Por Loris Zanatta (*)
De no haber sido sacerdote, Jorge Mario Bergoglio tampoco
hubiera sido bombero: le habría faltado vocación. Sin embargo, sus voceros
podrían abrir un cuartel de bomberos. En los últimos meses tuvieron que
extinguir el fuego de los abusos sexuales en ciertas diócesis chilenas;
Francisco había confundido a las víctimas con los verdugos, y acusado a las
primeras de difamar a los segundos. Finalmente pidió perdón y culpó a los
obispos chilenos. El mundo lo aplaudió: ¡qué gran gesto, qué humanidad, qué
coraje! Era lo menos que podía hacer. De todos modos: felicitaciones a los
bomberos.
Ahora el Papa incendiario ha lanzado dos nuevas bombas.
Sobre la primera me parece que se creó demasiado alboroto: cuando el Papa dijo
que la calumnia y el monopolio de los medios son la antesala de la dictadura,
no hablaba de la Argentina. Es cierto que parecía aludir a su país, pero solo
le salió con demora lo que se le había quedado en el tintero después de su encuentro
con Castro y con Erdogan. El habitual "exceso de narcisismo
argentino", explicaron los bomberos. ¡Pero Francisco también es argentino!
El fuego de sus palabras sobre el aborto, en cambio, no hay
bombero que pueda extinguirlo: si el Congreso argentino aprueba una ley que
despenaliza el aborto y, en espera de la decisión del Senado, el papa argentino
compara el aborto con el nazismo, el mensaje es fuerte y claro: es un golpe en
el estómago para los argentinos.
¿Qué pensar? Antes, una premisa: el tema es delicado y,
según cómo se enfoque el debate, las decisiones que se tomen gozarán de mayor o
menor fuerza y legitimidad. Si el espíritu es el de la hinchada de fútbol, se
sembrará el odio que un día dará frutos envenenados. También aclaro, por
honestidad, que estoy a favor de una legislación que despenalice el aborto,
pero que respeto demasiado a aquellos que piensan diferente de mí como para
emitir anatemas. Finalmente, no me olvido de que estamos hablando del cuerpo
femenino: hay que respetarlo; no seré yo quien pontifique sobre lo que cada
mujer sienta y decida en cada circunstancia. Dicho eso: el punto es la
intervención del Papa. ¿Es adecuada? ¿Ayuda o complica? ¿Une o rompe? ¿Crea
puentes o los destruye?
Que el Papa condene la despenalización y lo haga con fuerza
es obvio desde su perspectiva. Que intente convencer a los fieles y a los
ciudadanos es totalmente legítimo y no veo por qué criticarlo por eso. Pero una
cosa es hacerlo defendiendo sus principios y la doctrina de la Iglesia y algo
muy diferente es señalar con el dedo y cubrir de infamia a los que discrepan:
¡son como los nazis! Si me ofendés, se acabó el diálogo y comienza el choque
entre hinchadas. ¿No fue él quién dijo que golpearía a quienes ofendían a su
madre? A veces parece que al papa Francisco le cuesta contener la ira: arroja
sal sobre las heridas, ulcera plagas ya profundas.
¡El Papa no dijo eso!, explicaron sus bomberos haciendo
sonar las sirenas. ¡No dijo que la mujer que aborta es nazi! Se refirió a los
países europeos donde está permitida la interrupción del embarazo en caso de
ciertos síndromes o malformaciones del feto. También en caso de violación, pero
me niego a pensar que el Papa aludiera a esos casos. Nazis, por lo tanto, son
los países europeos; sus Parlamentos que aprobaron esas leyes, supongo. Pero
también las mujeres que abortan de acuerdo con esas leyes: ¡nadie las obliga!
Quizá votaron en su favor. En resumen: para el Papa, un poco nazis son esas
mujeres. Pobres bomberos: no hay forma de explicar lo ilógico. Pero pensándolo
bien, ¿qué tienen que ver los nazis con todo eso? ¿Es una comparación sensata?
¿O sirve para desacreditar las creencias de los demás? Sobre las leyes
denunciadas por el Papa se ha discutido mucho y mucho se discutirá: se puede
estar en contra de esas leyes, pero son el resultado de un largo proceso
democrático. Una cosa es cierta: ninguna de ellas aspira a crear una raza
superior, ningún aborto es coactivo; ¡vaya diferencias respecto de lo que
hicieron los nazis! Sería buena profilaxis no utilizar la historia como un
supermercado donde peras y manzanas dan igual.
Pero el aborto, dijo el Papa, "está de moda". ¿De
moda? Siendo una vieja plaga social, causa de tantos dramas, encuentro una sola
palabra para describir esta expresión: frívola. En mi país, Italia, que no es
menos católico que la Argentina, ya estaba "de moda" en 1978, hace 40
años, cuando la despenalización fue aprobada por el Parlamento, antes de ser
ratificada por un referéndum popular en 1981. Una vieja moda: desde entonces,
los abortos han disminuido en un 75%. ¿No importa? Incluso en mi mundo ideal no
habría abortos, la sexualidad sería responsable, el clima sereno y la mesa
siempre llena. Pero antes de la ley los ricos abortaban en Suiza y los pobres
en los trasteros a merced de un carnicero cualquiera. En el mundo de la
realidad, la ley ha mejorado las cosas. Si tarde o temprano el problema es
enfrentado por todos, habrá una razón. Y esta razón no es la "moda".
¿Conclusión? Los obispos argentinos invocaron "un
debate sereno", pero el Papa no los escuchó: habló más como político que
como pastor. Por formas y tiempos, apuntó al Parlamento argentino. ¿Fue un acto
deliberado? ¿O el reflejo espontáneo de una antigua concepción de la relación
entre política y religión? La sustancia no cambia: ¡no serán tan nazis para
votar en favor de la despenalización del aborto, fue el mensaje a los
parlamentarios! ¡No serán tan neoliberales, dicen los activistas sociales que
corean su nombre marchando ante el Congreso para votar leyes
"antipopulares"!
Nazis o neoliberales, en este caso, vendrían a ser lo mismo:
no son palabras que aludan a un contenido, sino que definen un espacio. El
espacio del enemigo. El enemigo eterno de la "nación católica", de su
herencia moral y de aquellos que se erigen en sus amos. Siempre es el mismo
guion, antiguo, repetitivo: la Iglesia está por encima de las leyes; ella es la
unidad de medida de su legitimidad. Los legisladores son culpables de
"estafa moral", dijo uno de los sacerdotes más cercanos al Papa,
oponiendo una vez más el pueblo de Dios, que pretende encarnar, al pueblo de la
Constitución, que eligió a esos legisladores. Él y su pueblo son los dueños de
"lo moral".
Así es como la cruz de la "nación católica" y la
espada de Damocles colocada por el Papa revolotean juntas sobre el Senado. No
sé si Francisco ganará la batalla. Ciertamente, su exabrupto no les hizo bien a
las instituciones ni acercó entre sí a los argentinos. En cambio, lo reafirmó
en el rol político en el que sus tantos voceros quieren colocarlo, aunque no
sea un rol prudente para un papa. Pero cuidado: las victorias políticas de la
Iglesia a la larga socavan su fortaleza espiritual. ¿A quién le conviene?
¡Adelante con los bomberos!
(*) Historiador, profesor de la Universidad de Bolonia
© La Nación
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