Por Javier Calvo
Desde el estallido de la corrida cambiaria y, en especial, del anuncio
de que la Argentina reiniciaba negociaciones con el Fondo Monetario
Internacional para obtener créditos blandos, se multiplicó cierta agitación de déjà-vu de
2001. Ni lerdos ni perezosos, grupos militantes del “cuanto peor,
mejor” vincularon la corrida del dólar con el incontenible final de la
convertibilidad, el apoyo de Trump y de Lagarde al fútil blindaje
aliancista y el breve discurso de Mauricio Macri al voluntarismo oral del
golpeado Fernando de la Rúa.
No es casual que varios de estos sectores provocadores (esparcidos en la
política, la economía y los medios) tengan vínculos con el pasado reciente del
país. En vez de autocrítica e introspección, mejor echarles
la culpa a otros. De esta última lógica tampoco escapa el Gobierno,
interesado en culpar al kirchnerismo y a las turbulencias globales de los
mercados por la actual crisis financiera con rebote en lo económico. Sin
embargo, más allá de responsabilidades compartidas, no hay una
situación económico-financiera, social ni política equivalente al prólogo del
estallido de 2001.
En todo caso, podríamos estar a las puertas de otra de las muchas crisis cíclicas a las que lamentablemente nos hemos acostumbrado en los últimos cincuenta años de la Argentina. No necesariamente a la peor o la que dejó las heridas más recientes, por más que ya hayan transcurrido más de tres lustros. Que los perturbadores de siempre –a izquierda y derecha del espectro político– agiten el fantasma de 2001 no debería sorprender tanto, si no fuera porque ese discurso puede permear en alguna porción de la opinión pública. El nuevo pico de la imagen negativa de Mauricio Macri desde que es presidente podría alimentar esa idea.
Acaso tampoco contribuya la comunicación pública que hizo el Gobierno de esta crisis. Para despejar dudas y temores Marcos Peña no pareció lucir consistente, sobre todo cuando con el paso de los días y el agravamiento de la situación debió ir cambiando de discurso. Igual, es posible reconocerle la valentía política de dar la cara. No todos lo hacen, ni en esta ni en otras gestiones. Nicolás Dujovne explica, pero tampoco logra aclarar el panorama del atomizado manejo económico de la actual administración nacional. Pancho Cabrera, el viernes en Olivos, volvió a dar muestras del frágil manejo de los mensajes oficiales. No basta con ser cool.
En un intento de jugar la bala de plata para amortiguar el efecto del anuncio de recurrir al FMI, apareció el Presidente. En dos minutos y medio grabados, su sonrisa entrenada no pudo disimular que fuimos testigos de una medida tal vez apropiada en lo financiero pero negativa en lo político. De todas maneras, lo peor de la vocería oficialista corrió por cuenta y orden de Elisa Carrió, repentina experta en problemáticas financieras. La auditora moral de Cambiemos decidió (juran en el Gobierno que nadie le pidió que lo hiciera y ahora no saben cómo pedirle que se calle) que era hora de poner toda la carne en el asador para dar tranquilidad ante la suba del dólar, el FMI, las Lebac y otras menudencias. Sus dichos dislocados echan nafta al fuego.
Todo lo contrario de los gobernadores peronistas de diálogo con el Gobierno,
que se llamaron a silencio tras ser recibidos varios de ellos por Macri el
jueves. Habrá que ver si eso es una señal para tranquilizarnos o preocuparnos.
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