“Los populistas están en el lado oscuro
de la historia”
Steven Pinker: "Para vencer al populismo se debe reconocer, además, el valor del progreso". (Foto/Adam Glantzman) |
Por Jan Martínez Ahrens
Hace ya mucho
tiempo que Steven Pinker
(Montreal, 1954) mató a Dios. Fue en Canadá, al entrar en la
adolescencia y descubrir que no lo necesitaba para nada. “Cuando empecé a
pensar en el mundo, no le encontré sitio y me di cuenta de que no me servía ni
siquiera como hipótesis”, explica. Arrancó entonces un idilio con la ciencia
que 50 años después no ha dejado de crecer.
Considerado uno de los psicólogos
cognitivos más brillantes del planeta, sus trabajos académicos, centrados en el
binomio lenguaje-mente, y sus obras de divulgación, como La tabla rasa (2002) y Los ángeles que llevamos dentro (2011), han roto
tantos moldes que muchos le ven como un adelantado de la filosofía del futuro.
No es una
descripción que le agrade a Pinker, pero es imposible sustraerse a ella al
repasar su obra. Cada uno de sus libros ha generado ondas sísmicas de largo
alcance. Debates globales en los que este catedrático de Harvard, firme
defensor de las bases genéticas de la conducta, nunca ha rehuido el cuerpo a
cuerpo y que le han valido la fama de dialéctico invencible. Desde esa altura,
vuelve ahora a la carga con una obra mayor. Un trabajo que ha cosechado el
aplauso internacional y que Bill Gatesha definido como su “libro favorito de todos los
tiempos”.
En defensa de la
Ilustración (editorial Paidós, 550 páginas, traducción de Pablo Hermida
Lazcano) es ante todo un ajuste de cuentas con los enemigos del progreso.
Aquellos que piensan que el mundo no deja de retroceder y que solo ellos pueden
salvarlo. Son adversarios bien conocidos y temibles. Donald Trump, el Brexit,
el populismo y los nacionalismos tribales forman parte de esa cohorte oscura,
adversaria de los valores de la Ilustración.
“Los ideales de razón, ciencia y
humanismo necesitan ser defendidos ahora más que nunca, porque sus logros
pueden venirse abajo. El progreso no es una cuestión subjetiva. Y esto es
sencillo de entender. La mayoría de la gente prefiere vivir a morir. La
abundancia a la pobreza. La salud a la enfermedad. La seguridad al peligro. El
conocimiento a la ignorancia. La libertad a la tiranía… Todo ello se puede
medir y su incremento a lo largo del tiempo es lo que llamamos progreso. Eso es
lo que hay que defender”, explica Pinker.
Está sentado en su
despacho de la Universidad de Harvard. A su alrededor se respira silencio. La
novena planta del William James Hall, diseñado en 1963 por el arquitecto Minoru
Yamasaki, es un estanque de luz líquida desde el que se contempla Cambridge (Massachusetts)
y su lluvia de mayo. Dentro, en el departamento de Psicología Cognitiva, unos
pocos alumnos merodean por la oficina del profesor. Hay libros especializados,
moldes de cerebros y algún que otro ordenador. Dos sillones violetas invitan a
sentarse. Pinker lo hace sin dejar de mirar a su interlocutor. Con su aspecto
de rockero superviviente de los setenta, se le ve tranquilo, en su ambiente.
Durante más de una hora, contestará a las preguntas con largueza. Curtido en
mil debates, sabe que su propia calma refleja mejor que nada la fuerza de sus
convicciones.
-La
Ilustración, en su definición, se vincula al capitalismo. Un concepto que ha
entrado en crisis, ¿no?
-Ilustración y
capitalismo van juntos, pero hay una confusión muy extendida. Muchos intelectuales
entienden el mercado como el libre mercado, lo identifican con el
anarcocapitalismo o el liberalismo extremo. Y no son la misma cosa. El propio
Adam Smith fue claro al respecto.
-Pero
con la Gran Recesión, una parte importante de la población, sobre todo la más
joven, ha llegado a la conclusión de que el capitalismo y las instituciones que
lo sustentan les han fallado. Y han dejado de confiar, se sienten los
perdedores de la globalización. ¿Qué les diría?
-Lo primero, que
miren los datos. Ni la globalización ni los mercados les han empobrecido. La
realidad es bien distinta. La pobreza extrema ha descendido un 75% en 30 años.
Lo segundo, no hay incompatibilidad entre los mercados y las regulaciones. Por
el contrario, la experiencia de la Gran Recesión nos mostró que se debe
evitar el caos de los mercados desregulados. Lo tercero, hay que recordar el
poder de los mercados para mejorar la vida. El mayor descenso en la pobreza de
la historia de la humanidad se ha dado probablemente en China y se ha logrado
no mediante la redistribución masiva de riqueza desde los países occidentales,
sino por el desarrollo de instituciones de mercado.
-Eso
es mejora económica, pero no más libertad.
-La libertad
económica suele ir acompañada a menudo de otras formas de libertad. Corea del
Sur, aparte de gozar de una economía de mercado, es un lugar mucho más libre y
placentero que su vecino del norte. Cuando los países abandonan el mercado,
como Venezuela, se hunden en la miseria. Ocurrió con la Unión Soviética, la
China de Mao, la Alemania del Este anterior a la caída del Muro…
-Vale, el mundo es
un lugar mejor y los mercados ayudan a ello. Pero entonces, ¿por qué asistimos
a un ascenso del populismo?
-Nadie lo sabe con
certeza. Seguramente la Gran Recesión contribuyó a ello. En Europa hubo además
un factor añadido. Al tiempo que se registraba una fuerte corriente migratoria
desde los países musulmanes, aumentaba el terrorismo yihadista y se exageraba
su riesgo. El resultado fue que el miedo y el prejuicio anidaron en muchos
ciudadanos y se generó una reacción. No es algo nuevo. Los populistas están en
el lado oscuro de la historia. Se sienten inquietos y marginados frente a esa
corriente gradual e inexorable que conduce al cosmopolitismo, la liberalización
de las costumbres, los derechos de las mujeres, los gais, las minorías… Eso
asusta a esos hombres blancos mayores que forman su núcleo, que apoyan a Trump,
al Brexit, a los partidos xenófobos europeos.
-¿Cuál
es la ideología de fondo de ese movimiento?
-Tienen en común una
mentalidad tribal, la misma que conduce al nacionalismo y al autoritarismo.
Sienten hostilidad hacia las instituciones, buscan un líder natural que exprese
la pureza y la verdad de la tribu. Les cuesta aceptar la idea democrática e ilustrada
de que el gobernante es un custodio temporal del poder sometido a deberes y
limitaciones.
-Es
decir, rechazan el control de las instituciones democráticas.
-Efectivamente. El
énfasis de la Ilustración en las instituciones parte de la idea de que, dejados
a su naturaleza, los humanos acabarán haciéndolo mal, agrediéndose, luchando
por el poder… Frente a esto, no procede intentar cambiar la naturaleza humana,
como siempre han buscado los totalitarismos, sino utilizar la propia la
naturaleza humana para frenarla. Como dijo James Madison [presidente de EE UU
de 1809 a 1817], la ambición contrarresta la ambición. De ahí el sistema de
contrapoderes. Por supuesto que los líderes pretenden maximizar su poder, pero
si los tribunales y los legisladores, aunque no sean ángeles, se les enfrentan,
se neutralizan y se previene la dictadura.
-¿Les
ve ganando el pulso?
-No sé si el
populismo vencerá a las fuerzas de la Ilustración, pero hay razones para pensar
que no. Aunque Trump se empeñe en ello, los avances son muy difíciles de
revertir. El populismo tiene una fuerte base rural y se extiende por las capas
menos cultas de la sociedad. Pero el mundo es cada vez más urbano y educado. La
generación de Trump, de hecho, desaparecerá y tomarán el poder los millennials, poco amigos del populismo.
-Y mientras eso llega, ¿no está el mundo en
peligro con Trump?
-Pues sí. Su
personalidad es impulsiva, vengativa y punitiva. Y tiene el poder de declarar
una guerra nuclear. Esas son razones suficientes. Pero además se opone a las
instituciones que han permitido el progreso. Rechaza el comercio global, la
cooperación internacional, la ONU… Si en estas últimas décadas no hemos sufrido
una guerra mundial se debe a una serie de compromisos mutuos que parten de la
premisa de que somos una comunidad de naciones y tomamos decisiones en
consecuencia. Trump amenaza todo ello. Ha abandonado la aspiración de Obama de
un mundo sin armas atómicas, ha rechazado el pacto con Irán y ha modernizado el
arsenal nuclear… Sus instintos autoritarios están sometiendo a un test
histórico al mundo y a la democracia estadounidense.
-¿Y
cuál es su pronóstico?
-Pienso que
vencerán las instituciones. Hay muchas fuerzas opuestas a lo que dice Trump y
que le impiden materializarlo. Incluso han surgido líderes carismáticos que se
alinean con los valores de la Ilustración, como Justin Trudeau y Emmanuel
Macron…
-No
parecen suficientemente fuertes.
-Para vencer al
populismo se debe además reconocer el valor del progreso. Hay un hábito muy
extendido entre intelectuales y periodistas que consiste en destacar solo lo
negativo, en describir el mundo como si estuviera siempre al borde de la
catástrofe. Es la mentalidad del default. Trump
explotó esa forma de pensar y no encontró resistencia suficiente en la
izquierda, porque una parte estaba de acuerdo. Pero lo cierto es que muchas
instituciones, aunque imperfectas, resuelven problemas. Pueden evitar guerras y
reducir la pobreza extrema. Y eso debe formar parte del entendimiento
convencional de cada uno.
-Es
usted un optimista.
-Me gusta más
definirme como un posibilista serio.
-Frente
a ese posibilismo, después de dos guerras mundiales, la bomba atómica, la
proliferación de armas y el terrorismo, mucha gente no cree que el mundo sea un
lugar mejor. ¿Están completamente equivocados? ¿No es necesario cierto
pesimismo para no caer en la complacencia?
-Hay que ser
realistas. Las cosas siempre pueden ir a peor y es cierto que la complacencia
impide ver los peligros. Un riesgo es el fatalismo, la idea de para qué hay que
molestarse en mejorar el mundo si el mundo no hace sino empeorar; son aquellos
que piensan: si no es el cambio climático, serán los robots los que acaben con
nosotros. El otro es el radicalismo. Mucha gente joven ve acertadamente errores
en el sistema. Y eso es bueno, pero si se acaba pensando que las instituciones
son tan disfuncionales que no merece la pena mejorarlas, entonces se entra en
el terreno de las soluciones radicales: todo puede ser destruido porque nada
vale. Mejor edificar sobre las cenizas. Ese es un error terrible, porque las
cosas se vuelven mucho peores.
-¿Es
el nacionalismo uno de esos factores de destrucción?
-Crecí en Quebec y
las tensiones que hay en España no me son ajenas. El nacionalismo corre siempre
el riesgo de hacerse maligno, pero puede ser benévolo, si funciona como un
contrato social y se basa en la residencia, no en las creencias religiosas, clánicas
o tribales. La mente humana, de hecho, tiene una categoría flexible de tribu:
puede referirse a la raza, pero también a un equipo deportivo, a Windows contra
Mac, a Nikon frente a Canon. Y además cabe su despliegue en múltiples niveles:
uno puede estar orgulloso de ser de Harvard, de Boston, de Massachusetts y del
mundo. Si nuestro sentido de nación coexiste con nuestro sentido de ser
europeos y, más importante aún, de ser humanos y ciudadanos del mundo, puede
ser benigno. El nacionalismo es pernicioso cuando se parte de una imposición
tribal y se entiende como una suma cero: nuestra nación solo puede prosperar si
a otras les va peor.
-¿Ayudan
las redes sociales al populismo?
-El populismo las
ha usado. Ahora bien, no quiero echar la culpa de todo a las redes sociales.
Eso se ha puesto muy de moda: hay un problema y se les atribuye la culpa. Las
redes pueden ser usadas positivamente, como hizo Obama.
-Leyendo
su libro es casi imposible no ser optimista con el devenir del mundo. Pero
cuando uno lo cierra y mira las noticias, el pesimismo vuelve. ¿Está el
problema en los medios?
-El periodismo
tiene un problema inherente: se concentra en acontecimientos particulares más
que en las tendencias. Y le resulta más fácil tratar un hecho catastrófico que
uno positivo. Esto acaba generando una visión distorsionada del mundo. El economista Max Roser lo ha explicado. Los periódicos
podrían haber recogido ayer la noticia de que 137.000 personas escaparon de la
pobreza. Es algo que lleva ocurriendo cada día desde hace 25 años, pero que
nunca ha merecido un titular. El resultado es que 1.000 millones de personas
han escapado de la pobreza extrema y nadie lo sabe.
-Volviendo
al principio. La Ilustración se apoya en el progreso. ¿Pero no es irracional
ser tan optimista? A fin de cuentas, la creencia de que las cosas siempre irán
mejor no es más racional que la creencia de que todo irá siempre a peor.
-Ser
incondicionalmente optimista lo es, es irracional. Hay una falsa creencia,
procedente del siglo XIX, de que evolución equivale a progreso. Pero la
evolución, en un sentido técnico y biológico, trabaja en contra de la felicidad
humana. La biosfera está llena de patógenos que están en constante evolución
para enfermarnos. Los organismos de los que dependemos para alimentarnos no
quieren ser nuestro alimento. La vida es una lucha. Y el curso natural de los
acontecimientos es terrible. Pero la ingenuidad humana hace caso omiso a estos
problemas. Hay una falacia muy común que conceptualiza el progreso como una
fuerza mística del universo que destina a los humanos a ir a mejor. Siempre a
mejor. Y eso, simplemente, no es así. Tenemos una esperanza razonable de
progreso si las instituciones humanas sacan lo mejor de nosotros, si nos
permiten adquirir nuevos conocimientos y resolver problemas. Pero eso no
siempre ocurre. Hay muchas fuerzas que naturalmente empeoran las cosas.
Pinker, con una
sonrisa tenue, ha terminado. Educadamente, se levanta y se encamina a la sesión
de fotos. De lado y de frente, se deja llevar por el departamento de Psicología
Cognitiva e incluso posa junto a una sinuosa masa color canela guardada en
formol. Al terminar, la observa y comenta: “Este cerebro es real”. Los alumnos
miran de reojo a su maestro y siguen trabajando en silencio. Fuera, llueve
sobre Cambridge.
© El País
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