Por Arturo Pérez-Reverte |
Un ejercicio,
éste, que tiene una doble utilidad: le permite a uno hacer memoria, recordando
–en mi caso, fijando por escrito, o intentándolo– cosas que el tiempo amenaza
con borrar del archivo, y sirve también para que gente más joven y con buena
voluntad se haga con referencias útiles de tiempos y mundos que ya no existen,
o se extinguen, y que en cualquier caso es bueno conocer para interpretar mejor
cada tiempo presente.
Todo este ladrillo inicial, prólogo o proemio,
viene al hilo de algo que un amigo me ha hecho llegar, tras encontrarlo entre
fotos antiguas de su madre. Se trata de una tarjeta postal fechada el 22 de
octubre de 1960, remitida por el abuelo de mi amigo a su hija –que más tarde
sería madre de ese amigo–, que vivía en Cartagena. La destinataria de la postal
tenía entonces trece años y era una niña traviesa; desobediente, como se decía
entonces. Según la reconstrucción familiar de los hechos, el padre y la madre
estaban pasando unos días en Madrid, y cuando llamaron desde allí por teléfono
–con una conferencia, como también solía decirse, y que además
era un medio de comunicación bastante caro– para comprobar qué tal iban las
cosas en casa, la jovencita fue irrespetuosa y contestó a sus padres con malos
modos. Como también se decía entonces, lo hizo de mala manera. Y
eso dio lugar a que tras la conversación, disgustados con su hija, los padres
le enviaran a ésta la tarjeta postal cuyo delicioso contenido fue el siguiente:
Tenemos mucho disgusto por tu actitud en la
conferencia de esta tarde. Supongo que te arrepentirás de tu proceder. Pero no
tienes enmienda. Te saludan, muy molestos, tus padres. 22/X/1960.
Es difícil, en mi opinión, resumir tan bien, en
sólo unas breves líneas, todo un modo de entender las relaciones familiares, la
educación y la vida. Los modos de una época. Y más cuando, como cuenta mi amigo,
su abuelo no tenía título universitario ni nada semejante, sino que había hecho
su vida a partir de la educación primaria del primer tercio del siglo. Era
dueño de una confitería, aficionado a la lectura y hombre, como su esposa, de
trato cortés, educado en la certeza de que los buenos modales y el respeto a
los semejantes hacían la vida más útil y agradable. A los trece años de edad,
su hija compartía o conocía al menos esos códigos, pues nunca se habría
dirigido un mensaje semejante a una chica incapaz de entender el tono en que
estaba escrito. Traviesa y respondona, o lo que fuera, esa niña sabía lo que
era una educación; y, confiando en ello, sus padres le recriminaban su conducta
en la esperanza de que, con la reprimenda, esa misma educación la hiciera
recapacitar.
Había y hay muchas formas de reprender a un hijo.
Pocas he visto tan perfectas y mesuradas, reflejo de épocas en que ciertas
cosas se hacían de otro modo y en otro tono; de tiempos –peores en muchas
cosas, pero también mejores en otras que nunca se debieron perder– donde los
buenos modales, que procuraban practicar tanto la gente de condición social
humilde como la más afortunada o mejor situada, cuidar las formas, en fin, eran
fundamentales dentro y fuera del ámbito familiar. Pero es que, además, a esas
buenas maneras se añadía con frecuencia, como en el caso que nos ocupa, una
lección de elegancia, estilo y amor por las palabras y su correcta expresión.
Demostrando así que todo eso, buena educación, respeto, lecturas que adiestren
las actitudes, no sólo hacen a la gente más admirable en lo social, sino que
también la convierten, con frecuencia, en mejores ciudadanos y mejores
personas. Y ahora, para tener a punto el contraste, comparen ustedes la postal
del abuelo a la madre de mi amigo con lo que hoy solemos escuchar a nuestro
alrededor: «Ven pacá, Manolín, que te voy a reventar la cabeza», «Te voy a dar
un palo en el culo, jodío niño, que se te van a saltar los dientes» o «Me se
quema la sangre de ver al hijoputa de mi hijo». Y así, claro, a menudo tenemos
los hijos y los nietos que nos merecemos. Más o menos. Y por supuesto, unos más
que otros.
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