En el estadio La Bombonera en Buenos Aires, la selección argentina disputó un partido amistoso contra Haití el 29 de mayo. Lionel Messi lo jugó. (Foto/EPA) |
Suelo pensar que el comunismo no era malo por sí mismo: que
lo arruinó el hecho bastante fortuito de haber triunfado en Rusia —y no en
algún país menos brutal—. Pero también es cierto que triunfó en Rusia: que fue
en Rusia donde millones de obreros y soldados y campesinos echaron a un déspota
y creyeron que hacían un mundo nuevo, que fue en Rusia donde más millones
todavía murieron para que aquellos asesinos alemanes no pudieran quedarse con
el mundo, y después los trucos de la historia consiguieron convencernos de que
los malos son los rusos.
Rusia es el país más ambiguo. Ahora es un hervidero de
mafias y magnates, y su jefe creyó que, para lavar esa cara tiznada, les
convenía hacer un Mundial de fútbol, así que lo compraron. El Mundial todo lo
puede; como la Real Academia Española, limpia, fija y da esplendor. Ahora
mismo, sin ir más lejos, hay miles y miles de personas que lamentan no estar en
Moscú; no sucedía desde diciembre de 1917. Y esta tarde va a haber cientos de
millones que van a ver un Rusia-Arabia Saudita, penúltimo en la escala de
partidos, justo por encima de un Moldavia-Fiji, por ejemplo, pero no por mucho.
Hoy se abre ese mes en que todo es lo mismo, pero nada es
igual: la pausa que refresca, la rutina que nos hace creer que nos cargamos
todas las rutinas. Y un cambio fuerte: durante un mes estaremos más que
pendientes de un conjunto de hechos que no importan en sí, sino por sus
consecuencias. Un Mundial es pura teleología, con perdón: esos procesos donde
lo que cuenta no es el proceso sino su resultado. Nos vamos a pasar un mes
considerando todo en función de lo que podrá pasar o no pasar un día, el 15 de
julio, en que dos de esos 32 —¿equipos?, ¿países?— estarán donde todos
pretendían.
Por eso, este mes repleto de intrigas y tensiones se resume
casi fácil: ¿conseguirá Brasil su sexto título y se vengará del 1-7, en ese
orden? ¿Demostrará Alemania una vez más que el fútbol es un deporte donde
juegan once contra once y ganan ellos? ¿Logrará Francia, lujo del mestizaje,
imponer sus individuos que no parecen grupo? ¿Podrá España prosperar en la
anarquía? ¿Alcanzará por fin nuestro héroe lo que todos esperamos?
Una de las paradojas futboleras más curiosas es que, de los
211 países que juegan en la FIFA, solo ocho han ganado Mundiales, y no parece
que vaya a haber pronto muchos más. El deporte más popular es el más
aristocrático: un club privado con pocos socios verdaderos y multitud de socios
aparentes, que los miran comer con la nariz pegada al vidrio.
La otra paradoja, en esa línea, es la facilidad con que se
puede decir que alguien es el mejor de todos. Nadie podría asegurar que fulano
o mengana es la mejor escritora o el mejor actor del mundo; nadie, que zutana o
perengano es el mejor cirujano o la mejor ingeniera; todos, en cambio, sabemos
que Messi es el mejor futbolista y solo se discute si es el mejor del mundo o
de la historia, de vuelta espacio y tiempo.
Messi es un fenómeno que excede a Messi. Terminé de
entenderlo hace poco, una mañana en Mali: veía más y más chicos con la camiseta
del 10 del Barcelona e intenté hacer cuentas. “Supongamos: en África hay unos
300 millones de chicos de menos de diez años. Y yo diría —sin arriesgar ni un
poco— que uno de cada veinte lleva una camiseta del Barcelona que dice, a sus
espaldas, 10 y Messi. O sea que hay, en cada momento, en todo momento, solo en
África, unos 15 millones de messitos. Va de nuevo: hay, en cada momento, en
todo momento, solo en África, más messitos que habitantes tienen Madrid,
Barcelona y Valencia juntas”.
Y entonces me preguntaba si él sabría —si sabe en serio, de
esa forma en que uno sabe las cosas que realmente sabe— que en cada rincón del
mundo hay un chico con una camiseta con su nombre, un chico que quiere ser como
él. Y cómo será, en tal caso, vivir con esa gloria y esa carga.
Y además están los que lo apoyan más allá de himnos y
banderas. “Que gane Messi aunque juegue con Irán”, me dice un amigo bastante
catalán y muy culé. Los messistas son así: vienen de los países más diversos y
tratan de abstraer el hecho de que Messi juegue con Argentina —o lo toman como
un mal menor—. Porque lo que ellos quieren es que se repare esta injusticia
poética y que el mejor de la historia se convierta en un monumento
indiscutible. Para eso le falta, sabemos, ganar un Mundial.
Así que ese va a ser, para tantos de nosotros, el gran tema.
¿Triunfará la justicia? ¿Logrará por fin el mejor jugador —del mundo o de la
historia— la única victoria que le falta? ¿O se instalará en su monumento como
un personaje dramático, aquel que consiguió todo salvo lo que realmente quería?
Quizá para su historia sea mejor: si gana nadie tendrá más nada que discutir,
si no lo gana lo seguiremos debatiendo, hablando de él por los tiempos de los
tiempos. Dudo que sea un argumento que hoy, 14 de junio, consiga convencerlo.
Leo Messi, en estos días, se juega su leyenda.
© The New York Times
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