Por Carlos Ares (*) |
La propia vida, sabia, paciente, se acomoda a lo que pasa y
sigue. No viene a decirte “fue un error”, “tendrías que...”, “si hubieras...”
Mira, comprende, acompaña, murmura algún tema antiguo, tal vez “Seguir viviendo
sin tu amor”, del Flaco Spinetta, para que lo entones como si lo hubieras
escuchado ayer. “Si a tu corazón yo llego igual/ todo siempre se podrá elegir...”
Venía así, entonces, tranquilo, cantando bajito, tratando de
atravesar el pasado sin mayores pérdidas. Sabía que faltaban recorrer miles de
kilómetros para llegar a un destino razonable. Luego de girar en una de las
tantas curvas cerradas con las que te sorprende el incierto presente, me
encontré de pronto ante un formidable atasco. La circulación de discursos
comprensibles se detuvo y la ruta posible se llenó de fanáticos a contramano
vomitándose entre sí odios y rencores acumulados. Nadie cedía un paso.
Aturdido por el griterío y los bocinazos, sin saber qué
hacer, me aparté y busqué una salida de emergencia. Derrapé, me fui a la
banquina. Al pasto. Al campo. Al mar. A caminar por la playa, solitaria bajo la
lluvia. Y a leer estas líneas escritas en imágenes que me dictaba la memoria.
Después de todo, –amores, laburos, historias, inventos, intentos, idas,
vueltas, regresos– todo lo que va quedando es solo edad para ver y recordar.
Me mandé, a pie, sin saber adónde. Para cómo estaban las
cosas, cualquier escape lateral era bueno aunque me llevara releyendo a
Indochina de los años 50 con El americano impasible de Graham Greene,
expectante a una sala del pasaje Zelaya en el Abasto para compartir Las ideas
de Federico León, hasta llegar a las melodías de la noche que toca Keith
Jarrett.
A la distancia, las gotas que escupían las bocas relumbraban
en el contraluz y trazaban disparos de fuegos cruzados. Los insultos se
revolvían feroces entre sí. Un tal Santiago Cúneo, ultranacionalista católico,
me hizo recordar a los aterradores miembros de la Triple A de López Rega, a los
carapintada, a los que editaban la revista Cabildo. Con medio cuerpo que le
sobresalía de la ventanilla de un Crónica TV rojo, arengaba a las fuerzas
armadas y gesticulaba como Mussolini ante los fascistas.
Otros tipos igual de temibles, los Moyano, arrancaban y
frenaban, amedrentaban con la trompa de patovicas anchos y pesados como
camiones. Los paragolpes de los demás resistían la embestida. Detrás de las
ventanas enrejadas de un autobús celeste del Servicio Penitenciario que se
dirigía a Tribunales se veía una cantidad de caritas apretadas junto a Scioli,
que les tomaba una selfie. De un coche fúnebre conducido por Luis Barrionuevo,
y de los autos con vidrios polarizados que le seguían, comenzaron a bajar
fantasmas de traje negro y anteojos oscuros que parecían asistir a una reunión
de “familias” de la mafia. Me causó gracia ver cómo De Mendiguren les abría la
puerta y se inclinaba con la mano extendida. Pedía un carguito, una moneda o,
al menos, salir en la tele.
Un pibe llegó apurado hasta mí. Me había visto huir
espantado y luego detenerme en las sombras para observar desde cierta distancia
lo que ocurría. Le dije: no es nada, no te preocupes. Ya la vi. La dan seguido
en este país. ¿No le interesa debatir con ellos?, me preguntó. Sí, claro,
reaccioné. Uno no puede dejar de ser quién es. Pero estos tipos son muy
tramposos. Mienten, niegan, reescriben el pasado, no discuten por el camino a
seguir, quieren recuperar la casilla de peaje.
Me ofreció un cigarrillo de los suyos. Nos quedamos
callados, fumando. El tabaco tenía un gusto dulzón, rico. De pronto, el pibe
tiro la colilla. Me toca, dijo, los voy a enfrentar. Dale, te ayudo, me animé,
pero enseguida le advertí: no tengo más que edad.
(*) Periodista
© Perfil.com
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