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sábado, 23 de junio de 2018

El Estado se devora a sus hijos bastardos


Por Francisco Olivera

El lunes a la mañana, 48 horas después de enterarse de que Mauricio Macri había decidido echarlo, Juan José Aranguren fue a verlo a la Casa Rosada. Hablaron durante media hora, con una franqueza más propia de ingenieros que de políticos. 

El Presidente le insistió en lo que le había adelantado por teléfono el sábado, que su cabeza había rodado por pedido del ala política del Gobierno y sus aliados, y le preguntó en qué lugar de la administración le parecía que podría seguir siendo útil. "En ninguno", le contestó Aranguren, y explicó que se sentía más "un hombre de acción" que un asesor. "Lamento que haya tenido que hacer lo políticamente correcto y, en mi caso, no haber podido terminar la tarea", agregó, buscando una empatía perdida: ambos pueden haber sintonizado alguna vez al dudar del gradualismo, pero han quedado ahora en sitios muy distantes. Ya es muy tarde para el shock.

Aranguren cuidó las formalidades. Horas después, cuando Pablo Clusellas, secretario de Legal y Técnica, lo contactó para que redactara la renuncia, él le contestó por WhatsApp que una persona podía renunciar a un derecho, pero que un ministerio no era derecho de nadie, atribución que sí tenía en cambio el Presidente para designar y remover funcionarios. Ayer, en el Boletín Oficial, solo se publicó la renuncia de Francisco Cabrera, el otro ministro desplazado; en el área energética, sin despedir a nadie, se consignó la designación de Javier Iguacel como jefe de la cartera.

Las atribuciones de Aranguren habían empezado a apagarse en enero, cuando el presidente de la UCR, Alfredo Cornejo, firmó una carta en la que los radicales le objetaban la intención de vender la participación de Enarsa en Transener. Ese cuestionamiento partidario y específico no solo se extendió después a la Coalición Cívica con la política tarifaria en general, sino que envalentonó a la oposición para presentar y sancionar en mayo una ley que pretendía revocar los aumentos en gas y electricidad, y que Macri vetó al día siguiente. Fue el primer indicio de debilidad de una administración que hasta entonces parecía encaminarse sin obstáculos a la reelección.

Macri está golpeado. Quienes lo conocen dicen que habría querido mantener el plan original, pero que la tormenta financiera, la devaluación, la caída en el salario real y la necesidad de acordar con su propia coalición y el PJ lo han vuelto inviable: si hubiera que respetar todo lo pactado con las empresas, las facturas de gas deberían subir en octubre 80%, y las de electricidad, 50%. Difícil en pleno ajuste y en vísperas de un año electoral.

Para él es un dilema. ¿Debería enterrar su reelección en el altar de "lo que hay que hacer", como dice la propaganda oficial, justo en el único sector que le ha reportado hasta ahora resultados tangibles? La Argentina, que viene de perder el autoabastecimiento energético en 2010, consiguió en febrero, por primera vez en 14 años, terminar con las restricciones en generación eléctrica e incluso cubrir los picos de demanda sin importaciones. Según la última información disponible del ENRE, ente regulador, los cortes de luz cayeron 42% entre los dos primeros veranos en que gobernó Macri y se siguieron atenuando hasta hoy. El informe semestral dice que Edesur bajó de 3,40 a 3,13 la cantidad de veces de corte por usuario entre el último semestre y el anterior, aunque subió de 14,19 a 14,60 las horas de duración de esas interrupciones; Edenor, en cambio, redujo ambas variables: de 4,51 a 4,25 la cantidad de veces por usuario y de 12,33 a 12,27 las horas de duración de cortes.

Todas esos números eran el doble en 2015. Hubo desde entonces una normalización generalizada significativa, fácilmente constatable en los compromisos de inversión privada que la Argentina logró para los próximos cinco años: unos 13.000 millones de dólares en energía eléctrica y otros 15.000 millones en gas y petróleo. Brotes verdes genuinos.

En las empresas se preguntan ahora si el sendero podría volverse más escabroso. "La Argentina resucita el pánico a la intervención petrolera con el cambio de gabinete", tituló anteayer un cable de la agencia Bloomberg en el que su autor, Jonathan Gilbert, hace un recorrido por ámbitos energéticos y financieros. "Claramente, la liberalización del mercado petrolero no funcionó", dice allí Juan Manuel Vázquez, analista de mercados de crédito de Puente. El texto compendia los temores con un párrafo inquietante de un informe de Goldman Sachs: "La reintroducción de controles de precios y el desplazamiento de Aranguren han agregado un sentimiento negativo hacia el sector petrolero de la Argentina e YPF".

Son dudas que deberá despejar Iguacel, un ingeniero que viene de Pluspetrol y que ayer empezó a reunir a sus expares para conseguir algo que los petroleros creían superado: un acuerdo en el que todos cedan algo para salvar el programa general. La negociación no solo es compleja en sí misma, sino también por quienes tironean desde ambos lados: desde productores como los Bulgheroni, YPF o Paolo Rocca hasta transportistas y distribuidoras de buena relación con la Casa Rosada. Solo las dos primeras cartas que llegaron la semana pasada al Enargas, ente regulador, con las dificultades para cumplir con lo pactado pondrían nervioso a cualquier funcionario de alma floja: están firmadas por la Distribuidora de Gas del Centro y la Distribuidora de Gas Cuyana, ambas del grupo Ecogas, de Sadesa, uno de cuyos accionistas es Nicolás Caputo, íntimo amigo de Macri.

Iguacel contará de todos modos con algunas ventajas. Ese establishment petrolero, que le tiene mayor simpatía personal que a Aranguren, sabe como ninguna otra industria cuál es el punto de la historia al que no quiere volver. El nuevo ministro, que compitió en su momento por la intendencia de Capitán Sarmiento, no parece además solo un técnico, algo que lo convierte en un buen test para quienes pretenden conciliar la política con la energía.

Es cierto que el camino recorrido fue más arduo de lo esperado y, hacia adelante, parece más largo. Reacia a ajustar su nivel de gasto y desprovista de cuadros técnicos, la Argentina deberá además volver a modalidades que Pro despreciaba, como el arte de tratar con cada actor más allá de una regla general. Será una lección para CEO con vocación pública: Aranguren vendió sus acciones de Shell en momentos en que el petróleo estaba a un mal precio internacional para dedicarse a la tarea de funcionario, que ahora abandona con no menos de siete denuncias en su contra por presuntas incompatibilidades. La política argentina es ingrata: suele cobijar solo a los de su propia estirpe.

© La Nación

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