Por Guillermo Piro |
Bien, desconfío mucho de los escritores que no han traducido al
menos una obra, al menos una pequeña obra de otro autor que no sean ellos
mismos. Probablemente se trata de una idea de autoafirmación personal, pero
verdaderamente me cuesta tolerar a los autores que viven pendientes de su
propia obra y no disponen ni de tiempo ni de deseos para dedicárselos a la de
otro. Haciendo un breve repaso por la historia de la literatura, veo que los
autores que me interesan fueron también traductores. No me refiero solo a las
traducciones extensas que por ejemplo Arno Schmidt, Ennio Flaiano y Cortázar
hicieron de Edgar Allan Poe, o Javier Marías de La vida y las opiniones del
caballero Tristram Shandy de Laurence Sterne, o a la que Cortázar (otra vez)
hizo del Robinson Crusoe de Defoe, sino también a las casi brevísimas, a las
traducciones gestuales, como la que Baricco hizo de un poema de César Vallejo,
o Umberto Eco de la Silvia de Gérard de Nerval, o Calvino de Las flores azules
de Raymond Queneau, o Handke de las nouvelles de Emmanuel Bove, o Thomas de
Quincey de Ludvig Holberg, o Nabokov de Lewis Carroll, o Le Clézio del Chilam
Balam, o Cabrera Infante de Joyce, o Ivan Turgenev de Cervantes, o Pavese de
Melville, o Thomas Edward Lawrence de Homero. La lista naturalmente es larga y
aburrida, pero revisarla genera una extraña inquietud: ¿qué llevó a estos
sujetos, en determinado momento de sus vidas, a traducir un texto de otro?
Conjeturas, conjeturas... Yo creo que la vergüenza, no ser vistos por la
posteridad como esos seres implumes incapaces de ocuparse de otra cosa que de
su obrita miserable.
Pero hay más. Tal vez traducir un libro (hablo de traducir
uno, no de dedicarse a la traducción como un pobre modo de vida) signifique
poner en la mesa de juego una carta alta y desconocida, una más alta que las ya
conocidas por todos. ¿Que es necesario saber otra lengua? Sí, claro, más que
necesario diría que es recomendable. ¿Y entonces? Y entonces solo queda elegir
una y estudiarla. El traductor español Miguel Sáenz concluía el prólogo de los
Poemas de Günter Grass rogando con insistencia al lector que aprendiese alemán
para poder leer a creadores tan intraducibles como Grass. ¿Aprender alemán es
complicado? Aprender a jugar al truco es complicado, aprender cualquier cosa es
complicado, aprender es complicado. Incluso se puede traducir sin dominar del todo
una lengua, ¿o se piensan que Baudelaire dominaba el inglés cuando tradujo a
Poe, o que Octavio Paz sabía japonés cuando tradujo los haikus de Basho, o que
Baricco mangia tanto de español como para traducir a Vallejo? Dedicarse a la
obra de otro depara más alegría que dedicarse a la propia. Sobre todo si la del
otro es mejor que la propia.
Se me dirá que mi teoría no funciona, porque ni Kafka, ni
Rulfo, ni Joyce, ni Céline ni tantos otros tradujeron a nadie, pero yo diré que
bueno, al menos son Kafka, Rulfo, Joyce y Céline. De donde resulta que
cualquier escritor que no fuera capaz de alcanzar las cimas que tocaron Kafka,
Rulfo, Joyce o Céline debería traducir algo al menos una vez en la vida. Para
todo el resto de los escritores, no traducir es señal de una pequeñez
imperdonable.
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