Por Javier Marías |
Numerosas familias viven en la pobreza o
están a punto de caer en ella, pero tampoco hay una hambruna generalizada
(hablo sólo de nuestros países occidentales, claro está). Por suerte, ninguna
de las plagas con que la OMS nos alarma cada año se han convertido en tales. En
cuanto a España, dentro de la gravedad, a lo largo de casi seis años de procés no se ha producido un solo muerto, y no era
difícil que cayera alguno. ETA paró de matar y se ha disuelto, y nunca está de más
recordar cuántos asesinatos cometía al mes durante los ochenta y los noventa
del pasado siglo.
Y sin embargo,
desde hace por lo menos un lustro percibo en la gente un estado de exasperación
al que personalmente no veo mucha justificación. Lo percibo a nivel colectivo y
a nivel individual. He hablado aquí de esos sujetos que no pasan una; que, si
cometen una infracción y alguien se atreve a afeársela, son capaces de agredir
a ese alguien o de pegarle un tiro. Hay demasiados sulfurosos que saltan por cualquier
cosa, y a la primera. Lo mismo sucede con las masas: en seguida se encolerizan,
no vacilan en echarse a la calle para protestar o maldecir, unas veces con
razón y otras con exageración. Están de moda —extraña y desagradable moda— la
ira, la indignación, el furor. Todo es “intolerable” e “histórico” y
“cataclísmico”, cualquier abuso es tildado de “genocidio” (hubo quien así
calificó las estúpidas cargas policiales del 1 de octubre en Cataluña), las
multitudes deciden qué es punible, y lo que opinen jurados o jueces les trae
sin cuidado. El asunto más baladí se convierte en cuestión de Estado o por lo
menos de referéndum. Yo supongo que parte de la culpa de la exasperación
continua y en el fondo inmotivada la tienen las redes sociales, que por suerte
no he frecuentado jamás. Muchos ingenuos se informan sólo a través de ellas, y
así tienen una visión permanentemente distorsionada, falseada y melodramática
de la realidad. Pero no son sólo ellas, o bien es que ellas han contagiado e
infectado a los periódicos y a los telediarios.
Estos últimos (sean los parciales y torpísimos de TVE o los parciales y
bufonescos de la Sexta) no sólo disparan sus decibelios para tratar cualquier
tontada, sino que exprimen la tontada en cuestión hasta convertir sus
informativos en extenuantes monográficos. Si hay nevadas, se anuncian
catástrofes varias durante veinte minutos; si se cae un árbol que mata o no
mata, logran que la población entera mire todos los árboles con pavor y no ose
entrar en un parque; si un par de políticos han falseado o inflado sus curricula (algo
que seguramente hace el 80% de la ciudadanía), eso ocupa horas y horas de
noticias y tertulias a lo largo de jornadas sin fin; si una pareja de líderes
se compra un chalet, corren ríos de tinta y palabra al respecto y se organiza
un megalómano plebiscito para ver si puede seguir en el cargo (en este sentido
estoy muy decepcionado de que en su momento Pablo Iglesias no consultara a las
bases podemitas si podía ponerse corbata o no; se le ha visto llevar sin
permiso tan sospechosa prenda más de una vez). Los sucesos, que hasta hace unos
años eran noticias secundarias, se han adueñado de los informativos,
trasladándole al espectador una sensación de que se delinque sin parar, de que
estamos amenazados por mafias internacionales sin cuento, de que millares de
ciudadanos son asaltados o violados, de que vivimos acogotados: cuando lo
cierto es que España es, por fortuna, uno de los países con más bajos índices
de criminalidad del planeta (no quiero ni pensar que nuestra situación fuera la
de Venezuela, México, Honduras o Estados Unidos, con sus demenciales matanzas
en las escuelas y por doquier). Este alarmismo perpetuo, esta exageración deliberada,
esta alerta inducida en la que nos sumergen los medios, va minando nuestro
ánimo y nuestra templanza. La gente vive en vilo e innecesariamente
sobresaltada, va de susto en susto y de irritación en irritación. Yo mismo he
comprobado este histerismo, tras escribir opiniones tan inocuas como que cierto
tipo de teatro no me gustaba o que me era imposible suscribir la grandeza de una
poeta santificada por decreto municipal. Se ha conseguido no sólo que muchas
personas estén exasperadas, sino que busquen más motivos de exasperación, que
se nutran de ella y se regodeen en ella; y que, si no los hallan, se los
inventen. Hace demasiado tiempo que nada se vive con sosiego, que la existencia
cotidiana está contaminada de desquiciamiento, que casi todo es objeto de
desmesura y exageración. Francamente, no creo que sea la mejor manera de pasar
de un día a otro, y eso, nos guste o no, es lo que nos toca a los vivos, pasar
serena y modestamente de un día a otro y atravesar las noches sin angustias
extremas. Inclementes políticos, periodistas y tuiteros: déjennos intentarlo,
por favor.
© El País
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