miércoles, 27 de junio de 2018

Él es feliz

Lionel Messi celebra el primer gol de Argentina contra Nigeria. El resultado, 2 a 1 favor
de la Albiceleste, le da el pase a la segunda ronda del Mundial. (Foto/Sergio Pérez/Reuters)
Por Martín Caparrós

Es feliz. O por lo menos, durante un rato, fue feliz, y ahora tantos esperamos que lo siga siendo porque entonces millones lo seremos. Messi fue muy feliz en ese rato, cuando mostraba esa sonrisa que se le ve tan poco, ancha, desbocada, una sonrisa sin ningún bozal, puro desborde de su felicidad porque, pese a todo, contra tanto agorero, la Argentina acababa de pasar a los octavos de final. 

Messi gritaba, se abrazaba con caricias y lágrimas, se desahogaba y ensanchaba la sonrisa más y más. Acababa de volver del precipicio y festejaba en forma. Y, sin embargo, una hora y media antes, todo parecía tanto más simple.

La Argentina había empezado bien su partido con Nigeria. Tenía la pelota, manejaba los tiempos, y, al minuto catorce, dio el gran golpe. Éver Banega, desde el medio de la cancha, puso un pase muy largo para el 10, que picaba entre dos nigerianos. Y entonces, de pronto, como por arte de su magia, Messi volvió a ser Messi: lo fue en la manera en que mató la pelota con el muslo izquierdo, la acomodó con ese pie antes de que tocara el suelo y la clavó, con la derecha, en la otra esquina del arco nigeriano. El partido estaba encarrilado.

Messi rebosaba de ganas y había encontrado compañía en Banega y, con más torpeza, Mascherano. Di María se veía confuso, Higuaín empeñoso pero mal asistido, y la circulación no era rápida ni incisiva, pero dominadora. Alcanzaba para dominar a unos nigerianos asustados, plantados muy atrás, y para perderse otro gol, un tiro libre de Messi al palo. Se veía fácil, con una facilidad extraña para la Argentina.

(Yo había llegado a Buenos Aires cuatro horas antes y la Patria me recibió con su abrigo habitual: en el aeropuerto no pude sacar dinero del cajero porque me pidió una clave nueva que no tengo, entonces tuve que tomar un bus que, al cabo de minutos, se paró y no siguió —el chofer dijo que estaba descompuesto— y, por fin, cuando llegué al piso que había alquilado me informaron que el gas estaba cortado y que quizá mañana habrá calefacción y agua caliente, y así de seguido; no quiero cansarlos como la Patria a mí, pero no es fácil. La Argentina, últimamente, es un lugar donde nunca nada es fácil. Donde nos gusta suponer que todo es lucha, dificultad, conquista. Donde queremos creer que así es la vida).

Pero esta vez, en la cancha, en Rusia, parecía que todo fluiría. Hasta que, a los cuatro minutos del segundo tiempo, el árbitro turco Cuneyt Cakir cobró un penal dudoso, perfecto para la paranoia nacional —que, para funcionar, debe olvidar que la jugada previa fue un error tosco de la defensa propia—. Las protestas arreciaron pero el turco rechazó la invitación al video assistant referee (VAR): no quiso revisarlo, lo hizo ejecutar. Moses lo convirtió con elegancia y la Argentina se desesperó: otra vez a remarla.

Era la vuelta de todos los fantasmas. Volvíamos a ser los que creemos que somos, esos a los que todo nos cuesta triple o cuádruple, siempre atacados por oscuros poderes, siempre víctimas de conspiraciones. Y el juego se volvió confuso, y la desesperación se fue instalando y se pasaba el tiempo y ya faltaban diez minutos y parecía que la selección se deshacía. Sus intentos, lentos, anunciados, chocaban contra la defensa, torpe pero efectiva, de Nigeria.

Hasta que Pavón, que había entrado poco antes, le alargó una pelota por la derecha a Mercado, el lateral, que había subido a ayudar en el ataque. Mercado ya había intentado tirar seis o siete centros, todos malos. Pero este le salió bien, al medio del área, a buena altura, y se encontró con un criollo que llegaba al galope: Marcos Rojo, un lateral o zaguero central zurdo sin ninguna gracia conocida, que viene de una lesión muy larga, que había jugado 57 partidos en la selección y marcado dos goles, la empalmó con su pierna inhábil, la derecha, y la clavó en un rincón, definitivo.

—¡Qué lindo ganar así, qué lindo!

Gritaba un locutor en la televisión local, que repetía la mejor imagen del partido: Rojo aullando su gol inverosímil y Messi que le salta encima y Rojo que corre con Messi colgado de la espalda y aúllan, los dos aúllan con toda la garganta. El locutor, después, recuperó el aliento:

—Es así nomás, si no sufrís no sos argentino…

Es una idea de la Patria. La Argentina sufrió porque quería ganar —se notaba mucho que quería ganar— pero no tiene grandes argumentos. La defensa sigue siendo frágil, aunque ahora con energía y voluntad, con defensores que se tiran al piso, con pelotas —y con un arquero, Franco Armani, que respira confianza—. El medio campo mejoró mucho con la claridad de Banega y el sacrificio de Mascherano; Enzo Pérez sigue siendo muy estéril. Y adelante Higuaín busca y busca pero le llegan pocas y exigidas, Di María no encuentra su función, y Messi ha vuelto.

Así que festejamos. A fuerza de sufrir, a golpes de Messi y de sorpresa, la Argentina no va a pasar vergüenza: no quedó afuera en la primera vuelta. La Patria, tan idéntica a sí misma, hoy rebosa de esperanzas regeracionistas: que ahora sí todo va a ser distinto.

No es probable. La Argentina sigue siendo un equipo desordenado, lento, que ha vuelto a apostar por sus más viejos y dejó afuera a Dybala y Lo Celso —importantes en ligas importantes— y tiene que jugar con Francia, todo lo contrario: un equipo renovado, joven, lleno de talento. Si en este deporte hubiera cierta lógica, el sábado la Argentina debería tener muchos problemas; no hay, por suerte.

Y es un equipo que hoy se ha probado que si quiere puede, que es capaz de dejar todo en una cancha: una banda que, quizá, ha empezado a creer en sí misma. Y que además tiene —sigue teniendo— al mejor del mundo que ahora sí se ve lleno de ganas. Otro argentino más o menos conocido escribió, hace unas décadas, que había cometido el peor de los pecados: el de no ser feliz. Messi hoy estaba: mucho, mucho, y emocionaba verlo. Debe ser, para tantos, muy amenazador. La trouille, le dicen ellos.

© The New York Times

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