Por Cristian Vázquez
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Existe desde hace unos años una especie de furor por los cuadernos. La
oferta resulta cada vez mayor: desde los Moleskine —tan clásicos y carísimos y
tan cool— y todas sus más o menos plagiarias imitaciones, hasta los
artesanales que se ofrecen en cualquier feria callejera que se precie de tal.
Se trata de una pasión que excede a los cuadernos y alcanza todo lo que designa
la palabra inglesa stationery, el material de papelería destinado a
la escritura: papeles, sobres, bolígrafos y una amplia gama de otros productos.
No creo demasiado arriesgado suponer que esta revalorización de los
cuadernos es hija de la masificación de la tecnología digital. Vivimos tiempos
en que casi todo lo que escribimos lo escribimos en computadoras, tabletas y
teléfonos. Escribir a mano se ha tornado una
suerte de ritual arcaico, muy alejado del utilitarismo del trabajo y los
mensajes urgentes y el entretenimiento instantáneo de las redes sociales, cercano
a la intimidad, a la introspección, al deseo de apearse al menos por un rato
del ritmo frenético de nuestros días.
Ya que la escritura manuscrita ha adquirido ese aura de liturgia
privada, no es extraño que el soporte también concite mayor atención. Buscamos
que sea especial, que sea de algún modo digno de la calidez que hemos de volcar
en sus páginas. Todo esto ha contribuido (al igual que el capitalismo y el
consumismo, por supuesto) con el desarrollo de un auténtico fetichismo por los
cuadernos. “Al tener aquel cuaderno en las manos por primera vez, sentí algo
parecido a un placer físico, una súbita, incomprensible oleada de bienestar”,
dice el escritor Sidney Orr, protagonista de la novela La noche del
oráculo, de Paul Auster. Una descripción con la cual todo amante de los
cuadernos se debe sentir, sin duda, plenamente identificado.
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La escritora catalana Eva Piquer declaró en una ocasión que, para ella,
comprar una libreta y empezar a escribir en ella es un remedio contra la
angustia y la ansiedad tan bueno como, para otros, comer chocolate y comprar
zapatos. Supongo que es una sensación compartida por muchas personas. Imagino
los cajones de sus casas llenos de cuadernos iniciados y abandonados, aún con
muchas páginas en blanco pero satisfechos de haber cumplido con su labor
terapéutica.
También hay casos en que el fetichismo por los cuadernos genera el
efecto contrario. Hace poco una amiga me mostró un cuaderno que le regalaron.
Artesanal, muy lindo, hecho a mano por la persona que se lo obsequió, con una
dedicatoria manuscrita fechada en enero de 2016. Mi amiga lo tiene desde
entonces y no se anima a usarlo. No porque no se le ocurran usos posibles: se
le ocurren un montón. El problema es que lo ve tan bonito, tan primoroso, tan
inmaculado, que empezar a escribirlo le provoca una especie de culpa.
En la web hay incluso blogs que dan consejos e ideas acerca de cómo usar un cuaderno en blanco: un diario
de frases, de gastos, de sueños, de ejercicio físico… Es curioso: se supone que
un cuaderno es una herramienta para satisfacer una necesidad, la de escribir.
Sin embargo, el fetichismo por los cuadernos invierte la ecuación. Su necesidad
primera consiste en comprar cuadernos. Escribir en ellos aparece como una
obligación posterior, una forma de justificar el haberlos adquirido. Pero
incluso esa escritura “obligatoria” puede dar lugar a resultados muy
interesantes.
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“Lleva
un cuaderno encima para ser más creativo” es el título de un
artículo publicado hace poco por la periodista española Mar Abad. Parece uno de
esos consejos para fetichistas de los cuadernos que no saben muy bien qué hacer
con ellos. El artículo reseña los hábitos y técnicas de autores como Gay
Talese, Mihaly Csikszentmihályi y Sergio Parra para procurar que ninguna idea
se les pierda por el camino.
De esa forma, una libreta puede convertirse en un reservorio de la
creatividad, pero también en una herramienta donde apuntar listas de tareas
diarias o de películas por ver o de la compra en el supermercado, números de
teléfono, contraseñas, citas literarias, frases escuchadas por ahí y quién sabe
cuántos otros datos circunstanciales. Y así esa libreta, aunque no sea
propiamente un diario o una agenda, constituirá un retrato de su propietario.
En sus páginas se podrá leer la biografía cifrada del autor.
Cada cuaderno se torna un objeto único, y esa certeza es quizá la base
de su encanto. En cuanto garabateás unas palabras o algún dibujito en sus
páginas, incluso aunque se trate de un cuaderno fabricado en serie, de manera
industrial, ya lo habrás domesticado. Será tuyo y se irá cargando
de significado y de sentidos a medida que te acompañe. Y no solo por lo que
escribas en él, por supuesto, sino también por sus marcas físicas. Hace unos
años yo paseaba por Liverpool, Inglaterra, y se largó a llover. El agua penetró
en mi mochila y alcanzó el cuaderno que llevaba dentro, el cual tardó semanas
en secarse por completo y quedó todo hinchado, arrugado, curvado para siempre.
Ese cuaderno no solo contiene mis notas y mis recuerdos de ese viaje, sino que
su propia forma —su propia deformidad— me transporta sin escalas hasta aquel
día de cielo gris.
Intuyo que la forma más perfecta de escribir un cuaderno es llevar un diario. Porque en el diario cabe
todo lo que a uno se le ocurra, incluso las listas, recordatorios, datos
sueltos, sueños, gastos y ejercicios físicos. Escribir un diario es
terapéutico, un modo de reflexionar, de ordenar las ideas, de pensar mejor.
Para quienes escribimos, como decía Ricardo Piglia, es también un laboratorio
de la escritura. Y es una especie de cápsula del tiempo. Es contarle al hombre
que voy a ser quién soy ahora realmente: no ese que el se va a inventar, sino
el que escribe estas cosas. Llevar un diario no solo ayuda a ser más creativo,
sino también a entender mejor la propia vida.
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Así como empezar un cuaderno representa una ceremonia particular,
también terminarlo es un acto impregnado de sus propios simbolismos. Concluir
un cuaderno puede equivaler al fin de una etapa. Dar lugar a balances y
evaluaciones. Hacernos pensar en lo que mucho o poco que tardamos en terminarlo
en comparación con los anteriores, o en las marcas que quedarán en el cuaderno
que se cierra, como aquellas páginas deformadas a causa de una lluvia en
Liverpool. Terminar un cuaderno puede ser un aliciente para afrontar nuevos
desafíos.
Uno completa un cuaderno y lo deja sobre la pila de los cuadernos
anteriores, y en ocasiones se queda mirándolos, con la vaga sensación de que
está observando su propia vida. Quizá los hojea, relee pasajes, se sorprende
ante nombres y episodios olvidados, advierte las pequeñas diferencias entre esa
caligrafía y la actual, se dice que tal vez algún día deba editar todas esas
notas, darles una forma, proponerles un sentido. Quizás. Y recuerda que ahora
que ha terminado un cuaderno le toca empezar otro nuevo, sentir la tersura de
sus páginas, empezar a llenarlo de significado, domesticarlo, ese placer casi
físico, esa incomprensible oleada de bienestar.
© Letras Libres
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