usted luchando solo, como aquí es costumbre. Y cuando lleve a sus alumnos ante el lugar donde murió Cervantes, frente al portal de la zapatería, tendrá que suplir con sus palabras, en la soledad de su voluntad, su lucidez, su imaginación y su coraje, lo que la desidia y la incompetencia dan al olvido en esta España miserable, desmemoriada e ingrata.

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