Por Miguel
Munárriz
En El revés y el derecho (Alianza
editorial) Albert Camus dice: “Aquel
calor hermoso que imperó en mi infancia me vedó cualquier resentimiento”.
Camus se refiere al sol mediterráneo de la infancia
en su Argelia natal porque así lo dice en otra edición del libro. A mí me
ocurre igual, pero no es solo por el sol sino por el calor humano con que me
arroparon en mi infancia.
El sol también forma parte de mi tejido amoroso, un
sol tímido del norte que intenta despintarme los labios morados cuando salgo
tiritando del fondo del Cantábrico. Y aunque mi memoria sea la de la nieve, yo
recuerdo “estos días azules y este sol de la infancia”, como escribió Antonio
Machado en sus últimos días en Collioure, “deshilachado y roto por los puños”,
en donde se quedó para siempre como un triste recuerdo de lo que nunca debería
haber pasado. De Federico no podemos decir lo mismo porque no sabemos en dónde
se quedó a morir. “El crimen fue en Granada”, lloró al escribirlo don Antonio.
1. El crimen
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
—sangre en la frente y plomo en las entrañas—
… Que fue en Granada el crimen
sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
—sangre en la frente y plomo en las entrañas—
… Que fue en Granada el crimen
sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.
2. El poeta y la muerte
Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
—Ya el sol en torre y torre, los martillos
en yunque— yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
«Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban…
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!»
sin miedo a su guadaña.
—Ya el sol en torre y torre, los martillos
en yunque— yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
«Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban…
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!»
3.
Se le vio caminar…
Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!
Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!
Antonio Machado, miembro de la Real Academia Española desde 1927,
nunca llegó a tomar posesión de su sillón.
Al empezar el año 1939 se sube a un vehículo de la Dirección de Sanidad, que le facilita el doctor José Puche, y sale de Barcelona junto a parte de su familia y unos pocos amigos, entre los que están el filósofo Joaquín Xirau, el filólogo Tomás Navarro Tomás, el poeta Carles Riba y el escritor Corpus Barga.
En su libro Camposanto en Collioure (Ediciones
Trea), Miguel Barrero lo cuenta así:
“Quizás fue la imagen estremecedora de esa masa
informe, de todos esos cuerpos sumergidos en el anonimato y desplazándose a un
ritmo irregular, torpes, cansados, la que propició la confesión que, en algún
momento, hizo Antonio Machado a Tomás Navarro Tomás, esas palabras
dolorosamente conmovedoras que el poeta pronunciaría con voz pausada y
temblorosa, como si no acabara de creer todo lo que estaba sucediendo pese a
saberlo trágicamente real, como si en el fondo dudase de la conveniencia de
encontrarse donde se encontraba y no donde realmente debiera haberlo ubicado su
propio destino: «Yo no debería salir de España», dicen que dijo Machado en esas
horas de terror y angustia, en esos momentos de desconsuelo y llanto, «sería
mejor que me quedara a morir en una cuneta». Son palabras agónicas,
desesperanzadas, que suman a la desazón por el propio destino la deprimente
asunción de otros muchos destinos ajenos —es curioso que las consecuencias que
tuvo la Guerra Civil para aquellos que la perdieron se resuman con los nombres
de tres poetas (Federico García Lorca, Miguel Hernández y Antonio Machado)
cuyas muertes simbolizan, a su vez, los tres castigos supremos que tanto el
conflicto como quienes se acabarían alzando con la victoria iban a infligir a
sus adversarios: fusilamiento, cárcel y exilio…”
En Collioure se hospedaron en el Hotel
Bougnol-Quintana. Miguel Barrero cuenta en su libro que al llegar a la estación
le preguntaron a un empleado de ferrocarriles por un sitio para alojarse:
“—Pueden ir al Bougnol-Quintana —respondió—. Yo me
hospedo allí y no es caro. No tiene pérdida: está a unos trescientos metros en
línea recta, bajando en dirección al pueblo, aunque con la que está cayendo el
río baja bastante crecido y no les va a quedar más remedio que bordear la
Placette”.
Llegar hasta el lugar indicado no fue fácil porque
además de la lluvia estaban de obras en la avenida de la estación, por lo que
tampoco se podía coger un taxi y tuvieron que hacer el camino a pie.
En Camposanto en Collioure,
Barrero escribe:
“Ana Ruiz, la madre de Machado, estaba exhausta; el
escritor Corpus Barga, que la cogió en brazos para trasladarla calle abajo,
contaría después que la mujer, aferrada a sus hombros, no dejaba de preguntar
—víctima de una nostalgia senil e imposible, tal vez necesitada de ubicarse
fantasiosamente en una infancia a la que no iba a volver y en la que tal vez ni
siquiera había sido feliz, pero que sin duda era mucho mejor que aquel
deambular sin término, a merced de un rumbo indeterminado y errático— si aún
les faltaba mucho para llegar a Sevilla. El terco interrogante de la anciana
—«¿falta mucho para llegar a Sevilla?, ¿falta mucho para llegar a Sevilla?»—
fue lo único que se permitieron escuchar los miembros de la cabizbaja comitiva
hasta que llegaron a la anunciada Placette…”.
Machado murió en menos de un mes y su madre al mes
siguiente.
Dos años más tarde, el 5 de mayo de 1941, don
Antonio Machado fue expulsado postmortem del Cuerpo de Catedráticos de
Instituto.
“Españolito que vienes/al mundo te guarde Dios/una
de las dos Españas/ha de helarte el corazón”.
Machado había escrito:
“Tengo un gran amor a España y una idea de España
completamente negativa. Todo lo español me encanta y me indigna al mismo
tiempo. Mi vida está hecha más de resignación que de rebeldía; pero de cuando
en cuando siento impulsos batalladores que coinciden con optimismos momentáneos
de los cuales me arrepiento y sonrojo a poco indefectiblemente. Soy más
autoinspectivo que observador y comprendo la injusticia de señalar en el vecino
lo que noto en mí mismo. Mi pensamiento está generalmente ocupado por lo que
llama Kant conflictos de las ideas trascendentales y busco en la poesía un
alivio a esta ingrata faena. En el fondo soy creyente en una realidad
espiritual opuesta al mundo sensible”.
(No dejen de leer lo que Miguel Barrero publicó en
Zenda este martes sobre la patria).
Y mientras escribo me doy cuenta de que he
necesitado la música todo el tiempo. La mañana se va mientras escucho Suffering, de The war on drugs y
dejo que suene el sufrimiento de vivir perdidos
en un sueño.
© Zenda –
Autores, libros y compañía
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