Por Guillermo Piro |
Se me dirá que
en los dos últimos ejemplos no se trata de animales reales, pero podríamos
discutirlo eternamente, porque lo que está en juego no es tanto lo real sino lo
verosímil. En ese sentido, Mickey Mouse y Bob Esponja no son reales pero Rango
y James P. Sullivan, sí. ¿Se entiende? De todos modos no tiene importancia. Lo
que hay que saber es que en Isla de perros hay perros que hablan y son reales.
No menos reales que los de un libro cuya referencia es tan
automática que me extraña no haber encontrado críticas al film de Wes Anderson
que la nombren (pero bueno, ya sabemos que los críticos de cine son en general
un poco brutos, que siguen encontrando originalidad hasta en argumentos
shakespeareanos). Se trata de Ciudad, de Clifford Donald Simak, un libro de
1952 traducido por primera vez al español en 1974 por José Valdivieso para el sello
Minotauro. Ciudad consiste en una serie de ocho relatos que dan cuenta de una
mitología literaria analizada en el futuro por la raza que domina el planeta
Tierra: los perros. Cada cuento es presentado con una nota introductoria donde
un académico perruno analiza la obra y pone en duda una cuestión capital: ¿el
hombre habrá existido en el pasado o solo nos encontramos frente a la
transmisión oral de un mito presumiblemente canino?
Ciudad podría haber sido escrito por Umberto Eco, o en
cualquier caso el libro contiene una idea que el italiano puso en práctica en
varios escritos más breves. También imagino a Stanislaw Lem como autor posible,
pero lo cierto es que el libro lo escribió Simak, de quien sé muy poco (es por
eso tal vez que hubiese preferido que lo escribiera alguno de los otros dos,
porque de ellos sé un poco más): nació en 1904 y murió en 1988. Vivió entonces
83 u 84 años. (Cada vez que trazo las líneas centrales de una biografía
recuerdo ese poema de José Agustín Goytisolo –Historia conocida– que dice:
“¡Qué bonito sería! Nace, escribe, muere desamparado”. Pero hasta donde sé,
Simak no murió desamparado sino habiendo influido en toda una generación de
escritores de ciencia ficción y luego de recibir innumerables premios y
reconocimientos).
Pero quería hablar de Isla de perros y de aquello que la
conecta con Ciudad: la misma ironía, la misma ternura y la misma melancolía a
la hora de rememorar los tiempos en que vivir significaba estar al servicio de
un ser humano, cuando se nacía y moría demostrando lealtad a alguien que ya no
está y que sigue haciendo falta. La factura del film de Wes Anderson es
intencionalmente descuidada, simple, y parece haber puesto toda la carga en los
diálogos (conté al menos dos momentos cumbre de la historia del cine en Isla de
perros). El film sucede en Japón, y Wes Anderson demuestra que siente por las
costumbres y el idioma de ese país menos respeto que el que los japoneses creer
merecer, lo que lo hace (a Wes Anderson y al film) un objeto digno de ser
reverenciado y visto al menos una docena de veces.
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