El preferido de Macri
bajó su cotización y busca disimularlo. Un viaje inoportuno.
Por Roberto García |
Se devaluó rápido. Como el peso. De las monedas macristas
fue la que perdió más valor, tendencia agravada por la recuperación de otras
que parecían congeladas. Durante el inacabado ventarrón cambiario, entonces, se
derrumbaron el Peña y otras divisas, Quintana y Lopetegui, repuntaron Caputo,
Dujovne y Sturzenegger, mientras del sarcófago renacían celestialmente Frigerio
y Monzó.
Al menos para el patrón oro, Macri, quien a ciertos
confidentes les confesó su desazón por el golpe de mercado y cierta impotencia
para conducir un vehículo a tanta velocidad. Una muestra de la decepción: a más
de dos años y medio de gobierno, a punto de anunciar una economía de guerra, el
primer gabinete de crisis coordinado por el titular de Hacienda le otorga a
cada ministerio 15 días para plantear significativos recortes presupuestarios.
Como si nunca, en ese período, se hubieran interesado en un plan de austeridad,
y mucho menos en consagrar medidas apropiadas para “pasar el invierno”, lejana
apelación del Alsogaray frondizista que se ha vuelto a poner en vigencia. Justo
el equipo brillante que más decía saber sobre ese tema, imberbes que agobiaban
a veteranos públicos y privados con planillas de excel ad hoc, se convirtió en
el chiste de peor gusto de los últimos tiempos.
No pudo Peña disimular su rabia devaluatoria, tampoco la
amenaza a su alcurnia por parte de un subalterno, cuando se extendió el dato de
que el Presidente había designado a un superministro (Dujovne) luego de haber
encuestado a varios influyentes por esa alternativa y con esa denominación. Sin
embargo, para el jefe de Gabinete –como intentó explicar en un deliberado raid
ante medios y protagonistas afines– nada había cambiado en la estructura de
poder. Ni siquiera para sus dos cuestionados alter egos en la cúpula. Mientras,
rebajaba a Dujovne de superministro a coordinador. Como si a alguien le
importara. Y de paso, frente a las objeciones técnicas por intervenir el Banco
Central el pasado 28 de diciembre –fecha en que muchos advirtieron como el
previsible inicio de la corrida cambiaría– sostuvo con arrogancia que,
entonces, se tomó la determinación correcta debido a que los mercados bajaron
el riesgo país y los títulos tuvieron un fugaz repunte.
Freud. Casi de
psicoanálisis esa insistencia errónea, ya que ahora él mismo removió del
Gobierno el cargo y la presencia de Vladimir Werning, el ex JP Morgan al que se
atribuye aquella heterodoxia del Día de los Inocentes alegremente impulsada por
la Jefatura de Gabinete (y Dujovne, claro). Para su coleto, una recurrencia ya
mencionada en PERFIL: los grandes protagonistas de la economía que estuvieron
en el país hace poco más de un mes, de Larry Summers a Paul Krugman, afirmaron
la conveniencia de que nadie debe interferir en la política del Banco Central
y, como ejemplo, uno de ellos señaló que Trump es un desorbitado,
intervencionista, capaz de echar a una docena de ministros y pelearse con
cualquier líder del mundo, pero jamás hasta ahora se le ocurrió opinar sobre la
Reserva Federal.
En la orgánica del Gobierno, Peña tuvo un bajón.
Incuestionable, aunque lo niegue o disimule con un altoparlante. O Macri lo
preserve ante cualquier ataque por la virtud de “lo que trabaja este muchacho,
lo importante que es para mí”. Este cambio en la cúpula se manifiesta en un
vacío de poder, advertido por María Eugenia Vidal, Rodríguez Larreta y el
radical Cornejo, quienes ahora se reúnen preocupados para analizar el sistema
de decisiones. Obvio: es un eufemismo la propuesta, también una iniciativa
okupa. Y esta ambigüedad se revela en el ejercicio del mando: sorprendió, por
ejemplo, la trifulca interna por un presunto freno a la baja de retenciones al
agro como parte del ahorro público que demanda el FMI. Mucha conversación, poca
determinación, incluyendo en este manto austero la venta de los vehículos del
Gobierno, copiando lo que hicieron distintas gestiones en anteriores ciclos de
la Argentina.
Y como en otros tiempos, otros lugares y otros mundos, el
rol del favorito del mandatario siempre aparece cuestionado. Sea Peña
comparable con Mazarino, Manuel de Godoy, López Rega o Bauzá. Para los de
afuera, siempre el consejero privilegiado es el pararrayos de las desgracias.
Estigma. Peña
cargaba con eso. Ahora explotó por su voluntarismo militante y, también, por su
propia soberbia. No por obra y gracia de la oposición. En su parcial ocaso, hoy
añade uno adicional: en el medio de la crisis económica se aleja hacia Cuba,
este 28, con el canciller en las sombras, Fulvio Pompeo, para pedirle al
castrismo que morigere el perfil totalitario de Maduro en Venezuela. Se supone
que es una candidez creer que al régimen de la isla le inquietan las cuestiones
democráticas, la calificación barrial que les van a endosar a los delegados
argentinos.
Tal vez, aparte de esta gestión que apreciaría Washington,
Peña reclame la deuda que Cuba mantiene con la Argentina, más de 900 millones
de dólares que en su momento Menem le hizo reconocer a Fidel. Un hallazgo
diplomático, del que nunca el país cobró un céntimo: como carecía de reservas,
Castro prometió pagar en parte con locaciones en la playa para explotar
turísticamente con inversores argentinos. Demasiado riesgo para empresarios
locales: ni para los provenientes del Partido Comunista prosperó siquiera la
avivada de algún devoto del riojano que se imaginó multimillonario con el
dominio y la distribución de esos permisos. Nadie se atrevió. Entonces, con un
fee previsible en el medio, imaginaron la posibilidad de entregarles esas
concesiones a grupos especializados del extranjero, replicando lo que ocurría
con inversores de España o Canada. En la isla no interesaba esa intermediación,
se desistió del compromiso y la deuda se mantiene.
Aun así, cuesta imaginar a Peña reclamando deudas a un
régimen que seguramente respeta y hasta quizás admira por sus políticas
sociales o sanitarias, como todo argentino progresista de clase media. Ninguno,
por supuesto, se responsabiliza en su juicio por otra realidad del sistema
castrista, que logró desde su inicio un milagro estadístico: al iniciarse la
revolución, había un volumen económico de cinco Cubas frente a la vecina
República Dominicana. Hoy es de apenas las tres cuartas partes de esa nación.
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