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sábado, 23 de junio de 2018

El poeta plebeyo

Joan Manuel Serrat: "No esperes que un hombre muera para saber
que todo corre peligro".
Por Jorge Fernández Díaz

 El hombre célebre y voluminoso tocado por su boina inseparable lo recibió en la casa mítica y le mostró con orgullo infantil su colección de caracolas y mascarones de proa. Hablaron un largo rato de música y poesía, y luego salieron a caminar por la arena. Era un día magnífico y el mar y el viento suave se les metía por los ojos al viejo anfitrión y al joven discípulo que lo acompañaba en ese recorrido cálido y perezoso por la tertulia.

La política fue ocupando el centro de la conversación: el veterano había hecho esfuerzos heroicos para salvar a republicanos y comunistas de la masacre civil española. No pudo, sin embargo, salvar a su gran amigo: Miguel Hernández, el antiguo pastor de cabras que había muerto de bronquitis, tifus, tuberculosis y decepción en la enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante. Fue entonces cuando Serrat le contó a Pablo Neruda que estaba musicalizando los mejores versos del poeta de Orihuela. “Tanto penar para morirse uno”. Neruda amaba con todo su corazón al amigo de Ramón Sijé, lo consideraba un hermano, e incluso se arrogaba el hecho de haberlo sacado de un socialcristianismo de derechas y haberlo convertido a un izquierdismo de combate. “Pobre Miguelito”, murmuraba el chileno cada tanto. Se sentía de algún modo responsable por no haber podido protegerlo de la prisión infame y de la muerte temprana.

Neruda y Serrat se toparon con un merendero de playa y se sentaron a tomar pisco y a devorar machas a la parmesana mientras el sol iba declinando sobre Isla Negra. Miguelito era un fantasma entre los dos. “Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre en sus libros —escribió Neruda—, los hijos de perra, silenciosos cómplices del verdugo, que no será borrado tu martirio, y tu muerte caerá sobre toda su luna de cobardes. Y a los que te negaron en su laurel podrido, en tierra americana, el espacio que cubres con tu fluvial corona de rayo desangrado, déjame darles yo el desdeñoso olvido, porque a mí me quisieron mutilar con tu ausencia”.

Antes de oscurecer regresaron a la casa y el premio Nobel le regaló al catalán un burrito de greda y tres ejemplares de sus libros. Era 1971 y ahora esas primeras ediciones firmadas constituyen un verdadero tesoro. Serrat jura que las legará en su testamento a Sabina, puesto que su socio es un cazador de rarezas, un bibliófilo consumado que guarda en sus estantes de Madrid una edición única del Ulises firmada por Joyce, varias primeras ediciones de Quevedo y de Góngora, y una segunda de Cervantes. Neruda y Serrat se abrazaron en la penumbra y jamás volvieron a verse. Dos años después el autor de Canto general moría de cáncer, y su casa era saqueada y sus libros, incendiados. El disco de Miguel Hernández se convertiría en un clásico de la música contemporánea y Serrat también conocería el exilio.

Cuarenta años más tarde el Nano llegó a Santiago de Chile para una serie de conciertos, e inopinadamente sintió el rayo que no cesa, la misteriosa necesidad de volver a Miguel. No hay una buena explicación para ese súbito deseo, quizás fuera esta vez el fantasma imperioso de Neruda horadando en su inconsciente. Como sea, Serrat acometió la inesperada empresa con enorme alegría. Desayunaba y caminaba una hora, se duchaba y componía en su habitación del hotel. Luego almorzaba y dormía la siesta, y volvía a agarrar la guitarra y a trabajar esos poemas dolientes hasta la hora del recital. Recuerda esa rutina diaria, que derivó en Hijo de la luz y de la sombra, como uno de los grandes momentos de felicidad creativa. “Eres la noche esposa y yo soy el mediodía”. El escritor de canciones sabe que cada tema es un albur, que encontrarlo puede llevar meses o resolverse mágicamente en un instante. Mientras hacía su disco de Machado, allá en la prehistoria, unos fusibles de la cabina entraron en cortocircuito y hubo que detener la grabación. Juan se quedó sentado con su guitarra, haciendo tiempo, y tal vez aburrido dio vuelta la página del poemario y encontró algo que estaba fuera de programa: La saeta. Casi como si jugara rasgueó las cuerdas y salió la melodía completa, en un minuto y de un tirón. Fue tan sorprendente esa iluminación del cielo que Serrat dejó el instrumento y se fue a beber una cerveza en honor a los hados y las musas, que, como el sur, también existen.

Mediterráneo, que es considerada en las encuestas como la mejor canción española de todos los tiempos, salió rápido: un día o a lo sumo dos. Pero su autor ha perseguido durante meses y años temas que se resistían como damas orgullosas. “Es lo mismo que con una mujer, Jorge —me explica. Está de nuevo en Buenos Aires, y se ha resfriado—. Te gusta, la buscas, se escabulle. En la primera cita todo puede ser maravilloso, pero también todo puede concluir de repente. Otras veces la acosas con regalos, flores, cines y citas, el asunto no mejora, y entonces la olvidas en cualquier estación del mundo. Tengo carpetas con canciones imposibles. Por lo general son ideas muy malas, no resisten un rescate serio. Asumo que para escribir canciones exigentes debes tener paciencia. Trabajar sin preguntarte qué estás haciendo. Batallar mucho tiempo sin esperar nada. Y también tener talento”. El Nano cultiva amigos personales que son brillantes poetas y que escriben canciones horrendas. Cuando le preguntan su opinión hace lo posible para no herirlos. Pero nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio. Estamos llegando al nudo de un conflicto. Hay poetas que saben escribir letras y otros que no pueden hacerlo. Y viceversa. La poesía actual es libre incluso de la rima, pero el constructor de canciones debe constreñirse a los duros condicionantes de la música, la métrica y el tempo. Cada estrofa tiene un peso, verso a verso se va desarrollando una historia y hay que saber mantener el pulso para llevarla hasta el final y terminarla con efecto y con gracia. A veces hay que escribir una novela en tres minutos. El desafío se parece, como diría Hemingway, a la tauromaquia o a la pesca de altura. Coplista genial y narrador de peripecias y de perfiles humanos, para Serrat hay poetas clásicos que fueron grandes letristas sin saberlo: Machado y Hernández, para empezar. Pero su lista de influencias es más larga. El Nano se inició como cualquiera: con Bécquer, que le reveló junto con el sexo su primera novia. Hoy relee todo el tiempo a los titanes del Siglo de Oro, y a Rafael Alberti, León Felipe, García Lorca, Joan Vergés, Ernesto Cardenal, Josep Vicenç Foix, Luis Cernuda, Juan Gelman y Luis García Montero. Y por supuesto, a Joan Salvat-Papasseit, barcelonés muy poco divulgado en la Argentina que murió a los treinta años en 1924 y dejó en el Nano una huella indeleble. Cuando habla de su tocayo parece por momentos referirse inconscientemente a sí mismo: aquel Joan también era un poeta heterodoxo de la lírica catalana, hombre humilde que reivindicaba su origen proletario. Además Salvat profesaba el anarquismo, una doctrina impráctica que siempre ha sido tentadora para el propio Serrat. Alguna vez el Nano lo describió en catalán: “Entró en el mundo por la puerta de servicio. Llevaba un gran baúl y un remiendo en el culo. Era un baúl de papel que llenaron el tiempo, las mujeres y el puerto, el amor y la muerte. Era un baúl que se ordenaba poco a poco y convertía en un verso cada recuerdo”.

Vano resulta discutir, a esta altura, si las letras tienen la misma estatura artística que los poemas. Aunque este punto no está de ningún modo saldado para la academia. Es obvio que la poesía escrita sigue una música secreta e íntima, y que la poesía cantada obedece a una música externa. El fenómeno lírico, abandonando el punto de vista del emisor, es capaz sin embargo de producir en las dos veredas la misma clase de emoción. O una tan parecida que sólo un experto podría distinguir. Existe una fecunda corriente en universidades de todo el mundo que ahora se dedica a estudiar con rigor y sin prejuicios la llamada “cultura popular o masiva”. En la Argentina, ensayistas como Óscar Conde se hacen cargo de la canción como una de las formas posibles de la literatura. En uno de sus libros fundamentales, Poéticas del tango, Conde explica que el gran género porteño, “por ser testimonio de hibridaciones, fue relegado por los críticos y estudiosos a los aledaños de la paraliteratura. Sólo en épocas recientes se le ha dado categoría poética y se lo ha tratado como tal”. Casi nadie duda ya que Contursi, Discépolo, Cátulo Castillo, Expósito y Manzi son los grandes poetas de Buenos Aires, aunque hayan sido meros letristas. La poesía canónica y también la más experimental y vanguardista se producen y se leen como un género maravilloso, secreto y profuso: por momentos parece haber tantos poetas como lectores. Y es como si la poesía, en su versión plebeya, se hubiera encapsulado en la música para sobrevivir. Si Joan Manuel Serrat no es técnicamente más que un letrista, habrá que decir otra imprudencia: posiblemente será estudiado como un poeta central y será reconocido largamente como una especie de Discépolo iberoamericano. Un poeta popular que agregó al habla cotidiana y a la cultura expresiones, conceptos, figuras, pinturas y personajes inolvidables que modificaron nuestra percepción para siempre. “Entre estos tipos y yo hay algo personal”, “llegamos siempre tarde donde nunca pasa nada”, “cada loco con su tema”, “la vida te la dan pero no te la regalan”, “hoy puede ser un buen día” y “esos locos bajitos” son frases que fueron incorporadas naturalmente al idioma de los argentinos, y que alcanzaron el estatus de aforismo anónimo: hoy pueden aparecer como lugares comunes en cualquier conversación de la clase media y de los medios de comunicación. “Y con la resaca a cuestas vuelve el pobre a su pobreza, vuele el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas —escribe Serrat—. Se despertó el bien y el mal, la zorra pobre al portal, la zorra rica al rosal y el avaro a las divisas. Se acabó, el sol nos dice que llegó el final. Por una noche se olvidó que cada uno es cada cual”. La división de un país, la lucha de clases, la utopía de la “unidad nacional” están retratadas allí de manera ideológica y definitiva.

La memoria colectiva guarda, tal como ocurre con el tango, destellos: aquellas pequeñas cosas, el barquito de papel, los fantasmas del Roxy, y el agobiante pueblo blanco, donde “los muertos están en cautiverio y no nos dejan salir del cementerio”. Esos últimos versos fueron incluso convertidos por el público argentino en metáfora moral de los desaparecidos. Sobrevolar rápidamente el corpus poético de Serrat puede transformarse así en una rara experiencia de recuerdos generacionales, personales y muy vívidos.

*Si un día para mi mal viene a buscarme la Parca, empujad al mar mi barca con un levante otoñal.

*Y se amontonan y se hacinan encima, enfrente, abajo, atrás y al lado. En amargas colmenas los clasifican, donde tan ignorantes como ignorados crecen y se multiplican.

*No es que no vuelva porque me he olvidado. Es que perdí el camino de regreso, mamá.

*Si es verdad que el hombre puede morir, pero no la idea. Que el sol sale para todos y un dios nos vela y que la mujer y el oro lo pueden todo. Si es verdad que el futuro pende de un hilo delgado, que la fe mueve montañas y tenemos la vida por delante. Si es verdad que merece la pena hacerlo bien y que el trabajo dignifica, ¿por qué la gente se aburre tanto?

*Uno de mi calle me ha dicho que tiene un amigo que dice conocer un tipo que un día fue feliz.

*De vez en cuando la vida nos besa en la boca.

*Padre, deje de llorar, que nos han declarado la guerra.

*Puse rumbo al horizonte…y cuanto más voy para allá más lejos queda, cuanto más de prisa voy más lejos se va.

*Mi santa madre me lo decía: cuidate, Juanito, de las malas compañías.

*En las cuestiones espirituales, con las sotanas me entiendo de perlas, yo les financio sus bienes temporales y ellos tramitan mi salvación eterna.

*No esperes que un hombre muera para saber que todo corre peligro.

*Prefiero un lunar de tu cara a la Pinacoteca Nacional.

*Detrás de cada fecha, detrás de cada cosa, con su espina y su rosa, detrás está la gente.
*Solo vale la pena vivir para vivir.

*Disculpe el señor si le interrumpo, pero en el recibidor hay un par de pobres que preguntan insistentemente por usted. Si no manda otra cosa, me retiraré. Si me necesita, llame. Que Dios le inspire o que Dios le ampare, que esos no se han enterado que Carlos Marx está muerto y enterrado.

*El colágeno y la miel de tus labios perfilados, tus pómulos afilados, los modales de tu piel. Me gusta todo de ti, pero tú no. Tú no.

*Bienaventurados los que lo tienen claro porque de ellos es el reino de los ciegos.

Quedan en el territorio del amor, no obstante, sus mayores aportes y sutilezas. Tres grandes personajes, un gozante y dos sufrientes, ilustran los diferentes lados del más sublime, turbio e inexplicable de los sentimientos móviles. Tío Alberto alude a Puig Palau, un mecenas, aventurero, deportista y bon vivant de la llamada Gauche Divine. Sobre el final de la canción, el Nano declara su admiración por ese amante que jamás se retira, ni siquiera en la vejez: “Qué suerte tienes, cochino, en el final del camino te espera la sombra fresca de una piel dulce de veinte años donde olvidar los desengaños de diez lustros de amor”. La Penélope de Serrat, en cambio, se queda detenida en la espera enajenada del amor perdido y no puede reconocer a su antiguo novio cuando éste finalmente regresa, puesto que parece elegir la idealización cristalizada del pasado a la peligrosa ilusión del presente. El Curro el Palmo, finalmente, está enamorado de Merceditas, la chica del guardarropa de un tablao. Se trata de un trágico y a la vez irónico cante jondo sobre el amor no correspondido. El hombre “llora cantando” que sin ella no entiende el despertar, que su cama es ancha y que lo desvela la verdad: “Entre tú y yo, la soledad, y un manojillo de escarcha”. Buscando el olvido, el desdichado se da a la bebida, al mus y a las quinielas, y en las horas perdidas lee cientos de novelitas baratas de Marcial Lafuente Estefanía.

Otras letras menos conocidas se adentran en los jubilosos y lacerantes pantanos del amor, y lo hacen con sorprendente lucidez. Hay una especialmente sinuosa, que alude al amor como maldición, como sufrimiento y como suspensión temporaria de la cordura. “Ya tienes el amor, ya acaricias la gloria con la punta de los dedos. Eres inmortal. Prepárate a caminar a oscuras, a vivir solo, a dormir al raso. Ya tienes el amor, te has cansado de buscarlo bajo las piedras, a cualquier precio. Ahora te acostarás del lado de la angustia y seguirás el camino que lleva al crimen o al adiós. Ya tienes el amor y no puedes echarte atrás, no pidas justicia, eres tú quien tira los dados. Cierra los ojos. Lánzate al abismo y renuncia a vivir eternamente en paz. Ya tienes el amor. Y su agonía, ¿quién no lo daría todo por sufrirla de nuevo una vez más?”

No menos perturbador resulta cuando merodea el dudoso e incierto olvido romántico: “Acuérdate de mí cuando me olvides, que allí donde no estés iré a buscarte siguiendo el rastro que en el cielo escriben las nubes que van a ninguna parte. Acuérdate de mí en tus plegarias y búscame con los ojos cerrados entre la muchedumbre solitaria. Yo tampoco te quiero… demasiado”. Luego le propone a esa dama que pretende olvidar: “Mujer de sombras y de melancolía, volvamos al Edén que nunca has sido a celebrar con las copas vacías el gusto de no habernos conocido”. ¿Dónde colocar los grandes amores del pasado sino en un limbo, en un vaivén secreto y tal vez onírico que nos persigue hasta el fin de los días?, parece sugerir.

Esas mismas contradicciones surgen en otro poema escalofriante: “Porque la quería no quiso papeles, ni hacer proyectos con vista al futuro. No confiaba en él y quiso estar seguro de que cotidianamente tendría que ganarla con el sudor de su frente. Porque la quería no quiso con ella hacer un nido en donde abandonarse. No confiaba en él y quiso asegurarse. Porque la quería, por no despertarla, dejó de dirigirle la palabra. No confiaba en él ni se atrevió a cambiarla. Y puso en pie de guerra su buena fe y sus sentidos por llegar a conocerla. Porque la quería se fue para siempre, quiso poner a salvo aquella imagen. No confió en ella y quiso asegurarse”. El amor no avanza aquí en línea recta, está lleno de marchas y contramarchas, de estrategias y de miedos, y se malogra por malentendidos en ese viejo juego de la acción y la reacción.

Aquella canción roza una temática que luego Serrat trabajaría en una pequeña obra maestra. Se trata de la siempre arriesgada y fallida transformación del otro dentro de la pareja: “No escojas sólo una parte, tómame como me doy, entero y tal como soy, no vayas a equivocarte. Soy sinceramente tuyo pero no quiero, mi amor, ir de visita por tu vida vestido para la ocasión”. A continuación, el poeta hunde el bisturí. Se está refiriendo a los problemas de traicionarse a uno mismo una y otra vez para ser aceptado por la persona que elegimos. “No es prudente ir camuflado eternamente por ahí, ni por estar junto a ti ni para ir a ningún lado. No me pidas que no piense en voz alta por mi bien”. El amante puede traicionarse, pero tarde o temprano no se perdonará ese grave error, y tampoco dispensará a quien haya permitido que lo cometa.

En otra pieza escrita originalmente en catalán, Juan reflexiona sobre el enamoramiento: “Le toca al que le toca, el más prudente puede caer en la trampa. Más de un científico la ha catalogado como una enfermedad que se cura en contacto con la realidad de cada día. Los árboles tapan el bosque, pero es tan bonito que parece mentira. Siempre es la primera vez y siempre deja herida”. Utiliza el humor para despertar al dormido de un revés: “Quien lo sufre da por sentado que como aquella morena no hay otra igual, sin haberlas probado una por una. Se van perdiendo las proporciones, sólo hay un tema de conversación. Se confunden las ilusiones con el culo. Y viceversa. Eso que convierte al feroz en manso y al viejo en criatura tiene unos síntomas muy parecidos al ataque de calentura”.

También se ocupa de los celos, ese otro eclipse total de la razón. De las parejas marchitas. De las mujeres que manejan a su antojo a los hombres rendidos. Del amor mínimo, aquel que se siente con una íntima desconocida durante un corto viaje en tren. Y de otros accidentes callejeros: “Es caprichoso el azar. No te busqué ni me viniste a buscar. Yo estaba donde no tenía que estar y pasaste tú, como sin querer pasar. Pero prendió el azar semáforos carmín, detuvo el autobús y el aguacero. Hasta que me miraste tú”. La armonía de esa canción es emocionante, y la convirtió en un clásico de muchas versiones.

Serrat se dirige finalmente a su propia compañera, la madre de sus hijos: “Yo cansado, tú perdida, nos curamos la heridas con ají”. Le dice sin aspavientos: “Con tus alas alzo el vuelo. Tú la flor, yo el colibrí”. Esa última imagen describe de manera rotunda todo lo que puede significar para un hombre la mirada de su mujer. Somos capaces de darlo todo por esa mirada. En seguida Serrat declara sus principios: “Del derecho y del revés, tu primero, el mundo después”. Aunque asevera que el amor no tiene cura y que es eterno mientras dura, a tope o al ralentí. “Mas si luego me abandonas —le advierte a ella— prendo fuego a Barcelona en la noche de San Joan, y aso la costilla de Adán”.

Algunos de estos cantares forman parte de un proyecto faraónico, una antología desordenada que Serrat vino a presentar a la Argentina. Cuatro discos en uno que celebra sus cincuenta años con la poesía plebeya. Tardó cuatro meses en grabar esas cincuenta historias, y tiene más de treinta duetos con María Bethania, Rubén Blades, Alejandro Sanz, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Lolita Flores, Ana Belén, Víctor Manuel y muchos más. Los argentinos que participaron fueron Dolina, Páez, Isella, Gieco, Heredia, Mollo, Celeste Carballo, Patricia Sosa, Adriana Varela y Les Luthiers.

No pasó más de cien horas en Buenos Aires, pero a algunos de estos colegas los agasajó con una ruidosa cena en La Brigada de San Telmo. El problema fue que la comida y las efusiones duraron cuatro horas, y a Serrat le tocó el aire acondicionado de frente. Llegó congelado al Four Seasons, se metió entre sábanas y frazadas, atravesó el insomnio sin poder quitarse el frío y por la mañana parecía al borde de una gripe. Nos encontramos una hora en un living del primer piso. No charlamos de fútbol ni de música, yo no traigo ni siquiera mi grabador. Nos sentamos juntos y le damos vueltas a esa otra extraña literatura de la canción, a los secretos del oficio, a las lecturas y a los recuerdos personales. “Un cantautor escribe con lo que es, lo que fue y lo que no será jamás, con su autobiografía más personal y también con su imaginación y sus fantasías”, me asegura. Cuando le declaro mi admiración por cierta complejidad políticamente incorrecta que surge siempre de su visión romántica, me cuenta un episodio de su madre. Una vez ella intentaba consolar a una sobrina que no podía quedar embarazada. “Hija, no llores más, el que no los conoce no sabe la suerte que tiene”, le dijo. Puede parecer una frase extremadamente dura e injusta para con los hijos, pero encierra una inquietante razón. La madre del Nano se proponía transmitir algo que Juan, como cualquier padre veterano, reconoce en el cuero: los hijos te proporcionan ilusiones y se transforman en el gran objetivo de toda tu vida. Te entregan toneladas de amor y también fuertes dolores de cabeza. La crítica de un hijo, por ejemplo, duele más que cualquier paliza. Junto con una alegría arrebatadora te traen también la angustia: ya nunca más podés estar tranquilo, vivís atento a su suerte, pendiente de sus pasos y su destino, sufriendo anticipada y vanamente por ellos. Ni el más noble de los sentimientos de la vida tiene una sola cara, y esa lección materna explica el sello de algunas canciones de doble filo que ha escrito Serrat a lo largo de toda su carrera.

La mención de su madre nos hace acordar de la mía. Hace diez años, Nano llegó un día a Ezeiza y me llamó por teléfono. Había leído la odisea emigrante de Carmina y se declaraba conmovido. “No sabes lo que hubiera deseado haber entrevistado yo también a mi padre  —me dijo. Había aflicción en el tono de su voz—. Pero mi padre se me ha muerto y no he tenido la oportunidad de escribir su novela”. Lo intentó con su tío, que había participado activamente de la Guerra Civil y que contaba con una buena memoria. Bajó a la computadora todo el testimonio, pero la grabación se perdió y un virus informático o una mala maniobra destruyeron poco después ese material precioso. Como si fatalmente el destino literario de Serrat no se jugara en los libros, sino en esos pequeños prodigios que nacen de sus libretas y que luego encajan en su guitarra. García Márquez, que al parecer intentó inútilmente con Manzanero escribir un tema romántico, exageró alguna vez que cambiaría toda su obra por lograr hacer un bolero, y que sintetizar una idea en las cinco o seis líneas de una canción de amor era “una verdadera proeza literaria”. Serrat ha logrado cientos de veces esa hazaña imposible para cualquier escritor.

Tenemos con Juan amigos en común en el mundo literario español: Juan Cruz Ruiz, Manuel Vicent. Pero a ese dúo inefable, él agrega al gran novelista Joan Marsé. La aristocracia del barrio, lo mejor de cada casa. Con ellos, no obstante, rara vez habla de otra cosa que de goles, jugadas, partidos, política y mujeres. Es extraño, al mismo tiempo, que esas conversaciones no sean grandes celebraciones humorísticas. La sonrisa se le desvanece cuando el humor nos conduce al Negro Fontanarrosa, ese otro amigo perdido que era parco para las confesiones. Así y todo, durante los últimos encuentros el rosarino se abrió con el catalán y le habló como nunca sobre su vida, justo a punto de perderla. El Nano se encontraba en Algeciras cuando lo llamaron para informarle que el Negro se había muerto. De nuevo los sentimientos encontrados: un cierto alivio muy humano, porque en su fase final la enfermedad había sido tremendamente cruel, y de inmediato una invencible melancolía. Imaginaba cada una de las escenas que se estarían viviendo en Rosario. Los llantos, los saludos, los tópicos, las mentiras fatuas que se dicen cuando la muerte dignifica. Hacía cuarenta grados en Algeciras, y Serrat estaba helado. Tiene ahora los ojos velados cuando me cuenta esos fotogramas del adiós. Todos vemos en la partida de un amigo nuestra propia partida. Después escribieron con Sabina un estribillo especial en honor a Fontanarrosa, que fueron cantando por ciudades del mundo donde nadie lo conocía. Era un rezo para nadie, sólo para ellos mismos. Todavía Juan tiene esa mirada opaca cuando nos despedimos con un abrazo. En la planta baja del Four Seasons un fan cuarentoide intenta convencer a un empleado de que lo deje pasar. Mientras espero el taxi suena su ringtone muy cerca: es la voz de Serrat pero en versión metálica. Para la libertad, sangro, lucho y pervivo. Para la libertad.

El poeta plebeyo es un texto del escritor argentino Jorge Fernández Díaz publicado dentro de Te amaré locamente, un libro de apuntes sobre la seducción, la vejez, el barrio, el crimen y los dioses, héroes y villanos. 

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