Por Christian Cañibe
(México 06 junio 2018)
“No me sentía así desde que
Archie Gemmill anotó contra Holanda en 1978”, recitaba jadeante y sudoroso Marc
Renton (encarnado por Ewan McGregor) en el culmen de la principal secuencia de
sexo de Trainspotting, mientras las notas de Atomic,
de Blondie, servían como inolvidable fondo musical.
Testimonios posteriores
confirman que ese mismo éxtasis fue compartido por todos y cada uno de los
escoceses en edad apropiada cuando aquella Tartan Army
–llamada a ser el caballo negro de Argentina 78– tuvo a bien lavar un poco su
decepcionante actuación durante el último partido del Grupo 4, al ponerse por
encima del vigente subcampeón del mundo gracias a la portentosa jugada
individual del veterano mediocampista y el par de cinturas anaranjadas que dejó
quebradas sobre el pasto.
Calvo, rollizo y con apenas 1.65 de estatura, Archie Gemmill, uno de los
creadores del milagro del Nottingham Forest en la Copa de Campeones de Europa
del año siguiente –aunque no fue alineado en la final contra el Malmö–, era un
auténtico modelo antiguo entre otras cosas por su imagen. Abanderaba tal vez
junto a unos pocos, como el polaco Grzegorz Lato, la contraparte estética al
resto de la nómina de jugadores internacionales registrados en el torneo:
jóvenes, altos y, por encima de todo, envidiablemente melenudos. Por si fuera
poco, y aunque pareciera lo contrario, Gemmill se asumía como abstemio dentro
de una cuadrilla que protagonizaba petulantemente anuncios de cerveza o
cigarros, porque “los jugadores fuman y no hace daño” –según palabras de los
propios dirigentes. Entre sus más atentas cortesías en el país
sudamericano se recuerda el haber abandonado un cargamento de botellas vacías
de whisky en su hotel de concentración, así como el primer caso de doping positivo
en la historia de las copas mundiales en la persona de Willie Johnston quien,
ante la notoria deshidratación del propio Gemmill al término de la primera
batalla contra Perú, tuvo que tomar su lugar en el control médico. Un año
después del escándalo, tras purgar la suspensión impuesta por FIFA, Johnston
abandonó Gran Bretaña para exiliarse en el incipiente futbol canadiense.
Curiosamente, un giro de tuerca similar pero definitivamente más infausto,
sufrió Tommy –el amigo antijunkie en la película dirigida por
Danny Boyle– por culpa de un VHS de su colección intercambiado a propósito por
Renton, con la imagen y la narración del inmortal gol de Gemmill en lugar del
porno casero que había protagonizado junto a su novia Lizzy.
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A diferencia de los alicaídos pero orgullosos aficionados escoceses en
su triunfo sobre Holanda, los mexicanos no podríamos jactarnos de haber
experimentado un orgasmo semejante con el raquítico gol anotado por el “Gonini”
Vázquez Ayala, vía penal, en la infame derrota frente a Túnez; ni mucho menos
con los chistes de los porteros Pilar Reyes y Pedro Soto después de encajar
conjuntamente seis goles en la humillación mundialista más grande propinada a
nuestra selección, ante la Alemania de Rumenigge, en Córdoba. Sin embargo, a
diferencia de los scots, la juventud era el sello distintivo de
nuestra escuadra (un promedio de edad de 23 años) y con ello los privilegios
propios de la edad, como vestir equipamiento y trajes acampanados de pana de la
marca Levi’s, así como lucir cabelleras nunca antes atestiguadas en un torneo
mundialista. Más allá del penoso último lugar en la clasificación del certamen,
los mexicanos dejaron a su paso todo un catálogo de cortes de pelo, tan
exóticos como el afro descomunal de Leonardo Cuéllar (el “León de la Metro”,
según el cronista Ángel Fernández), el bigote tremendamente poblado del
“Palillo” Martínez, o la barba intermitente y desaliñada de Toño de la Torre, a
quien la crítica no bajaba de “hippie mugroso” durante su triste
regreso a México.
Pero es justo decir que el tricolor no gozaba de la exclusividad en el
concurso de peinados. Argentina 78 probablemente sea distinguido como el
Mundial con el mayor promedio de kilos acumulados en pelo del que se tenga
memoria: desde la frondosidad del delantero argentino Alberto “Conejo”
Tarantini, la geometría del brasileño Toninho, los resplandores platinados del
autriaco Prohaska, o la fijación en forma de casco del español Dani. Un
desfile interminable que, a pesar de suscitarse en un entorno que podía
escandalizarse con la apariencia de punks o rastas,
la verdad es que no se quedaba atrás en sus propias formas.
Pero así como la alegría y el desparpajo aparentemente brotaban de las
cabezas de los protagonistas del juego, el entorno en su día a día no se
mostraba igual de amistoso. Basta mencionar a las patrullas militares que
vigilaban celosamente cada paso en las concentraciones de los 16 equipos
participantes: los soldados argentinos definitivamente no compartían los mismos
gustos en cuanto a moda y libertad se refiere.
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Una cifra que podríamos suponer rebasaba por mucho a la nunca censada
cantidad de pelo de los futbolistas en Argentina 78, podría ser la del papel
lanzado desde las tribunas durante los partidos de la selección anfitriona:
10,000 rollos de papel higiénico, carretes de cinta de sumadora y más de una
tonelada de hojas trozadas es lo que se piensa fue arrojado al campo del
Monumental de River Plate antes de la derrota en el último duelo de la fase de
grupos frente a Italia —Imaginemos entonces lo que pudo llegar a caer en los
momentos previos a la final contra Holanda—. Sin embargo, esa gran cascada de
celulosa blanca y celeste no necesariamente era consentida por las autoridades,
quienes habían redoblado esfuerzos para procurar vender al resto del mundo un
rostro aseado e inalterable del país, tal como la rigidez y sincronía de las
tablas gimnásticas o la bendición papal dictada por un Cardenal en la ceremonia
inaugural. El régimen de Jorge Videla inhibía la espontaneidad popular hasta en
los reductos más inocentes, conteniendo a toda costa cualquier brote de pasión
genuina en los estadios.
Al igual que una reprimenda a los hombres que se atreviesen llevar el
pelo largo en una escuela conservadora, durante el Mundial se emprendió una auténtica
campaña en contra de los papelitos volantes, secundada incluso en los medios de
comunicación por José María Muñoz, el narrador más importante de la época y
conocido simpatizante de la dictadura. Pero, a pesar de la requisa de
periódicos y revistas que llevó a cabo la policía en el acceso a los estadios,
la hinchada sorteó la manera para ingresarlos y, alentados por Clemente
—personaje de historieta del diario Clarín— a través de mensajes en
los tableros electrónicos, bajo la arenga “¡Tiren papelitos, muchachos!”,
convirtieron aquello en uno de los paisajes más estremecedores e inolvidables
de la justa mundialista. No se puede descartar que entre las páginas mutiladas
que tapizaron esas gradas se encontraban algunas de las inserciones
propagandísticas, publicadas en la revista El Gráfico, que se
ufanaban tramposamente de la “tranquilidad y belleza” que imperaba durante la
celebración del campeonato, como aquella carta apócrifa enviada supuestamente
por el capitán holandés Ruud Krol a su hija de tres años, en la que describía a
los soldados vigías en los entrenamientos como “amigos que nos cuidan y
protegen”.
De aquel Mundial duramente criticado por parte de la comunidad
internacional, amagado con un boicot de la delegación francesa, declinado por
Paul Breitner —uno de los pelambres más prodigiosos del equipo alemán, ex
estrella del Real Madrid y maoísta por convicción—, manchado por la sospecha en
el partido clave entre Argentina y Perú, o la misteriosa ausencia del astro
Johan Cruyff, resuena hasta el presente la imagen de esa incesante lluvia de
papelitos que, amén de las motivaciones patrióticas, podría describirse también
como un pequeño acto de desobediencia, que situó por un momento a la
incondicional afición argentina por encima de la represión: una travesura en
medio de la atrocidad. Eso, y los festejos desaforados del campeón goleador
Mario Kempes, abriendo sus brazos al cielo y agitando ante casi 80mil
espectadores la cabellera más larga y brillante de toda la Argentina 78.
© Letras Libres
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