Por Fernando Savater |
Por un lado, si no rescatamos del mar, la guerra y la
miseria a los desdichados semejantes que quieren refugiarse a nuestro lado (en
muchos casos, mujeres y niños), cometemos el peor pecado contra la humanidad
que compartimos y contra su mejor timbre de excelencia, la hospitalidad; por
otro, si auxiliamos a cuantos tratan de forzar nuestras fronteras incluso
arriesgando sus vidas, favorecemos el negocio de las mafias que se aprovechan
de su desesperada esperanza, además de comprometer por saturación nuestros
servicios públicos.
Los populistas lo tienen claro: ¡abramos las fronteras, que
pasen todos, al fondo hay sitio, Dios proveerá! Los de la acera opuesta: ¡nada
de manga ancha, con el contrato laboral en la boca o a la calle, los que se
ahoguen que hubieran aprendido a nadar!
Con tanto antitorero suicida, es difícil componer una figura
airosa para lidiar al bicornuto. Quienes lo intenten deben empezar por recordar
que el primer derecho de los emigrantes es a no tener que abandonar por falta
de oportunidades o sobra de amenazas su país de origen.
No es nuestra luz lo que les atrae, sino sus sombras las que
les empujan. Ahí, en el oscuro origen, debe iniciarse nuestra lidia.
© El País (España)
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