Por Carlos Ares |
Si al azar le llaman culo, a todos los beneficios materiales
recibidos –diversidad de climas, de fauna, de flora, de paisajes y demás–
deberíamos sumar también ese. El de habernos librado –por hacernos los boludos,
sentirnos lejanos, inútiles, inservibles, incapaces o por lo que sea– de las
principales disputas de intereses que se saldaron después de matanzas,
genocidios, persecuciones y crímenes de lesa humanidad en las que perdieron la
vida millones de personas.
Seguimos por los diarios dos guerras mundiales y sus
secuelas frías, el derrumbe de la Unión Soviética, las batallas territoriales y
de religión en Medio Oriente, las sangrientas revoluciones en Centroamérica y
el Caribe. Acogimos inmigrantes de todo el mundo, asistimos con alimentos a los
necesitados, participamos de afuera, tirando cualquiera en modo panelistas de
Intratables. Cayeron sobre el mundo dos bombas atómicas, huracanes y terremotos
devastaron Haití. Las hambrunas, el saqueo, las batallas tribales provocaron la
espantada de Africa. Y así.
Hemos tenido, cómo no, nuestros propios muertos, a los que
seguimos honrando y llorando. En terremotos, sequías, inundaciones. Semanas
trágicas. Golpes de Estado y represiones feroces. En las ineludibles luchas por
la independencia y en la Guerra de Malvinas. Es decir que, por causas diversas,
también hemos pagado con una cuota importante de víctimas el derecho a una vida
digna y en paz. Pero, convengamos, nada comparable con el inconmensurable
horror que parece infinito en otras regiones.
Esta revisión de imágenes, como cientos de fotografías
dispersas sostenidas por chinches en un panel de corcho, permite valorar por
contraste la suerte, el culo de vivir aquí. Un atractivo más, inefable,
inmaterial, pero tan valioso como las cataratas, los glaciares, la cordillera,
las tierras fértiles, el mar, los ríos, que deberíamos promover, disfrutar y
asentar también en los registros de nuestro patrimonio.
Esa es la buena, nueva, gran noticia que los titulares de
los medios deberían consignar a diario: “¡Vivimos en el culo del mundo!”. En
los membretes de los documentos públicos, en las páginas web de los organismos,
se tendría que resaltar el mérito como quien está libre de aftosa y de
pesticidas: “Argentina, culo orgánico del mundo”. En folletos turísticos la
oferta de bellezas naturales del país habría que ampliarla con variaciones del
tipo: “Orgulloso culo del mundo”, “Mágico culo del mundo”, “Fantástico culo del
mundo”.
Aceptando desde ya que ante derrotas deportivas o crisis
económicas, en las redes sociales tendríamos que bancarnos socarronerías del
tipo: “Roto culo del mundo” y sus groseras sinonimias, tipo “ojete”, “orto”,
“tujes” y demás. Perdón por recurrir a un lenguaje algo soez y a expresiones
que suenan vulgares, pero son imprescindibles para hacer aún más visible y
sentida la alegoría. Además, de acuerdo con Beatriz Sarlo, si “la palabra
caballo no relincha”, de ser necesario “nombrar al pedo no huele mal”.
A propósito de ciertas palabras, queda –para entretener el
momento inodoro si ya se leyeron las etiquetas cercanas y no hay más lectura a
mano– pensar por qué desde hace algunos años tenemos tanta “mierda” a flor de
labios. “Hecho mierda”, “gente de mierda”, “te fuiste a la mierda”, “no
entiendo una mierda”, “país de mierda”, “me voy a la mierda”, “¿qué mierda
querés?”, “son todos una mierda”, “hacelo mierda”, entre otras. Y qué “mierda”
tiene que ver el fracaso con el culo de nacer y vivir aquí.
Una reflexión que debería salir con una mínima contracción
cerebral y estomacal, aglomerando nombres y apellidos mientras esperamos,
sentados, sin más que hacer.
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