Por Arturo Pérez-Reverte |
Es lo que hay y habrá en el futuro, y no queda sino asumirlo como es.
Antes sólo ocurría en ciudades emblemáticas como París, Roma o Venecia, pero ya
nada escapa la marabunta: Lisboa es cada vez menos antigua y señorial, el
centro de Madrid se vuelve intransitable, y Sevilla es un delirio callejero
donde cada comercio tradicional que cierra, y cada vez son más, reabre en forma
de restaurante para guiris, tienda de recuerdos o bar de copas.
Pienso en eso paseando por mis lugares habituales
de esa ciudad, Sevilla. Pocas me producen tanta felicidad, aún más intensa
ahora por sus calles que huelen a azahar y a primavera. El Ayuntamiento, que
tantos disparates perpetra y permite, se ha cargado mi apostadero de siempre al
prohibir los veladores en La Campana, esquina a Sierpes; pero todavía me quedan
sitios donde ir desde el hotel Colón, que es mi casa: desayuno en Las Piletas,
librería San Pablo, Becerra, El Rinconcillo, Robles, Casa Román. Y por
supuesto, Las Teresas: la joya de mi corazón sevillano. Entro, como siempre,
igual que a una iglesia; santiguándome por el milagro de que todo siga igual en
esa vieja y querida esquina mágica de Santa Cruz, entre fotos de vírgenes y
toreros, tapas en la barra, turistas y sobre todo sevillanos de verdad,
vecinos, matrimonios que todavía vienen paseando tranquilos para tomarse aquí
el aperitivo. Mientras lugares como éste sobrevivan, me digo, hay esperanza.
En sitios así me encanta tender la oreja, escuchar
conversaciones y observar a la gente. De ese modo, mientras despacho unas papas
aliñadas y una manzanilla, registro a mi izquierda el diálogo de dos
anglosajones corpulentos, grandes como armarios y algo puestos en copas, con
los camareros del otro lado de la barra. «¿Tú, de Espania?», pregunta uno de
los guiris; a lo que el camarero, muy torero y metido en guasa, responde: «De
donde yo soy es de Marchena». Vacila el anglo y dice «Drink, drink». Entonces
el camarero señala a otro y apunta: «Aquí el que habla idiomas es mi colega,
que es moro». Y el segundo camarero, que es moro de verdad, se dirige al
turista en inglés y francés impecables, recita de corrido en ambas lenguas la
lista de bebidas y tapas, que le lleva minuto y medio, y se lo queda mirando.
Entonces el armario, con la expresión de una vaca rumiando o un sargento de
marines mascando chicle –que son idénticas–, parpadea y dice: «Vino». Tras lo
cual, volviéndose hacia el otro camarero, el de Marchena dice: «Acabas de
salvar el negocio, compadre».
Pero lo más divertido lo tengo a la derecha, donde
mientras una pareja rubia y joven, de franceses, despacha una ración de jamón y
unas cervezas, a su lado viene a situarse uno de esos matrimonios sevillanos de
toda la vida, vestidos para salir, corbata él, de peluquería ella. Sin que
tengan que pedirlo, a los recién llegados les sirven lo de siempre, unos finos
y tapita de jamón, y en el acto pegan la hebra con los gabachos como si los
conocieran también de toda la vida, con esa naturalidad que sólo es posible en
Andalucía. Y la señora, con el mismo desparpajo que si estuviera en la plaza
charlando con una vecina, empieza preguntándoles cómo está el jamón, y luego si
les gusta Sevilla; y después interviene el marido para contarles que hizo la
mili en Ceuta y que allí aprendió cinco palabras en francés, y se las dice
todas: oui, non, bonjour, bonsoir y comantalevú. Y
a los cinco minutos están hablándoles de su hija menor, que estudia Magisterio,
y del hijo que es abogado en Madrid, y de la nuera, que les ha salido buena
chica. Y los franceses asienten entre amistosos y desconcertados, porque todo
eso se lo están contando en español y ellos no hablan una palabra del idioma. Y
al fin, tras media hora de tertulia unilateral, al despedirse con calurosa
efusión como si ya se conocieran de hace años, dice la señora: «Ah. Y no se
vayan sin ir a Triana». Después el matrimonio paga su consumición, saluda a los
camareros y se marcha del brazo, mientras el francés y la francesa –que no han
abierto la boca en todo el rato– se miran, desconcertados. Y luego, obedientes,
buenos chicos, despliegan sobre el mostrador manchado de vino un plano de la
ciudad y se ponen con el dedo a buscar Triana.
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